sábado, 16 de junio de 2012

ESTADO DE DERECHO, AUSENTE EN EL DEBATE


Guillermo Knochenhauer / El Financiero
Lo más probable es que el segundo debate entre los candidatos presidenciales no altere las preferencias del electorado. Aunque los cuatro aspirantes adelantaron propuestas, ninguno ofreció un orden articulado de prioridades.
Los cuatro se dedicaron a sus propósitos mediáticos: Enrique Peña Nieto a no cometer errores; Andrés Manuel López Obrador a desvirtuar su imagen de rijoso; Josefina Vázquez Mota a atacar para tratar de aminorar su desventaja electoral, y Gabriel Quadri a presentar propuestas "ciudadanas" como si él no sirviera a intereses políticos.
En este debate hubo más propuestas que en el primero, pero ninguno de los candidatos tuvo capacidad de articular temas cruciales. Uno de ellos es el deterioro del Estado de derecho. ¿Cómo hablar de crecimiento económico y de desarrollo sin tomar en cuenta el descrédito de las instituciones, particularmente las del sistema judicial, como causa relevante de la falta de inversiones para crecer?
Las empresas -nacionales y extranjeras- analizan el Estado de derecho antes de invertir. El World Economic Forum, institución que ha construido indicadores para medir el clima de negocios en 139 países, coloca a la administración de la justicia en México y sus componentes, cien o más posiciones abajo del primer lugar.
El deterioro nacional en esa materia lo vivimos todos en casi cualquier ámbito de la vida pública, conscientes de la debilidad de las leyes y de las garantías de seguridad ciudadana, de libertad y, a fin de cuentas, de convivencia en paz. Crecientes grupos, sobre todo de jóvenes, optan por sobrevivir al margen y en contra de las leyes.
Restablecer la justicia a cargo del Estado de derecho es uno de los mayores desafíos, por ser determinante de otros, del próximo gobierno. No obstante, ninguno de los candidatos ha hecho un planteamiento al respecto, ni de su articulación a problemas tan extendidos como el de la corrupción.
México también tiene pésima calificación internacional por lo extenso de la corrupción y en lo que toca a la ineficacia burocrática. Al respecto, Andrés Manuel López Obrador ha hecho un compromiso mayor del combate a la corrupción y Enrique Peña Nieto de la eficacia del gobierno.
López Obrador ofrece que le quitará 300 mil millones de pesos anuales a sueldos y prestaciones de los altos mandos de todo el Poder Ejecutivo y sus dependencias, y otros 300 mil millones de pesos a los precios alzados y demás cochupos burocráticos. Ese dinero lo usaría como parte del capital semilla para animar las inversiones privadas y sociales en actividades productivas.
Bien, pero el combate a la corrupción necesita, además de un compromiso moral y buena fe (en Dios y en el pueblo), instituciones eficaces; tendría que contar con un sistema jurídico medianamente confiable, dotado de normas actualizadas y autoridades respetables que las apliquen. Lo primero es que policías y jueces recuperaran un mínimo indispensable de confiabilidad, y eso no se lograría de la noche a la mañana.
¿Cómo haría López Obrador para cumplir su promesa, genuina según mi percepción, de inaugurar una era de reconciliación y de unidad, que permita formular un nuevo contrato social en que lo justo no sea lo que responda sólo a intereses de los poderosos y que restablezca las garantías perdidas en seguridad, tranquilidad y civilidad?

La propuesta de Peña Nieto para elevar la eficacia del gobierno como promotor de inversiones y crecimiento productivo, es que el Ejecutivo tenga el apoyo del Congreso, y si es incondicional, mucho mejor.
Para conseguir el mando del Ejecutivo sobre el Congreso, siendo gobernador del Estado de México y teniendo de su lado a la bancada del PRI en la Cámara de Diputados, Peña Nieto insistió en restablecer la cláusula de gobernabilidad (asignarle al partido con mayor votación los diputados plurinominales que le faltaran para tener mayoría absoluta). A ello se opusieron los propios priistas, pero del Senado, coordinados por Manlio Fabio Beltrones. De ahí lo ramplón de la reforma política.
De ganar, Peña Nieto insistiría en acabar con el gobierno dividido y en restablecer la supremacía del Poder Ejecutivo sobre el Legislativo y el Judicial.
Restablecer la hegemonía del Poder Ejecutivo puede generar la ilusión pasajera de orden, pero no implica la voluntad de abatir la corrupción y los rezagos y lastres del país ante los mexicanos y el resto del mundo.

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