Idea peligrosa: la gestión de la crisis es tan
compleja que hay que dársela a expertos
En el rescate de la banca y en el plan de
crecimiento de la UE hay dudas por despejar
Se debe determinar aún la
financiación, el reparto y el calendario de las medidas de estímulo
Las políticas de ajuste generan
un divorcio cada vez mayor entre los ciudadanos y los políticos
Joaquín Estefanía Madrid
En una
semana han pasado todas las cumbres de mandatarios programadas (G-20, Río+20,
Roma, Ecofín,…) menos la del Consejo Europeo de los próximos jueves y viernes,
tan importante para el futuro de la UE, el eslabón más débil de la recuperación
económica. Para hacer el balance definitivo de estos días será mejor conocer el
vector dominante de las decisiones tomadas y contar con un poco de perspectiva
para ver qué parte de lo predicado se pone en práctica y si han sido o no otra
oportunidad perdida.
En lo que
se refiere a Europa parece haberse hecho hueco un cierto clima intelectual y
económico más equilibrado que el existente. En primer lugar, la vehemencia en
la defensa del euro y del proyecto europeo de los cuatro jefes de Gobierno
reunidos en Roma (Merkel, Hollande, Monti y Rajoy) ha sido más contundente. En
el camino hacia una unión política a largo plazo se ha colado con fuerza una
etapa de la que no se hablaba hasta hace poco: la unión bancaria, que se añade
a la convergencia fiscal y a la unión económica como hitos intermedios de esa
hoja de ruta. Como escribe Louis D. Brandeis, que fue juez del Tribunal Supremo
de EEUU, los recursos de los bancos no son, en su mayor parte, ni propiedad de
sus accionistas ni de sus administradores, y el grado de dependencia del
conjunto de la economía de las entidades financieras es de tal envergadura que
la banca “debería ser tipificada como uno de los negocios afectos al interés
público” (El dinero de los demás, editorial Ariel).
La UE también parece haberse movido hacia una
mezcla de ortodoxia económica con estímulos suaves, de austeridad y
keynesianismo controlado, secundaria hasta la llegada de Hollande a la
presidencia francesa. El Consejo Europeo deberá determinar el programa de
actuación, el calendario, las fórmulas de financiación y el reparto de ese 1%
del PIB (130.000 millones de euros) que se utilizará en políticas de
crecimiento y creación de empleo, más allá de las buenas intenciones. Y si ello
es suficiente para arrancar a la zona del estancamiento o de un crecimiento muy
por debajo de su potencial.
Respecto
a España, también persisten muchas incógnitas después de tanta reunión. Son los
detalles que no se han dignado en especificar ninguna de las dos partes: ni los
acreedores ni el deudor. Entre otros, cuánto dinero se demandará, el tipo de
interés (entre el 3% y el 4% citados hay un 25% de diferencia en el precio de
ese dinero) y las condiciones del préstamo (años de amortización y periodo de
carencia); a qué fondo de salvación se acudirá, lo que determinará la
prevalencia del pago; a qué bancos se aplicará la recapitalización y si ésta
será con inyecciones de capital directas o a base de bonos contingentes convertibles;
o si definitivamente habrá una vinculación directa entre deuda bancaria y deuda
soberana (tesis de Merkel, combatida por las autoridades españoles y
cuestionada por la directora del FMI). Y sobre todo, si a la condicionalidad
bancaria se le añadirá una condicionalidad macroeconómica y serán de obligado
cumplimiento para los ciudadanos españoles las recomendaciones de la Comisión:
subida del Impuesto del Valor Añadido (IVA), eliminación de la deducción fiscal
por compra de vivienda, más años de trabajo para jubilarse, reducción del
seguro de desempleo y del monto de la pensión pública, etcétera.
Despejar estas dudas y contradicciones es
determinante: la obligatoriedad de aplicar políticas de ajuste cada vez más
profundas a espaldas del sentir de los ciudadanos de un país genera un divorcio
cada vez mayor entre ellos y sus representantes políticos. Como desarrolla el
politólogo José Fernández-Albertos (Democracia intervenida, editorial Catarata
y Fundación Alternativas) se está extendiendo en algunas capas una idea fuerza
muy peligrosa para la naturaleza de la propia democracia: bajo determinadas
condiciones es sensato aislar a los políticos de las demandas de los ciudadanos
expresadas en las urnas, y puede ser socialmente óptimo restringir el margen de
maniobra de los decisores políticos democráticos. La gestión de las economías
modernas es tan compleja que es mejor dejarla en manos de los expertos. Ello ya
ha sido defendido en varios artículos de prensa en España. Escritos
precisamente por algunos de esos expertos.
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