La UE y Alemania usan el euro como instrumento de
dominación cuasi colonial para imponer medidas de austeridad y reducción
salarial.. Los “mercados” no son los malos de esta película; solo reaccionan
Venden como reformas las políticas
movidas por su propia ideología o por intereses de grupos
Las exigencias que ahora imponen
a Grecia, Portugal, Irlanda y España benefician a sus bancos
Antón Costas / El País
Para
cualquier persona que no esté cegada por su ideología o sus intereses
particulares, debería saltar a la vista que la política de austeridad
compulsiva y caídas de salarios no funciona. Dos recesiones económicas en tres años
y la existencia de una depresión rampante es algo que nunca habíamos visto
desde los años treinta del siglo pasado.
La
recesión de 2008 fue provocada por la crisis financiera de 2008. Pero la
recaída en la recesión, después de que las economías hubiesen comenzado a
recuperarse en 2010, ha sido provocada por la política de austeridad y
reducciones salariales. La terquedad con la que se impone esa estrategia desde
las instituciones europeas y se práctica por nuestros gobiernos pone al
descubierto una sorprendente indiferencia a sus severos costes humanos. Y
manifiesta también una llamativa ceguera frente a los estropicios democráticos
que ocasiona: el recurso a gobiernos tecnocráticos y el aumento de apoyo
político a opciones populistas y radicales.
¿Cómo
explicar esta tozudez y ceguera política? Podemos hacer dos hipótesis. La
primera es que crean en la idea de la "austeridad expansiva". Pero es
difícil sostenerla. La investigación económica no encuentra efectos expansivos
en este tipo de políticas y, por el contrario, alerta de sus costes. Aunque
sean tozudos, hay que suponer que están informados. La segunda es que los
gobiernos y las autoridades europeas se comportan como dictadores benevolentes
y practican contrabando de reformas. Vale la pena explorar esta hipótesis.
Todo
estudiante de un curso de introducción a la Economía de mercado aprende dos
principios básicos. El primero es que las personas tienen distintas
preferencias acerca de los bienes privados y las políticas públicas que mejor
satisfacen su bienestar. El segundo es que los mercados y las políticas solo
funcionan bien cuando tienen en cuenta esas preferencias sociales.
Muchos
políticos y economistas metidos a reformadores olvidan estos principios y se comportan como dictadores benevolentes.
Dictadores, porque imponen sus propias preferencias a la sociedad; y
benevolentes, porque creen estar haciéndole un favor, en la medida en que esta
tendría un velo de ignorancia que le impide ver cuáles son sus verdaderos
intereses a largo plazo.
Bienintencionados,
los dictadores benevolentes acostumbran a practicar el contrabando de reformas.
Es decir, venden como verdaderas reformas lo que no son sino políticas movidas
por su propia ideología o por intereses de grupos que han conseguido capturar
las políticas en su beneficio. Se pueden poner muchos ejemplos, pero quizá el
más evidente es la sanidad. Nuestros gobiernos venden como reformas sanitarias
lo que son amputaciones del sistema público de salud que responden a su
ideología sobre los servicios públicos o a intereses de grupos económicos.
Pero, se
me puede objetar, ¿acaso no es cierto que las sociedades pueden no ver la
necesidad del cambio? En ese caso, ¿no es función de la política liderar las
reformas? Sin duda, pero liderar no es imponer sino persuadir.
La
economía política de las reformas enseña que no hay reforma eficaz ni
sostenible si no cuenta con el apoyo de una amplia corriente de opinión
pública. Eso es también lo que nos dice el conocimiento existente. Una
investigación reciente encuentra que el “apoyo social” es clave para el éxito
de los procesos de ajuste fiscal (Paolo Mauro, Chipping Away at Public Debt.
Sources of Failures and Keys to Success in Fiscal Adjustment, FMI, 2011). Cuando
las reformas se imponen, además de no ser eficaces, el malestar social acaba
moviendo violentamente el péndulo de la política contra ellas. La huelga
general de 28 de diciembre de 1988 contra la política de Felipe González o el
retroceso de José María Aznar en su decretazo laboral son buenos
ejemplos.
Incapaces
de persuadir, los dictadores benevolentes que practican el contrabando de
reformas apelan con frecuencia a la retórica del “sufrimiento” y al
"decreto-ley".
En primer
lugar, se comportan como malos médicos. La buena práctica clínica obliga al
cirujano a informar de forma veraz al paciente y a que sea este quien tome la
decisión final; y, en su caso, a practicar la cirugía con el mínimo dolor. La
buena práctica política debe hacer lo mismo con las reformas. Sin embargo, no
sucede así con las políticas de austeridad y reformas que practican nuestros
gobiernos bajo el dictado de Bruselas, Berlín y Fráncfort.
En la medida en que la explicación que utilizan
para imponer la austeridad y las reformas no es veraz, quien más está actuando
como dictador benevolente y haciendo contrabando de reformas son las
autoridades europeas y el Gobierno alemán. La visión liberal-conservadora
germánica de las causas del sobreendeudamiento es errónea, interesada y basada
en tópicos. Sostiene que el sobreendeudamiento fue debido a la prodigalidad
fiscal y a la falta de competitividad. Oculta que tanto la economía española
como irlandesa han mostrado un buen comportamiento exportador y que la
verdadera causa del sobreendeudamiento de estos países no fue el despilfarro
fiscal (tenían superávit público antes de la crisis) sino un fallo monumental
del sistema bancario europeo, en particular del alemán.
Durante
los primeros años de este siglo los bancos alemanes no encontraron oportunidades
de inversión en su país para el ahorro que generaba su economía, sometida a
dieta de consumo y reducción de salarios para favorecer sus exportaciones. En
esa situación de anorexia interna, los bancos alemanes optaron por prestar a
los bancos españoles e irlandeses (y al Gobierno griego) para que estos
financiasen inversiones inmobiliarias de rápida plusvalía. Crearon una burbuja
crediticia, distorsionaron el modelo productivo de la economía española y no
midieron bien el riesgo crediticio que estaban creando. Ese fallo bancario es
lo que ahora oculta el Gobierno alemán a sus ciudadanos, contándoles a cambio
una historia llena de tópicos. La realidad es que la política de austeridad que
ahora impone a Grecia, Portugal, Irlanda y España es en beneficio de sus
bancos.
Incapaces
de persuadir, los gobiernos de los países a los que se les imponen la
austeridad y las reformas han de imponer a su vez esas medidas mediante el uso
del decreto-ley. Una forma que, como me ha recordado el catedrático de Ciencia
Política Josep M. Vallés, trae memoria de la práctica alemana del “decreto
presidencial” extraparlamentario de los años 1930-33, mediante el cual el
canciller Heinrich Brüning impuso la austeridad a sus ciudadanos durante la
recesión de aquellos años. Con los dramáticos efectos sociales y políticos que
son bien conocidos.
Para
imponer con contundencia esta política, el Gobierno alemán está utilizando el
euro como un instrumento de su hegemonía comercial y financiera. Los “mercados”
no son los malos de esta película; lo único que hacen es reaccionar. Sabiendo
que los países sometidos a austeridad sufrirán años de estancamiento y elevado
desempleo y no podrán devolver la deuda, lo que hacen es aprovechar la ocasión
para aumentar el precio al que prestan. Esa presión de los mercados es
aprovechada por Bruselas para el contrabando de reformas. Pero el problema no
son los mercados sino la mala política.
Hay un
malentendido sobre el euro. Creemos que es la moneda de una unión política
cuando en realidad es la moneda común de una unión cambiaria cuyo principal
beneficiario ha sido y es la economía alemana, algo que puede verse fácilmente
observando las balanzas comerciales de la eurozona. El euro es utilizado por
Alemania como un instrumento de dominación cuasi neocolonial. O se hace del
euro una verdadera moneda común, con un banco central merecedor de tal nombre,
o no tiene sentido seguir con este malentendido.
En
cualquier caso, nuestro país tiene que hacer reformas orientadas a reducir el
déficit público, lograr un mejor reparto de responsabilidades sobre el Estado
del Bienestar, fomentar una sociedad más innovadora y mejorar la competitividad
de la economía. Pero esas reformas no se lograrán con gobiernos que se
comporten como dictadores benevolentes y practiquen el contrabando de reformas.
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