En estas
mismas columnas, hace dos años, el presidente mexicano, Felipe Calderón, se
felicitaba por los resultados de la guerra de gran envergadura lanzada, desde
el inicio de su mandato, en diciembre de 2006, contra el crimen organizado y
los narcotraficantes. “Vamos a vencer el crimen”, aseguraba. Antes de agregar,
dirigiéndose a quienes manifestaban inquietud ante el auge vertiginoso de la
inseguridad en su país: “Si ustedes ven polvo, es porque estamos limpiando
la casa”.
Vencido
en la elección presidencial de junio (sic), el señor Calderón entregará el
poder a Enrique Peña Nieto el fin de año. Con un balance abrumador. El
Instituto Nacional de Estadística y Geografía mexicano acaba de publicar cifras
impactantes: se registraron 27 mil 199 homicidios en 2011; el número de
asesinatos entre 2007 y 2011 es de 95 mil 632. En base a la tendencia
registrada en los últimos meses, se calcula que el número de homicidios
perpetrados durante el mandato de Calderón llega a 120 mil. O sea, más del
doble de la cifra de 50 mil a menudo mencionada y que ya de por sí era
alucinante.
Esa
auténtica hecatombe constituye, y de lejos, el conflicto más mortífero del
planeta en los últimos años.
De hecho
las cifras oficiales que acaban de ser publicadas evidencian en forma
implacable la gangrena que corroe el país.
Más allá
del número de muertos estrictamente ligados a la lucha contra el narcotráfico,
se van desarrollando auténticas industrias de secuestro, extorsión de fondos,
prostitución, tráfico de personas y órganos. El mapa de los homicidios
demuestra que estos crímenes no se limitan a las regiones en las cuales los
cárteles están muy bien implantados, sino que tienden a diseminarse por todo el
territorio nacional.
Semejante
espiral de barbarie, provocada por la guerra contra el narcotráfico y los
arreglos de cuentas entre cárteles, no deja títere con cabeza y golpea
inclusive a decenas de periodistas que se busca callar o a decenas de alcaldes
víctimas de chantaje o corrupción. Tanta violencia parece haber echado por la
borda todos los tabús sobre el respeto a la persona.
Esa
espiral, por último, sanciona el terrible fracaso de la
estrategia “militar” llevada a cabo desde hace seis años por Felipe
Calderón con el apoyo constante, financiero en particular, de Estados Unidos
que representa el principal mercado del narcotráfico.
Pero el
mal es tan profundo, el miedo tan arraigado y la miseria tan endémica que de
ahora en adelante nadie parece capaz de proponer una política alternativa. Y es
bastante dudoso que la elección de Enrique Peña Nieto pueda cambiar gran cosa:
sella el regreso del Partido Revolucionario Institucional, que dominó la vida
política del país durante décadas, en un ámbito de corrupción y complacencia
con los narcotraficantes.
Más allá
de Centro América (sic), es un desafío para Estados Unidos y Europa, cuya
prosperidad de los mercados de estupefacientes y de armas alimenta directamente
la violencia mexicana. No se trata de un desafío exótico: es mundial y no puede
dejar indiferente.
Traducción
de Anne Marie Mergier, corresponsal en Francia.
Fuente: Revista Proceso
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