Jorge Zepeda Patterson / El Universal
Balaceras hay en todos lados. Lo que sólo se ve en México es la
predisposición de las corporaciones policiacas para emprenderla a tiros
unas con otras. La emboscada a la camioneta de la embajada
estadounidense por parte de la Policía Federal, el viernes pasado,
tripulada por un oficial de la Marina mexicana, es el enésimo caso en
los últimos meses. Hace ocho semanas agentes federales se enfrentaron a
balazos en el aeropuerto de la ciudad de México, ante turistas y
viajeros.
Estos incidentes alcanzaron las ocho columnas y tuvieron una amplia y
dañina repercusión internacional, en especial el del aeropuerto. Casi
cada semana hay un enfrentamiento menor entre policías municipales y
estatales; entre estatales y federales, entre militares y todas las
anteriores. Estos enfrentamientos se explican básicamente por tres
motivos:
Primero, y el más importante, la corrupción. El problema es que para
los propios cuerpos de seguridad resulta imposible saber quién trabaja
para “los buenos” y quién para “los malos”. El grado de infiltración del
crimen organizado es muy elevado entre las corporaciones y a todos los
niveles. Basta recordar la detención reciente de cuatro generales por
presuntos vínculos con el narcotráfico. En cada banda de secuestradores,
en toda red de extorsión, suele haber judiciales o ex judiciales
involucrados.
Y no se trata sólo de una batalla de policías buenos y policías
malos. La tesis más probable en el caso del aeropuerto es que se dio un
enfrentamiento entre “malos contra malos”, por así decirlo. Agentes
federales que se disputaban el botín de cocaína incautado. Con
frecuencia estos enfrentamientos son ejecuciones o emboscadas de
policías que trabajan para un cártel, por parte de policías que trabajan
para una organización rival.
La primera hipótesis sobre lo que sucedió con la camioneta negra y
blindada de la embajada es que fue confundida con el vehículo de algún
mando del narco al que se intentó liquidar. El que fuera emboscado y
baleado revela que no iban por la detención, sino por la ejecución. Esta
hipótesis se refuerza si consideramos que, ante la aparición de los
miembros de la Marina, los federales prefirieron darse a la fuga en
lugar de aclarar la naturaleza del operativo.
El segundo motivo remite a la ineficiencia. Primero disparo, luego
averiguo. La guerra contra el narco no se caracteriza precisamente por
sus dotes detectivescas. La inteligencia estuvo ausente desde el primer
momento, en su doble acepción: ni mucho sentido común, ni captación o
procesamiento de información sensible. O, dicho de otro modo, nuestros
comandantes policiacos no son precisamente Wallander o Sherlock Holmes,
su paradigma profesional está más cerca de Harry el Sucio.
Esto conduce a una segunda hipótesis para el caso que nos ocupa. Si
descartamos la corrupción (asumiendo, sin conceder) tendríamos que
concluir que se trata de un caso inaudito de torpeza, por no decirlo de
otra manera. Agentes federales que no reconocen placas diplomáticas y
que disparan a matar sin haber sido agredidos, muestran fehacientemente
la pobreza profesional de nuestras corporaciones policiacas.
Métodos que revelan claramente una estrategia de guerra que no pasa
por el respeto a los derechos humanos. Dice Ana Magaloni que “no hay en
México peor ejercicio despótico del poder que los miles de muertos
anónimos que, en la versión gubernamental, se han matado unos a otros y
que quizá por ello ya no vale la pena siquiera investigar esos crímenes
ni generar los datos estadísticos que nos permiten saber qué ha pasado o
quiénes son”. Es en ese contexto que los policías pueden disparar y
ejecutar a los ocupantes de un vehículo sospechoso. Saben que al final,
incluso si se equivocan, las víctimas pasarán a ocupar una estadística
anónima, mediante el sencillo recurso de clasificarlas como personas
vinculadas al crimen organizado. No habrá investigación. Punto.
La tercera de las hipótesis, el miedo, está asociada a la anterior,
la ineficacia. Justamente porque están infiltrados y pueden ser objeto
de una ejecución en cualquier momento, los buenos y los malos viven en
permanente zozobra, por no decir terror. Eso les hace presa fácil del
síndrome de gatillo nervioso, presto a activarse frente a cualquier
signo sospechoso.
El problema es que ahora se trata de dos agentes de la embajada y un
vehículo oficial, lo cual impide que el caso pueda archivarse como un
incidente más del crimen organizado. ¿Corrupción o simple estupidez?
¿Cuál le parece a usted más grave?
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