martes, 9 de febrero de 2010

PARÁLISIS

José Blanco
Actualmente en México no existe una política de transformación económica de largo plazo rumbo al desarrollo. Tenemos una raquítica política económica de corto plazo, continuadamente relaborada en el marco del Consenso de Washington, pese a que en los hechos, con la crisis actual, se le ha dado debida sepultura en el mundo desarrollado y más allá, pero en primer lugar… en Washington.
En una fecha tan temprana como agosto de 1995, el ahora premio Nobel Paul Krugman, después de examinar los resultados de varias economías, especialmente de las latinoamericanas, escribió en Foreign Affairs: “Por todas sus especiales características, la crisis mexicana [Krugman se refiere a la crisis de 94/95], marca el principio del desinflarse (deflation) del Consenso de Washington. Este desinflarse garantiza que la segunda mitad de los noventa será un periodo mucho más problemático para el capitalismo mundial que la primera”. En efecto, el segundo quinquenio de los noventa, mientras acumulaba cifras positivas de consistencia aparentemente indudable, acumulaba también desequilibrios financieros no visibles, deliberadamente encubiertos, que llevaron a la recesión con la que se inició el siglo XXI, y que afectó de inmediato a diversas economías, entre ellas a la mexicana. Era, en realidad, el preámbulo de las crisis del presente.
El pasado 3 de enero, Ben Bernanke, presidente de la Reserva Federal (Fed) de Estados Unidos, en una declaración contraria a su catecismo, señaló que fue “la falta de regulación lo que permitió los descalabros que ocasionaron la crisis financiera”. Para el presidente de la Fed, una regulación fuerte y una supervisión orientada al control de las prácticas crediticias, debe ser la primera línea de defensa para evitar la formación de burbujas especulativas como las que ocasionaron la crisis financiera. Una crisis que Bernanke no dudó en calificar como la mayor de la historia. He aquí a un antiguo aguerrido militante del Consenso de Washington, que decide desertar y descalificar el consenso.
Pero el gobierno mexicano no se da por enterado; obsecuente con el consenso sepultado, continúa acríticamente bajo sus prescripciones, sin ideas propias de cómo dar contenido a la política económica.
En los años ochenta, prácticamente en un solo paso, el gobierno de Miguel de la Madrid liberó las transacciones externas en cuenta corriente y en cuenta de capital, unilateralmente (es decir, a cambio de nada), mucho antes de la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (en julio de 1986 adherimos al GATT y dejamos libres de aranceles a 73 por ciento de las importaciones y se redujeron drásticamente los del resto); se eliminaron así buena parte de los instrumentos y medidas de resguardo a los productores.
David Ibarra en su artículo “El desmantelamiento de la política económica” (El Universal, 26/11/09), enumera las principales decisiones e implicaciones resultantes de la posterior importación acrítica del consenso, que aquí apretadamente resumo: el gobierno desreguló la operación financiera interna y desechó la autonomía promocional de la banca de desarrollo, con lo que completó el desmantelamiento de los instrumentos de política industrial. Privatizó empresas públicas con una venda sobre los ojos, y ello, unido a la extranjerización de parte importante de los mejores consorcios nacionales, restó capacidad de acción y poder económico al Estado y a la iniciativa privada mexicana. Luego, la promulgación de la Ley de Responsabilidad Hacendaria que prácticamente impuso el equilibrio presupuestal como política, cualquiera que fuera la situación económica, limitó todavía más los márgenes estatales de maniobra. Se prohibieron a sí mismos los gobernantes las políticas contracíclicas. Además, al Banco de México le dejaron como cometido único combatir la inflación, haciendo explícita la prohibición de financiar al gobierno.
El gobierno se ahorcó con sus propias manos. Ello no significa que antes se hubieran estado haciendo las cosas de lujo; no, pero las mismas herramientas con las que se podían haber hecho bien, fueron echadas a la basura por prescripción del consenso. Múltiples voces han repetido estas tesis infructuosamente.
En una entrevista reciente al nuevo banquero central, opinó que “ahora, nosotros por cuestiones de geografía tenemos ventajas competitivas con Estados Unidos y de hecho si queremos penetrar en esos y otros mercados tenemos que volvernos más competitivos. Entonces la diversificación se facilita si tenemos una mayor competitividad. Por ello se requiere que no se olvide la agenda de la competitividad y que se vaya aplicando. Incluso, también en un mundo en el cual habrá un menor crecimiento en la demanda mundial, necesitamos que nuestros productos sean mejores para que tengan cabida. Entonces, lo que se necesita una estrategia de mayor diversificación basada en la competitividad de nuestros productos”.
Hagamos a un lado el cantinflismo y veamos la tesis: por cuestiones de geografía tenemos ventajas competitivas con Estados Unidos… La diversificación (exportadora) se facilita si tenemos mayor competitividad: Agustín Carstens perdió la oportunidad de explicarnos cómo es que nuestra cercanía geográfica con nuestro vecino del norte nos hace más competitivos en el resto del orbe. Habla también de que “no se olvide la agenda de la competitividad y que se vaya aplicando”. Carstens perdió la oportunidad de decirnos que en realidad esa agenda no existe, no puede contener ninguna política que se esté llevando a cabo en alguna parte. ¿Sabe el banquero de dónde proviene la innovación que es imprescindible para ser competitivos? Evidentemente lo ignora: no refiere una sola acción que tenga que ver con ella. La salida de la parálisis consiste en esperar a que nuestro vecino pueda ponerse de pie y eche a andar.

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