Salvador García Soto / 24 Horas El Diario sin Límites
Cuando el presidente Felipe Calderón le pide al próximo gobierno, casi en tono de exigencia, que continúe con su misma política de combate al crimen “para que no se pierda todo lo logrado”, no queda claro qué le sugiere a quien resulte su sucesor. ¿Le pide que replique la estrategia de golpear sin ton ni son a los bien armados grupos criminales, para seguir la violencia en que han vivido durante su mandato varios estados? ¿Le pide seguir las mismas tácticas de fuerza que hicieron a un lado la inteligencia financiera y del lavado de dinero para centrarse sólo en el enfrentamiento armado que incrementó el nivel de violencia?
O se
refiere sólo a la decisión de seguir combatiendo al narcotráfico y al crimen,
algo que por lo demás es una obligación constitucional de quien gobierne.
Porque lo más rescatable de la política calderonista contra las drogas es quizá
esa decisión, y el valor que tuvo para decidir enfrentar el problema, pero no
es para nada recomendable que se siga la misma ruta que tomó Calderón, que se lanzó
a desatar una guerra, literalmente, sin conocer a fondo a su enemigo y sin
saber siquiera cómo estaban las Fuerzas Armadas del Estado para lanzarse a esa
ofensiva.
Es cierto
que, en el camino, el Presidente hizo de la guerra contra el narcotráfico su
bandera casi única y que, lo que empezó como una urgencia de legitimidad en el
origen de su mandato, se volvió después política prioritaria de su gobierno,
una misión con colaboracionismo extranjero y casi una obsesión personal para
Felipe Calderón, y a partir de ahí se aumentaron presupuestos al Ejército y las
Fuerzas Armadas y se les empezó a dotar de mejores armamentos y salarios para
sus tropas.
Pero en
el origen de la guerra que hoy pide continuar a quien lo suceda, Calderón se
precipitó al grado de que, en los altos círculos castrenses, se habla de la
existencia de un informe del Ejército, firmado por el general secretario, en el
que se le explica al Presidente, ante su primera petición de que los militares
salieran a las calles a combatir delincuentes, que no había ni la capacidad, ni
el armamento, ni la capacitación necesaria para involucrar a soldados y
oficiales en una lucha como la que ordenaba el comandante supremo. Pero aun
así, el Presidente tomó su decisión y dio la orden con las consecuencias que
todos conocemos.
¿Algo así
es lo que le pide al nuevo gobierno? O lo que plantea es que no se
cuestionen los “errores” y “daños colaterales” cometidos en esta cruenta
guerra que ha dejado al país ya más de 70 mil muertos. Eso parece subyacer en
el fondo del discurso presidencial que pretender dictar una política
transexenal que evite la revisión de lo que se ha hecho hasta ahora. Porque al
pedir que “no se pierda lo que se ha logrado”, tampoco queda claro que es lo
que se puede rescatar; el saldo final de la guerra del sexenio calderonista aún
está por conocerse.
Si se
mide en los términos oficiales, hablarán de “logros” por la captura de 32 de 37
peligrosos capos o de la extradición de 95 narcos a Estados Unidos; pero si se
mide en términos de la droga que se sigue produciendo y transitando por el
país, a pesar de golpes y decomisos, o de la violencia que generan los grupos
del narcotráfico en regiones enteras, entonces lo logrado es totalmente
debatible.
Sobre
todo, porque el Presidente hizo la petición un día después de la escandalosa
balacera en el aeropuerto de la Ciudad de México, donde murieron abatidos a
tiros tres integrantes de la Policía Federal. Los primeros indicios hablan de
una posible red de infiltración en el cuerpo policiaco que ha sido el modelo de
la guerra calderonista contra el narco, y exhibe lo que siempre se ha sabido:
que el aeropuerto capitalino es uno de los mayores lugares de tráfico de drogas
en México, extrañamente poco tocado en esta guerra, y que ahí operan cárteles
con nombre y apellido como el del Pacífico de Joaquín El Chapo
Guzmán. ¿Eso también lo debe continuar el próximo gobierno?
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