Mauricio Merino / El Universal |
Si alguien cree que el 1 de julio terminará esta competencia
desenfrenada por el poder, verá pronto que se equivoca, porque desde el
domingo la contienda continuará intacta. Las campañas habrán terminado y
las elecciones se habrán celebrado; es probable, incluso, que haya un
ganador oficial —si la diferencia entre el primero y el segundo lugar lo
permite— y habrá discursos que serán recordados por siempre. Pero las
dudas sembradas, los abusos de los partidos, las verdades a medias, y el
encono social derivado de esta contienda seguirán vivos.
No hay ningún resultado, ninguna combinación y ningún escenario capaz
de evitar la trifulca siguiente, porque la gran mayoría sigue creyendo
que vivimos en una democracia de turnos y sigue pensando —animada por la
forma en que esta nueva campaña se ha presentado en los medios— que
quien gane la Presidencia ganará todo el poder. Como si no estuviéramos
eligiendo al titular del Ejecutivo entre otros ocho mil puestos
públicos, sino al monarca absoluto del reino, y como si éste, tras
investirse con la corona del mando, estuviera obligado a excluir a todos
sus adversarios sin contrapesos ni restricciones.
Como es evidente, desconfío de la clase política mexicana. Los
dirigentes de los partidos políticos y sus candidatos han sido los
principales beneficiarios del cambio de régimen, pero hasta ahora no han
sabido honrar a la democracia. Por encima de los discursos más o menos
beligerantes (o más o menos amables) con la actuación de las autoridades
electorales, la conducta sistemática de los dirigentes políticos ha
sido la deslealtad institucional: desde la más deliberada construcción
de desconfianza hacia el IFE y el Trife, hasta el abuso estratégico de
los medios legales para golpear a los adversarios —a sabiendas de que
las autoridades se verán rebasadas— pasando por la vulneración táctica
de las reglas del juego en el uso de los dineros, en la intervención de
los gobiernos locales, en la construcción de clientelas con presupuestos
públicos y en la oscuridad de las campañas locales.
Todos los partidos políticos han puesto su parte para convertir a los
procesos electorales en una guerra entre enemigos irreconciliables, en
vez de buscar la consolidación de la democracia, como un régimen capaz
de procesar los conflictos de manera civilizada, construyendo
equilibrios políticos productivos entre visiones distintas. Y mucho me
temo que, tras esa deslealtad sistemática hacia los principios del
régimen democrático, lo que vendrá luego del 1 de julio no será sino la
reiteración de la desconfianza, del antagonismo y de la lógica de
exclusión que inundó sus campañas. En esas condiciones, no habrá
posibilidad alguna de celebrar los resultados electorales del domingo
siguiente como la expresión libre y consciente de los ciudadanos. Más
bien, habremos de contener la respiración hasta conocer de qué magnitud
será el conflicto siguiente.
Si gana Peña Nieto, será inevitable que los partidarios de Andrés
Manuel declaren el fraude que ya anticipan; si gana AMLO, serán los
seguidores del PRI, quienes ya sienten la victoria en la bolsa, quienes
se opongan al veredicto con todos los medios que tienen a mano —seguidos
de un largo etcétera—; si gana Josefina Vázquez Mota, será imposible
evitar la sospecha sobre la intervención del gobierno de Calderón en los
resultados. Cualquiera que sea el desenlace, lo que se ha configurado
para este domingo no es el final de un proceso destinado a elegir
representantes políticos y redistribuir el poder por un periodo de
tiempo, en armonía y con madurez, sino el principio anunciado de un
nuevo conflicto de largo plazo.
Ningún régimen democrático puede resistir, infinitamente, la
deslealtad sistemática de los partidos políticos que lo integran. Si
algo bueno habría de traer el 1 de julio habría de ser la conciencia
sobre la necesidad urgente de abrir el régimen de partidos que hoy
tenemos, para darle una nueva oportunidad a los ciudadanos.
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