El colapso de la solidaridad y la transferencia de
soberanía enfrentan a la UE y sus ciudadanos
Muchos deploran la contumacia con
la que en la UE se persevera en la austeridad recesiva
Es clamorosa la conciencia de que
por el camino de la austeridad no vamos a ninguna parte, salvo al desastre
Juan F. López Aguilar / El País
La
enormidad de esta crisis obliga a reconocer que, pese a que Monnet dijera que
“Europa se hace en las crisis”, no habíamos visto hasta ahora una crisis como
esta. Cuatro años después de que la implosión en Estados Unidos de las
hipotecas subprime cruzase el charco del Atlántico para ensañarse con la
Unión Europea, una amplia opinión deplora la contumacia con que Europa
persevera en la austeridad recesiva por más que no haya funcionado. Rayana en
el suicidio, esta terapia ha empeorado la salud del paciente, y al excluir toda
concesión contracíclica al crecimiento y al empleo, ha sumido a la UE en la
peor depresión de toda su historia.
Lo cierto
es que en esta crisis se han sumado muchas crisis: financiera, económica,
social, política, de liderazgo y de legitimación del propio proyecto europeo.
La coincidencia en el diagnóstico y recetas a aplicar se acaban en la
exasperada constatación del fracaso de lo ensayado hasta hoy. Produce estupor e
ira escuchar a los patrones del manejo de la crisis que el objetivo sigue
siendo “tranquilizar” a los mercados y “recuperar su confianza”: no es posible
“calmar” a quienes ganan dinero (que es su único motivo) por vivir del
nerviosismo y por “desconfiar”.
Es
clamorosa la conciencia de que por este camino no vamos a ninguna parte, salvo
al desastre. Corregir la catastrófica hoja de ruta que está conduciendo a la UE
hacia su despeñadero exige, seguramente, cambiar la correlación de fuerzas que
avala esta trastornada agenda de prioridades con gran carga antisocial. Pero
también resolver aquellas contradicciones que explican el estancamiento de la
política europea en una neutralización diabólica de visiones incompatibles.
Debemos romper cuanto antes el nudo gordiano de tres contraposiciones que hace
tiempo que debieron disparar tres timbres de alerta roja sobre el futuro de
Europa.
Una
primera se refiere a la confrontación entre quienes creen que el euro podrá
aguantar al margen de sus defectos congénitos (y que los países con mayores
sufrimientos hagan más sacrificios o abran paso sometiéndose al pelotón de
cabeza) y quienes creen que esta crisis ha puesto de manifiesto la irreflexiva
pauta de adopción de una moneda única carente de un Banco Central que responda
y de un Tesoro común que garantice liquidez a los Estados con préstamos de
último recurso e intereses asequibles.
Una
segunda se refiere a la contraposición entre quienes imponen una ideología que
dice que quien padece problemas es culpable de sus males y se merece, por
tanto, una penitencia infinita que ponga punto final a su prolongada “fiesta”
de subsidio y sopaboba, y quienes protestan ante el colapso de la solidaridad
en la UE y se niegan a aceptar la exaltación del darwinismo al grito de
“sálvese quien pueda” y “reme cada cual por su cuenta” sin esperar piedad ni compasión
de los demás.
Pero hay
aún una tercera cuyos tintes más groseros claman al cielo hace mucho: quienes
creen que la UE puede sobrevivir en un círculo de hierro autorreferencial de
hombres de negro armados con un palo y sin ninguna zanahoria, trufado por los
burócratas del BCE y los watchdogs del FMI, y quienes, con indignación,
braman su oposición frente a la transferencia de soberanía a la que asisten, de
forma nada subrepticia, y en la que los ciudadanos han sido sobreseídos por los
llamados “mercados”.
Las tres
visiones contrapuestas parecen maximizadas, incluso hasta el paroxismo, por la
peripecia española en el manejo de esta crisis. En cuanto a la primera, los
españoles entramos en esta agonía interminable de especulación contra el euro
no solo sin ningún déficit, sino con tres años enteros de superávit de dos
dígitos y con una deuda pública casi tres veces menor que la alemana o
británica, y cuatro veces menor que la italiana o la belga. Ninguno de nuestros
sacrificios —desigualmente exigidos— nos ha otorgado el ansiado “indulto” de
“los mercados”: millones de progresistas dejaron de votar al PSOE
(contribuyendo así a la mayoría absoluta de PP), en la (fallida) esperanza de
que así, y solo así, los mismos dioses financieros que nos habían dado la espalda
nos perdonarían la vida.
Con
respecto a la segunda, la ola de los egoísmos contrarios a la cohesión
estigmatiza por barrios a las autonomías a las que se señala como insostenible
factor de demasía y despilfarro.
En cuanto
a la tercera, millones de españoles pugnan por erguir la cabeza ante esos
poderes fácticos que no responden ante nadie, pero que se han autoerigido como
un constituyente frente al que nada pueden los peatones del pueblo, ni nada
podrían siquiera los pretéritos gigantes de un constitucionalismo en proceso de
extinción, como lo fue, entre los mejores, el fallecido Peces-Barba.
La
amenaza que subyace a este tercer contraste traspasa, desde hace ya tiempo, el
límite de lo soportable. Es la que más riesgo impone al futuro de la UE y hasta
al de la democracia en los Estados miembros. La premisa en que se asienta
podría sintetizarse así: del mismo modo en que la democracia responde a la
necesidad de dar “voz” a los contribuyentes para responder del uso de los
recursos que los poderes públicos obtienen de los impuestos (no taxation
without representation), la más agresiva, hasta la fecha, de las
ofensivas sufridas deriva ahora del divorcio respecto de los ciudadanos, cada
vez más menospreciados, para maridar la política al carro de esos “mercados” a
los que se ha exaltado como un becerro de oro, puesto que de ellos se obtienen
los préstamos necesarios para no cerrar la tienda. Expuesta descarnadamente,
esta señal de alerta roja debe ser acometida, si es que no estamos dispuestos a
que, al socaire de esta crisis, el sistema democrático sufra a una
transformación a la que no sobreviva.
Afrontar
tan pavorosa pendiente de destrucción —no creativa— de los fundamentos cívicos,
políticos y sociales sobre los que se ideó la UE, nos obliga a reencontrar una
coincidencia esencial entre estos relatos contrapuestos.
Y si hay
una remarcable, en medio de tanta zozobra, confusión y malestar, esa es la que
nos dice que no hay tarea más imperiosa que la de recuperar sentido del medio
plazo: hay que extender los calendarios de imposible cumplimiento para la
estabilización de nuestras cuentas públicas; modificar el mandato del BCE para
autorizar las intervenciones masivas que se prueben necesarias en la defensa
del euro; e instituir de una vez un Tesoro capaz de emitir eurobonos,
mutualizar las que hoy son deudas soberanas y relanzar la inversión, con apoyo
del embrión proporcionado por el MEDE, los fondos de redención y la potencia de
fuego del propio BCE y del infrautilizado BEI.
Ya sé que
las manecillas del reloj corren su cuenta atrás al tiempo de los descuentos. Ya
sé que la urgencia implora por “calmar” los mercados y aplacar las turbulencias
causadas hasta la náusea por los sucesivos ataques especulativos. Pero no hay
nada que hacer si alguno en el puente de mando —una vez más: ¡atención, Consejo
Europeo, Comisión!, ¡si hay alguien ahí, que responda!— no grita “¡hasta aquí
hemos llegado!”.
Con la
misma contundencia con la que tantos ciudadanos expresan fatiga y hastío ante
esta abyecta política que ha impuesto un empobrecimiento abrupto y sin
contrapartidas a esa inmensa mayoría, las capas trabajadoras, que nada tuvieron
que ver con el origen de ninguna de las crisis que se han sumado a esta crisis.
Juan F.
López Aguilar es
presidente de la Delegación Socialista española en el Parlamento Europeo.
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