Mauricio Merino / El Universal
No será construyendo más aparatos burocráticos como se evitará la
corrupción de los gobiernos. Lo que demuestra la primera década del
siglo XXI mexicano es que la creación de nuevos organismos, situados
hasta la “salida” de las múltiples tuberías gubernamentales ha servido
para ofrecer información y datos frescos, pero no para evitar la captura
y el mal uso de los presupuestos. A pesar de las auditorías, las
evaluaciones y la transparencia, la corrupción se ha mantenido intacta
porque el problema está en “la entrada”; es decir, en la captura
política de puestos y de presupuestos.
Ya sabemos que, al comenzar el próximo sexenio, será inevitable que
venga una nueva ola de propuestas y reformas para reinventar la
historia. Pero mientras no se acepte que el ejercicio de un gobierno
democrático no consiste en producir reformas efectistas sino en
garantizar el ejercicio abierto, responsable y consecuente de la
autoridad, esas reformas estarán condenadas a repetir hasta el
agotamiento los errores ya cometidos por las anteriores; a saber: su
fragmentación, su desconexión de fines y su incapacidad para producir
consecuencias efectivas.
Cada partido ha tenido su propia versión efectista para inventar que
cambian todo, mientras todo permanece igual: el PAN tuvo una época
zoológica: a los “peces gordos” añadió las tepocatas, las alimañas y las
víboras prietas; los perredistas han sido más bien eclesiásticos: los
honestos y los buenos —identificados por su catecismo y su adoración al
santoral en turno— contra los malos y corruptos; mientras que el PRI ha
sido el gran campeón de las instituciones, las siglas y los aparatos
burocráticos: a cada problema nacional le corresponde un organismo, un
logotipo y un amplio grupo de funcionarios públicos habilitados para
hacer discursos que prometen futuros impecables. Pero mientras
gobernaron, para decirlo en sus propios términos, la corrupción fuimos
todos y no hubo jamás renovación moral.
Y allá vamos de nuevo: a discutir la creación de instituciones
dedicadas a lanzar hacia el futuro los problemas que nos agobian en
presente, y a justificar esas nuevas reformas y organismos bajo el santo
y seña obsesivamente repetido de la lucha frontal contra la corrupción,
pero entendida siempre como algo que se hace ex post, mediante la
persecución tardía de los corruptos, cuando éstos ya se robaron el
dinero, cuando dejaron constancia de haberlo hecho y cuando se han
agotado todas las instancias para demostrarlo; todo eso, mientras los
demás aprenden a llenar los papeles adecuados, a obtener los sellos
oportunos y a encontrar las justificaciones necesarias para seguirse
adueñando de los puestos públicos, de la orientación de las políticas y
del uso patrimonialista de los presupuestos.
La corrupción es una de las causas más poderosas de los males que
sufre este país, pero también es la consecuencia de la captura impune de
los mandos públicos. Y mientras esto no se entienda, seguirá
reproduciéndose a sí misma. Los puestos públicos no son regalos para
premiar a los amigos y colocar a los cercanos, sino espacios públicos
con tareas y responsabilidades específicas, pagados con dinero público y
evaluables en cualquier momento; las políticas públicas no son
caprichos personales ni compromisos notariados, sino respuestas
articuladas del Estado a los problemas públicos, públicamente definidos;
y los presupuestos no son pedazos de pastel burocrático para comerse
libremente, sino los medios que la sociedad le entrega a sus gobiernos
para resolver esos problemas. Por eso, la corrupción no se combate a la
“salida” de las decisiones, cuando ya todo ha sido capturado, sino a la
“entrada”: cuando se asignan puestos, se diseñan los supuestos y se
asignan presupuestos.
No es necesario esperar a que fluyan los debates para conocer la
conclusión: ha comenzado el ciclo renovado de los discursos elocuentes y
el despliegue del poder de siempre, para seguir cometiendo los mismos
despropósitos.
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