La ruptura del euro sería el equivalente de un paro
cardíaco para Europa. Y supondría también su fracaso como mercado único. Los
países acreedores, incluida Alemania, se verían muy perjudicados
Hay que lograr una unión más coherente,
más pequeña y más sólidamente diseñada y manejada
Es todavía la primera área
económica del mundo, y la más interrelacionada financieramente
Voces
respetables dentro de la corriente de opinión dominante están llegando a la
conclusión de que la Eurozona podría no ser ya sostenible. Desde este punto de
vista emergente, sería mejor para Europa separarse ahora que más adelante,
cuando los costes podrían ser mucho mayores. Pero este punto de vista va
demasiado lejos.
No
debería haber duda alguna al respecto: si la Eurozona se fragmenta, ello supone
también el fracaso de Europa como mercado único y la Unión Europea podría
también derrumbarse.
A corto
plazo, la fragmentación sería el equivalente económico y financiero de un paro
cardiaco para Europa. Los flujos transfronterizos de bienes, servicios y
capitales se verían interrumpidos debido a que la cuestión de la denominación
de las divisas desborda al cálculo normal de valoración. Unos considerables
desajustes de moneda provocarían tensiones financieras corporativas y podrían
incluso dar lugar a múltiples insolvencias. El desempleo experimentaría una
repentina escalada; y la provisión de servicios financieros básicos, desde los
bancarios a los de seguros, sufrirían una seria restricción, con una alta
probabilidad de desbandadas bancarias entre los miembros más vulnerables de la
Eurozona.
Proliferarían
los controles, ya que las economías débiles tratarían de limitar la fuga de
capital, mientras las fuertes intentarían oponerse a su entrada excesiva. En
ese proceso, se socavaría el funcionamiento mismo del mercado común que
apuntala el proyecto de integración europea. A la balcanización de los bancos,
de los mercados financieros y de los mercados de deuda pública que ya está en
marcha le seguiría la balcanización del comercio de bienes, de servicios, de
mano de obra y de capital, y un regreso al proteccionismo comercial y
financiero.
Los
países que hoy se ven azotados por varios años de gestión de la crisis tienen
—si es que los tienen— unos limitados colchones internos con los que absorber
nuevos golpes. Como consecuencia de ello, los trastornos económicos y
financieros avivarían probablemente el descontento social y la disfunción
política, socavando aún más el apoyo nacional a la integración europea.
Aunque el embate de la catástrofe lo padecerían
principalmente las economías débiles (antes periféricas), los países más fuertes
(antes centrales) también acusarían un daño sustancial.
Veamos
qué sucedería con ambos casos.
Al
regresar a sus monedas nacionales, las economías más débiles de la Eurozona
podrían recuperar el control de un mayor número de instrumentos para su política
económica. En consecuencia, dispondrían de más medios para buscar las ventajas
competitivas que son esenciales para restablecer sus dinámicas de crecimiento y
generar empleos.
Pero
hacerlo eficazmente requeriría el diestro manejo de una considerable devaluación
monetaria. De manera que tendrían que contrarrestar unas fuertes presiones
inflacionarias y unos más altos costes de las importaciones, unos canales de
transmisión bancaria y monetaria desestabilizados, y una escalada de las primas
de riesgo. Y en una Europa alterada en su conjunto se encontrarían con que las
ventajas adquiridas en materia de precios mediante la devaluación correrían el
riesgo de verse erosionadas por una demanda regional colapsada. Además, dada la
disparidad de las mismas, un retorno a gran escala de las monedas nacionales
podría fácilmente conllevar una cadena de incumplimientos de pago, junto a
algunas reestructuraciones coercitivas y una forzada conversión de las ventajas
del euro en unas nuevas monedas nacionales depreciadas.
También
son capítulos significativos para las economías más fuertes tanto el de la
demanda regional como el de los impagos. A pesar de las ventajas obtenidas por
la diversificación comercial, incluida una mayor reorientación hacia los países
emergentes, una cantidad considerable de sus exportaciones todavía se vende en
Europa. El derrumbe de este mercado se añadiría a las pérdidas debidas a las
acuciantes exigencias financieras de las economías más débiles, incapaces de
cumplir con sus deudas en euros, tanto directamente como mediante la probable
necesidad de recapitalizar las instituciones regionales. La reestructuración de
deudas, e incluso insolvencias manifiestas, afectaría a los balances de las
instituciones acreedoras, incrementando su propia deuda (ya que tendrán los
mismos activos, pero mayores pasivos) y sus costes de capital. Y la
calificación de AAA para Alemania y otros miembros centrales de la Eurozona
también se pondría en riesgo.
Luego
está el resto del mundo. Europa es todavía la primera área económica del mundo,
y la más interrelacionada financieramente. En tanto que tal, sus trastornos
serían inevitablemente transmitidos al resto del mundo. Y con Estados Unidos
todavía luchando por mantener un razonable crecimiento económico y una creación
de empleo, se materializaría una recesión global.
Todo ello
explica, naturalmente, por qué los discursos políticos han tratado
repetidamente de descartar una fragmentación de la Eurozona; es también la
razón de que líderes de otros países hayan presionado a sus homólogos europeos
para que se enfrenten a la crisis regional de un modo más decidido e integral.
Pero las palabras y la persuasión moral resultan
ser notoriamente insuficientes a la hora de detener a las fuerzas de la
fragmentación, que son el resultado de importantes defectos de diseño y han
sido alimentadas por años de respuestas políticas tácticas más que
estratégicas, consecutivas más que simultáneas, y parciales más que de
conjunto. Solo si comprenden la enormidad de los riesgos a los que se enfrentan
tendrán alguna posibilidad los líderes de Europa de superar las persistentes
tensiones internas y converger en una respuesta potencialmente capaz de cambiar
las reglas del juego.
Y solo
entonces estarán en condiciones de convencer a una ciudadanía escéptica de la
necesidad de tomar unas medidas verdaderamente sin precedentes: en primer lugar
la de reformar la Eurozona haciendo de ella una unión más coherente, es decir
más pequeña, menos imperfecta y más sólidamente diseñada y manejada; en segundo
lugar, asegurarse de que esta Europa así reformulada pueda avanzar generando
crecimiento y empleos; y en tercer lugar, el salvaguardar el más amplio
funcionamiento de la Unión Europea.
Tras
haber discutido y titubeado durante demasiado tiempo, los líderes europeos ya
no disponen de una solución nítida, relativamente gratuita y sumamente segura
de la crisis regional.
Lo que sí
tienen es algún tiempo —aunque no mucho— para intentar defender la
honorabilidad del proyecto de integración regional tomando medidas audaces
ahora, empezando por una unión económica, fiscal y bancaria, y avanzando hacia
la unión política.
Sí, el
resultado no está ni mucho menos garantizado, e inevitablemente se producirían
interrupciones inmediatas. Pero todo palidece en comparación con la catástrofe
que Europa y el mundo experimentarían si se continúa con un planteamiento que
sigue siendo tan insuficiente como precipitado.
Alemania
y los otros países centrales necesitan decidir con valentía si creen que la
Eurozona puede sobrevivir y con qué formato. Si la respuesta es que sí,
entonces la consecución de una unión menos imperfecta necesitaría acompañarse
de un masivo financiamiento oficial de la periferia, tanto fiscal como del BCE,
a fin de suavizar el doloroso ajuste causado por la austeridad, las reformas y
la devaluación interna. Si, en cambio, decidieran que ni la Eurozona es viable
tal como es ni que sea alcanzable una unión más pequeña, los costes de romperla
desordenadamente más tarde en lugar de una ruptura ahora serían mucho mayores.
Lo que no debería suceder, y es preciso que no suceda, es que la Eurozona
permanezca en su confusa mitad del camino actual.
Nicolas
Berggruen es
presidente del Council on the Future of Europe; Mohamed A. El-Erian es
presidente ejecutivo de PIMCO, compañía gestora de inversión global, y Nouriel
Roubini enseña en la Universidad de Nueva York y preside Roubini Global
Economics.
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