David Ibarra /El Universal
Las crisis multifacéticas, social, económica, fiscal, financiera que campean hace años en el país, nacen del defectuoso reformismo jurídico, institucional y político implantado para incorporar el país tanto al orden económico de la globalización como perseguir el afán legítimo de democratizar la vida nacional.
En materia económica, se incorporó México a los mercados globales y liberó de trabas al hombre económico con desregulación, privatizaciones y fortalecimiento de los derechos de propiedad. En contrapartida, se acotó la soberanía de las políticas públicas, en favor de los mercados y se aceptaron graves polarizaciones distributivas.
En el campo democrático, se ha ganado transparencia en los comicios y se ha fortalecido a los partidos políticos. Pero, se perdió capacidad unificadora —por autoritaria que fuese— del Ejecutivo y, por lo tanto, capacidad de unir a la población en torno a fines comunes, cuando se subordina la política o los dictados inapelables del mercado.
El desarreglo institucional también refleja el déficit democrático y la ineptitud de imprimir vigor al proceso nacional de desarrollo. De ahí el resquebrajamiento del pacto social, manifiesto en el ascenso de la pobreza y la informalidad en el trabajo. O visto desde otro ángulo, el rezago persistente de México frente al de los estados latinoamericanos, sea en el combate de los efectos de la crisis financiera mundial o en procurar bienestar a su población.
Más aún, la depresión económica y el desorden político, alimentan propuestas de cambio que inician o aplazan los partidos sin mayor orden de prelación. Para unos, la solución a las finanzas reside en comprimir impuestos, gastos públicos y burocratismo. Otros, preferirían abrir más la economía y la política a la disciplina del mercado. Unos terceros quisieran que las políticas públicas se orientaran al crecimiento. También hay quienes sostienen que la inflación es el peor de los males, frente al cual las aspiraciones al bienestar de la población deben ceder el paso.
En la práctica, son muchas las reformas hechas aisladamente. La reforma petrolera no ha hecho resurgir a Pemex; la de pensiones sólo trasladó las cargas financieras del Estado a las familias; las reformas fiscales, de alcances cortos, son simples misceláneas que complican la administración tributaria, sin aliviar las finanzas públicas. La reforma laboral no se ha lanzado al debate público, pero ya tiene opositores. Con un mercado de trabajo en ruinas poco se progresa en garantizar seguridad ciudadana. Ahora, en plena crisis se lanza una iniciativa de reforma con ingredientes de ingeniería parlamentaria que llevarían a formar mayorías legislativas que disolviesen acaso artificiosamente la falta de unidad entre el Ejecutivo y el Legislativo. Se quiere fortalecer al Ejecutivo, quizás ganar terreno electoral o eventualmente vigorizar la participación ciudadana. Ya tiene defensores con el argumento del cambio por el cambio, sin que aún termine el debate sobre sus contenidos e interrelaciones con otras exigencias transformadoras.
Sanear las expresiones de la crisis, debiera comenzar por reconocer sus interrelaciones y de ahí seleccionar las prelaciones nacionales, sin olvidar la necesidad de avanzar simultáneamente en la solución de varios dilemas. Quiérase o no, el largo aplazamiento de políticas públicas que concilien el interés nacional con los de la globalización, ha enredado y multiplicado los problemas del país.
Insistimos en señalar reformas defectuosas que no consideraron sus nexos con otros fenómenos y políticas. El impulso al desarrollo hacia fuera requirió de reformas que abriesen las fronteras al comercio exterior, pero su éxito también dependía de acciones ausentes: políticas industriales de fomento al comercio exterior, políticas cambiarias y financieras que combinadas llevasen a crear un verdadero sector exportador. Asimismo, la viabilidad y eficacia, de las reformas fiscal, laboral o política están inextricablemente ligadas entre sí y sobre todo con las políticas sociales y de crecimiento. Sin una estrategia de empleo, de avance acelerado de servicios de salud, entre otros objetivos, la generalización de los impuestos al consumo o la flexibilización laboral, resultarían impracticables o tendrían grandes costos de legitimidad. Algo similar sucede en torno a la propuesta de reforma política que podría quedar en simple superestructura institucional, difícilmente traducible en solución pronta a carencias impostergables: pobreza, exclusión social e inseguridad.
Seguimos inmersos en una crisis paralizante: el mercado sin Estado orientador, regulador y mediador poco o nada resuelve de la debacle económica y política; el Estado sin sociedad, da tumbos, incapaz de aglutinar constructivamente a las fuerzas colectivas. Por eso, habría que invertir las prelaciones políticas: la democracia sustantiva debe prevalecer sobre el autoritarismo economicista; la búsqueda del empleo y de la equidad social debe primar sobre cualquier otra meta y formar el esqueleto vertebrador de las reformas a emprender. El sistemático desmantelamiento anterior de los instrumentos de acción del Estado y el lento avance de la democracia no electoral, debieran enmendarse con reformas modernizadoras entrelazadas que permitan reconocer y luego dar satisfacción a las demandas ciudadanas.
Las crisis multifacéticas, social, económica, fiscal, financiera que campean hace años en el país, nacen del defectuoso reformismo jurídico, institucional y político implantado para incorporar el país tanto al orden económico de la globalización como perseguir el afán legítimo de democratizar la vida nacional.
En materia económica, se incorporó México a los mercados globales y liberó de trabas al hombre económico con desregulación, privatizaciones y fortalecimiento de los derechos de propiedad. En contrapartida, se acotó la soberanía de las políticas públicas, en favor de los mercados y se aceptaron graves polarizaciones distributivas.
En el campo democrático, se ha ganado transparencia en los comicios y se ha fortalecido a los partidos políticos. Pero, se perdió capacidad unificadora —por autoritaria que fuese— del Ejecutivo y, por lo tanto, capacidad de unir a la población en torno a fines comunes, cuando se subordina la política o los dictados inapelables del mercado.
El desarreglo institucional también refleja el déficit democrático y la ineptitud de imprimir vigor al proceso nacional de desarrollo. De ahí el resquebrajamiento del pacto social, manifiesto en el ascenso de la pobreza y la informalidad en el trabajo. O visto desde otro ángulo, el rezago persistente de México frente al de los estados latinoamericanos, sea en el combate de los efectos de la crisis financiera mundial o en procurar bienestar a su población.
Más aún, la depresión económica y el desorden político, alimentan propuestas de cambio que inician o aplazan los partidos sin mayor orden de prelación. Para unos, la solución a las finanzas reside en comprimir impuestos, gastos públicos y burocratismo. Otros, preferirían abrir más la economía y la política a la disciplina del mercado. Unos terceros quisieran que las políticas públicas se orientaran al crecimiento. También hay quienes sostienen que la inflación es el peor de los males, frente al cual las aspiraciones al bienestar de la población deben ceder el paso.
En la práctica, son muchas las reformas hechas aisladamente. La reforma petrolera no ha hecho resurgir a Pemex; la de pensiones sólo trasladó las cargas financieras del Estado a las familias; las reformas fiscales, de alcances cortos, son simples misceláneas que complican la administración tributaria, sin aliviar las finanzas públicas. La reforma laboral no se ha lanzado al debate público, pero ya tiene opositores. Con un mercado de trabajo en ruinas poco se progresa en garantizar seguridad ciudadana. Ahora, en plena crisis se lanza una iniciativa de reforma con ingredientes de ingeniería parlamentaria que llevarían a formar mayorías legislativas que disolviesen acaso artificiosamente la falta de unidad entre el Ejecutivo y el Legislativo. Se quiere fortalecer al Ejecutivo, quizás ganar terreno electoral o eventualmente vigorizar la participación ciudadana. Ya tiene defensores con el argumento del cambio por el cambio, sin que aún termine el debate sobre sus contenidos e interrelaciones con otras exigencias transformadoras.
Sanear las expresiones de la crisis, debiera comenzar por reconocer sus interrelaciones y de ahí seleccionar las prelaciones nacionales, sin olvidar la necesidad de avanzar simultáneamente en la solución de varios dilemas. Quiérase o no, el largo aplazamiento de políticas públicas que concilien el interés nacional con los de la globalización, ha enredado y multiplicado los problemas del país.
Insistimos en señalar reformas defectuosas que no consideraron sus nexos con otros fenómenos y políticas. El impulso al desarrollo hacia fuera requirió de reformas que abriesen las fronteras al comercio exterior, pero su éxito también dependía de acciones ausentes: políticas industriales de fomento al comercio exterior, políticas cambiarias y financieras que combinadas llevasen a crear un verdadero sector exportador. Asimismo, la viabilidad y eficacia, de las reformas fiscal, laboral o política están inextricablemente ligadas entre sí y sobre todo con las políticas sociales y de crecimiento. Sin una estrategia de empleo, de avance acelerado de servicios de salud, entre otros objetivos, la generalización de los impuestos al consumo o la flexibilización laboral, resultarían impracticables o tendrían grandes costos de legitimidad. Algo similar sucede en torno a la propuesta de reforma política que podría quedar en simple superestructura institucional, difícilmente traducible en solución pronta a carencias impostergables: pobreza, exclusión social e inseguridad.
Seguimos inmersos en una crisis paralizante: el mercado sin Estado orientador, regulador y mediador poco o nada resuelve de la debacle económica y política; el Estado sin sociedad, da tumbos, incapaz de aglutinar constructivamente a las fuerzas colectivas. Por eso, habría que invertir las prelaciones políticas: la democracia sustantiva debe prevalecer sobre el autoritarismo economicista; la búsqueda del empleo y de la equidad social debe primar sobre cualquier otra meta y formar el esqueleto vertebrador de las reformas a emprender. El sistemático desmantelamiento anterior de los instrumentos de acción del Estado y el lento avance de la democracia no electoral, debieran enmendarse con reformas modernizadoras entrelazadas que permitan reconocer y luego dar satisfacción a las demandas ciudadanas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario