La brutalidad de la crisis ha hecho mella en todos
los Gobiernos que se han enfrentado a ella. Zapatero llegó a aguantar incluso
negando largo tiempo su existencia. Los mensajes de Rajoy no han resistido ni
unas horas
Ignacio Sotelo / El País
A
Zapatero le costó caro negar la crisis —solo una pequeña, y seguro que breve,
desactivación— llegando a calificar al sistema financiero español, acometida ya
con éxito la reforma bancaria, como uno de los más sólidos del mundo. El mayor
precio, sin embargo, lo pagamos los españoles, al no haber tomado a tiempo las
medidas pertinentes.
A pesar
de que en las elecciones de marzo del 2008 la oposición hubiese basado su
campaña en mostrar que el presidente mentía, tanto al negar la crisis
—¿recuerdan el duelo televisivo entre Solbes y Pizarro?— como en que no se
estuviese negociando con ETA, el PSOE aumentó sus escaños. Y siguió negando,
aunque cada vez con menor ímpetu, hasta que la crisis le explotó en las manos.
¿Cómo se
explica que cuando ya había estallado la burbuja inmobiliaria Zapatero negase
con tal convicción la evidencia, y sobre todo que, a juzgar por los resultados
electorales y las encuestas posteriores, una buena parte de la población le
creyera?
Descarto
la explicación más común de dar por supuesto un cinismo sin escrúpulos en los
políticos y la estupidez más roma en la gente. Más verosímil me parece que la
clase política y la población en general compartiesen la opinión entonces
dominante de que dejar a los agentes económicos, y en particular a los
financieros, moverse sin cortapisas ni obstáculos, aportaba crecimiento y
bienestar para todos.
Que la economía
capitalista es la única racional y operativa es un dogma indiscutible; de ahí
que haya que tomar muy en cuenta lo que digan los economistas, la nueva casta
sacerdotal que sabe cómo la mayor parte de la población llegue a disfrutar de
un nivel de vida cada vez más alto, creando los puestos de trabajo que
reemplacen a los que destruyen el avance tecnológico y la competencia global.
El que se
salga de la corriente principal y se atreva a proponer políticas alternativas
se autoexcluye de la clase política mayoritaria. No faltaron avisos de lo que
se nos venía encima, pero provenían de personas sin acceso a las zonas cercanas
al poder y, en consecuencia, pasaron inadvertidos. También el científico social
que desentone de las ideas dominantes tiene altas probabilidades de quedar al
margen de la comunidad científica, sin alcanzar las posiciones académicas que
respalden las opiniones que manifieste.
Desde los
tiempos de Reagan y Thatcher, se impone cada vez con mayor fuerza la idea de
que, si los mercados actúan sin cortapisas ni controles estatales, la economía
crece a un buen ritmo. Un economista, Alan Greenspan, a la cabeza de la Reserva
Federal, durante 18 años, de 1987 al 2006, bajo cuatro presidentes, tres
republicanos y uno demócrata, marca la política financiera, eliminando al
máximo los controles y manteniendo intereses bajos. Esto trajo consigo una
rapidísima expansión del sector financiero que además de proporcionar enormes
ganancias a una elite, aprovecha también a los de abajo que, aunque cada vez
más endeudados con hipotecas y créditos, pueden disfrutar de un mayor consumo.
Aunque en
teoría se sepa que un día estallará, en los momentos de expansión que preceden
a la crisis nadie quiere descabalgarse antes de tiempo, perdiendo la
oportunidad de seguir ganando dinero. Mientras los beneficios sean altos, el
capital fluye, porque, aunque se perciban los síntomas de la crisis, cada cual
espera que resistirá al crack, ampliando las ganancias.
Además,
en tiempos de las vacas gordas, al atribuirse el origen del bienestar, los
gobiernos ganan elecciones, y la gente tolera la corrupción de los de arriba,
porque los de abajo se amañan también para sacar partido. De la economía
sumergida se benefician los empresarios que no podrían subsistir respetando las
leyes, pero también los trabajadores, que con todos sus inconvenientes, es
mejor que el paro.
¿Alguien
cree que en tal coyuntura —piénsese en el dinero que reparte el boom
inmobiliario hasta el 2008— puede haber un Gobierno, no importa si del PP, o
del PSOE, que se atreva a cuestionar las bondades del capitalismo financiero, y
cumplir con la obligación legal de controlar un proceso que está dando tan
magníficos resultados? ¿Cómo no seguir los consejos de los economistas más
prestigiosos que por activa y por pasiva remachan que la fuente de la
abundancia es un mercado que actúe sin cortapisas?
Pues sí,
hay un ilustre economista que en estas mismas páginas ha echado la culpa del
desastre, no a las gentes de su gremio que ensalzaron la libertad de los
mercados como la última expresión de la racionalidad económica, ni a los que se
aprovecharon de esta bacanal para ganar dinero en grandes cantidades; la culpa
es de los políticos que convencidos, los pobres, de que cualquier intervención
podría atenuar, incluso paralizar proceso tan exitoso, no cumplieron con la
obligación legal de vigilar los mercados. Y lo más grave es que, si hoy se
exigiese tímidamente un mínimo control, comprobaríamos que, globalizados los
mercados financieros, ni siquiera la Unión Europea estaría en condiciones de
hacerlo.
No se
trata de librar a los políticos de la parte de responsabilidad que sin duda les
corresponde, sino de no exculpar a los agentes sociales —financieros y
profesionales— de sus graves fallos y falsedades, justificando así que se vayan
de rositas, sin pagar el menor precio por sus acciones y opiniones, dispuestos
a continuar por una senda que en los buenos tiempos les permite acumular
enormes ganancias, y en los de crisis descargar las deudas sobre la mayor parte
de la población, aprovechando además la crisis para seguir ganando dinero.
El
domingo 10 de junio, en una entrevista televisada en directo, el presidente
Rajoy, con el aspecto desolado de anunciar la muerte de un ser querido,
comunica a los españoles el gran éxito personal de haber evitado el rescate de
la economía española, gracias a haber negociado, a iniciativa propia, “una
línea de crédito” para la banca española de 100.000 millones de euros. Insiste
repetidamente en que el apoyo es a los bancos, entidades privadas que pagarán
los intereses pertinentes, sin que esto afecte a la deuda soberana, ni a los
españoles les vaya a costar un céntimo.
Sean los
que fueren los recovecos por los que ha pasado la comunicación televisiva del
presidente, ahora me importa tan solo poner énfasis en el cambio que se ha
producido en la percepción social de las manifestaciones presidenciales.
Zapatero ganó las elecciones del 2008 y resistió largo tiempo negando la
crisis, porque, perdone el lector mi ingenuidad, creyó demasiado tiempo en lo
que le decían economistas y banqueros.
En
cambio, cuando la crisis nos agarrota por todos los costados, las
manifestaciones de Rajoy no han aguantado ni unas horas. Después de fuertes
presiones de Bruselas, nada de una iniciativa personal, España se ha visto
obligada a solicitar una ayuda que, en vez de disipar el riesgo de un rescate,
lo aumentó considerablemente, como de inmediato puso de manifiesto la reacción
de los mercados.
Cuando
las cosas no van tan mal la mayoría propende a creer en las ideas dominantes
que legitiman el orden establecido. Cuando la tormenta arrecia, el discurso
oficial se queda sin fuerza y cada vez son más los que cuestionan el orden
socioeconómico establecido. No es casual que sea entonces cuando las
instituciones, que siguen comportándose como lo hicieron en tiempos de bonanza,
de repente se descubran desnudas: la Monarquía se resiente de la maldita
cacería y de los negocios de Undargarin; el Consejo del Poder Judicial llega a
sus mínimos por el comportamiento de su presidente y sobre todo por el de los
consejeros que le cubren; el Parlamento desaparece, aplastado por la mayoría
del PP que impide cualquier debate.
Esta
situación prevalecerá en los próximos meses, tal vez años: una protesta social
en constante aumento —la reacción violenta de los mineros asturianoleoneses es
un primer anticipo— al que responderá el Estado con mayor represión, y que
traerá consigo una polarización hacia los extremos.
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