martes, 16 de febrero de 2010

NO SE REPETIRÁ

Pedro Miguel / La Jornada
“Después de pensarlo bien, los esclavos decidieron pedir cinco pesos diarios y ocho horas de trabajo. El amo oyó la petición, tosió, escupió, se encogió de hombros y dijo: ‘sólo el gobierno puede resolver sobre este asunto’. El gobierno ha ordenado a los capitalistas que no paguen buenos salarios al trabajador mexicano, porque el bienestar dignifica y ennoblece al hombre, y un pueblo de hombres dignos no soporta tiranías. Se declaró la huelga. Nadie volvería a entrar a las minas a trabajar, ya que las familias de los trabajadores se pudrían en la miseria para que engordasen y gozasen de la vida las familias de los que no sudaban. Seis mil hombres dejaron caer la herramienta, animados por la esperanza de que arrepentidos los amos atenderían sus reclamaciones. Vana esperanza. Los amos armaron a sus lacayos y asesinaron al pueblo. El gobierno, por su parte, mandó soldados a que hicieran lo mismo, y cobarde y traidor, toleró que forajidos extranjeros violasen las leyes de neutralidad para ir a exterminar a los mineros mexicanos.”
Así contaba Ricardo Flores Magón, en la primavera de 1908, lo ocurrido en Cananea dos años antes. 104 años después, una dependencia bufa declara extinguida la relación laboral entre los obreros de la mina, otra vez en huelga, y los dueños actuales del yacimiento, y el secretario del Desempleo, Javier Lozano Alarcón de Larrea, les ladran a los trabajadores en preparación del desalojo violento, mientras su jefe nominal, Felipe Calderón, desempeña el papel de cónsul extranjero y arguye que la política antiobrera de su desastre llamado gobierno es “para elevar la competitividad y atraer inversiones”: los derechos laborales liquidados, para coquetear con los inversionistas extranjeros; millones de pobres y desempleados, para crear “ambiente de negocios”; 18 mil muertos, para impulsar la rentabilidad; autoritarismo torpe e insensibilidad extrema, para facilitar la venta del país y sus habitantes a las gulas financieras foráneas y locales.
Esas no dirán nada si, de paso, la familia política del propio Calderón se hincha las cuentas de banco con contratos hediondos del Instituto Mexicano de la Juventud, o si el secretario de Agricultura se concede a sí mismo y a sus parientes sumas millonarias con cargo al bolsillo de todos –perdón, de casi todos: aquí sólo pagan impuestos quienes no tienen las influencias ni el dinero para evadir el pago.
Pero la historia no gira en círculos y el baño de sangre en Cananea no se repetirá. Antes de erigirse en dictador, Porfirio Díaz fue héroe de guerra en la resistencia contra los franceses; ya encaramado en el poder, se mantenía al tanto de lo que ocurría en cada rincón del territorio nacional; sabía hacer política y sabía reprimir, tanto que el priísmo histórico (no la delincuencia organizada de hoy) le copió muchas de sus mañas; era la cabeza de una tiranía sólida que reinaba sobre la paz de los cementerios.
El contraste es implacable: antes de colarse a Los Pinos, Calderón despachaba de secretario de Energía, donde solapaba los chanchullos de su difunto amigo Mouriño; no tiene la menor idea de las artes (aunque sean malas) de gobernar; ha llevado a la nación a un baño de sangre sin dirección ni propósito, provocado por su propia chambonería (la ineptitud es la otra cara de la moneda de la arrogancia), y se ha fijado como misión imperecedera llevar a vender la máxima cantidad posible de pedazos de país a esa Lagunilla pirrura denominada bolsa de valores.
El contraste histórico es más pronunciado en la parte baja de la pirámide social. Si el porfiriato la tenía relativamente fácil ante una población cohibida, atomizada y aislada en sus partes, y mayoritariamente desconocedora de sus derechos, la sociedad mexicana actual, a pesar de la tele y de monseñor, no se chupa el dedo. Los juarenses no se arredran ante la nube de guaruras que rodea al ocupante de Los Pinos y le dicen sus verdades en la cara; los capitalinos optan por defender y expandir sus derechos, así sea a contrapelo de la persignada hipocresía gobernante; centenares de miles de mujeres y hombres de varias clases sociales e ideologías salen a las calles en defensa de un país subvertido, dislocado y depauperado desde el poder.
Puede ser que Calderón, Lozano, Larrea y compañía no tengan noción de aquel episodio, o tal vez la adquirieron en algún ojeo rápido de Selecciones, y piensen que aquello se puede repetir. Pero en el México de hoy, a diferencia de lo que ocurría en 1906, los mineros de Cananea –carne de nuestra carne, sangre de nuestra historia, basamento de derechos, de libertad y de independencia– no están solos.

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