¿Alguien podrá volverse a creer
en el futuro una sola promesa formulada en la campaña electoral?
Mientras ellos se dedican a
vociferar en sede parlamentaria “¡que se jodan!”, otros, tan cargados de razón
como de ira, empiezan a reclamar en la calle “¡que se vayan!”
Manuel Cruz / El País
El
ciudadano de a pie de este país se había ido acostumbrando a una secuencia que
llevaba repitiéndose desde hace unos meses, y que bien pudiéramos denominar las
cuatro fases del desdecirse.
Primer
momento: el partido llamado a ocupar el poder negaba rotundamente en campaña
electoral la pretensión de la medida X (referida, pongamos por caso, a recortes
especialmente sensibles, como sanidad, educación, pensiones o subsidio de paro,
a la subida del IVA, a la solicitud de rescate a Europa o cualquier otra medida
de gran importancia).
Segundo
momento: ya en el Gobierno, algún miembro del Ejecutivo o un alto cargo
deslizaba la posibilidad de reconsiderar lo negado con vehemencia en campaña
electoral. De inmediato se le desmentía con el argumento de que se trataba de
“una reflexión personal en voz alta” de la persona en cuestión, sin más valor
político que ese.
Tercer momento: cuando, al cabo de no demasiado
tiempo, reaparecía el asunto a través de una oportuna filtración, pasaba a
afirmarse que el mismo “no está en este momento encima de la mesa”. La
ciudadanía barruntaba lo peor, al tiempo que empezaba a darlo por descontado.
Cuarto (y
último) momento: el asunto se ponía, esta vez sí, encima de la mesa del Consejo
de Ministros y terminaba adoptándose la medida rechazada al principio. Las
circunstancias eran otras, argüía el portavoz de turno, y no ha habido más
remedio que tomar tan dolorosas medidas.
Hasta
que, a mediados de julio, llegó el gran recorte, y pasamos directamente de la
mentira más o menos enmascarada a la desfachatez más desenvuelta. La lista de
gestos protagonizada por nuestros políticos desde entonces sería demasiado
larga para intentar siquiera resumirla aquí, aunque hay que reconocer que ha
sido el propio presidente del Gobierno el que mejor ha sintetizado la evolución
hacia una nueva actitud. De aquel “haré lo que sea, incluso lo que he dicho que
no iba a hacer” ha pasado al actualmente en vigor “hago lo que me obligan a
hacer, aunque no me gusta”.
Antes de
proseguir, dos observaciones —casi tan obvias como inapelables— no pueden dejar
de hacerse: si la primera de las dos frases señaladas cuestionaba profundamente
el sentido de la actividad política por entero (¿alguien podrá volver a creerse
en el futuro una sola promesa formulada en campaña electoral?), la segunda
convierte en absolutamente innecesarios a la totalidad de nuestros políticos,
que pasan a presentarse como los gestores de la nueva fatalidad que nos viene
de fuera. El corolario ya lo han empezado a pensar muchos ciudadanos: si las
cosas son así, bastaría con que quienes de verdad deciden enviaran a nuestro
país a sus comisionados.
Consolémonos pensando en que, por lo menos, esto ha
convertido en obsoleto uno de los argumentos favoritos de Rajoy, a saber, el de
que tanto los recortes que imponía como cualesquiera otras iniciativas que iba
promoviendo eran de “sentido común” (incluso, por cierto, cuando entraban en
contradicción con las que él mismo había propuesto el día anterior, que también
habían sido defendidas apelando al “sentido común”). Está claro que el
presidente ya no se puede seguir atribuyendo el poder omnímodo de fundar, de
instituir, el sentido común, convencimiento al que tal vez se debía que
encontrara por completo innecesario proporcionar explicaciones y efectuar
comparecencias públicas. Es de suponer que si ahora no comparte las medidas que
se ve obligado a aplicar, será porque no las considerará “de sentido común”
(aunque la pregunta que se desprende de esta última consideración es, si cabe,
más inquietante que las anteriores: ¿qué hace entonces este hombre aplicando
medidas que juzga, de acuerdo con su propio razonamiento, como insensatas?).
Señalado
esto, valdrá la pena destacar algunos matices específicos de la situación que
nos está tocando vivir. Un primer matiz, en el que quizá no valga la pena
detenerse demasiado a estas alturas, es el de la generalización del tópico de
la responsabilidad compartida (ya saben: ¿quién, en épocas de presunta
opulencia, no se permitió algún exceso que ahora no nos queda más remedio que
pagar?). En cualquier caso, el viejo tópico según el cual “todos somos
responsables”, aplicado a nuestras actuales circunstancias, además de
desdibujar la responsabilidad de los más poderosos, contribuye a generar
insolidaridad entre los desfavorecidos, que tienden a achacar la culpa de su
situación a esos otros iguales —tan desfavorecidos como ellos— que “vivieron
por encima de sus posibilidades” o se endeudaron más de lo debido.
Otro
matiz específico de nuestro presente, aunque directamente conectado con el
anterior, es el de la invisibilización de los auténticos responsables del caos
actual o, si se me permite formularlo con una cierta verticalidad, la
separación, en el imaginario colectivo, de los antaño denominados ricos y ese
nuevo agente económico constituido por los mercados. Estos últimos son líquidos,
anónimos, inidentificables y, por tanto, en esa misma medida irresponsables.
Por añadidura, en la medida en que los mercados en cuestión acostumbran a ser
ubicados imaginariamente en un fantasmagórico “exterior”, fácilmente pueden
quedar identificados con alguna variante de enemigo exterior y, en la misma
medida, servir para una artificiosa cohesión interna que ponga a los políticos
a salvo de la crítica.
Por su
parte, los ricos, aunque de un tiempo a esta parte prefieren no dejarse ver
demasiado, han sido también en gran medida liberados de casi toda exigencia de
responsabilidad por la irrupción de ese nuevo sujeto anónimo. Sin demasiada
explicación, se ha ido difundiendo la imagen de que han obtenido su riqueza
merced a una lógica (herencia, brumosas cualidades como emprendedores, etc.)
distinta a la de los mercados, pero que, en todo caso, da lugar a análogo
resultado, que no es otro que el de convertir a los adinerados en tan poco
responsables como a aquéllos.
La
generalización de ambos convencimientos está contribuyendo a ocultar la
realidad alarmante de que nuestros actuales gobernantes, no solo tenían una
agenda oculta, que se cuidaron muy mucho de mostrar para acceder al poder, sino
que disponen de una hoja de ruta que señala a dónde quieren ir a parar, hoja de
ruta que esconden con el efectista argumento de las urgencias del momento, pero
que está comprometiendo severísimamente el futuro de las próximas generaciones
con decisiones de largo alcance. No la mostrarán ni que les aspen, pero habría
que recordar, como mejor argumento para no cejar en la exigencia, que la medida
de la rebeldía la proporciona la dimensión de aquello contra lo que uno se rebela.
Concédanme, se lo ruego, el exabrupto final: mientras ellos se dedican a
vociferar en sede parlamentaria “¡que se jodan!”, otros, tan cargados de razón
como de ira, empiezan a reclamar en la calle “¡que se vayan!”
Manuel
Cruz es
catedrático de Filosofía en la Universidad de Barcelona y premio Jovellanos de
Ensayo 2012 por el libro Adiós, historia, adiós.
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