- · Estados Unidos ya no puede considerarse la tierra de oportunidades que alguna vez fue
- · Parte de la riqueza de los financieros proviene de la explotación de los pobres por medio de préstamos predatorios y prácticas abusivas con el uso de tarjetas de crédito
- · Los estadounidenses se encuentran peor (con menos ingresos reales ajustados por la inflación) que una década y media atrás, en 1997
- · La desigualdad en EE UU está corroyendo sus valores y su identidad
Joseph E. Stiglitz / El País
A los
estadounidenses les gusta pensar en su país como una tierra de oportunidades,
opinión que otros en buena medida comparten. Pero aunque es fácil pensar
ejemplos de estadounidenses que subieron a la cima por sus propios medios, lo
que en verdad cuenta son las estadísticas: ¿hasta qué punto las oportunidades
que tendrá una persona a lo largo de su vida dependen de los ingresos y la
educación de sus padres?
En la
actualidad, estas cifras muestran que el sueño americano es un mito. Hoy hay
menos igualdad de oportunidades en Estados Unidos que en Europa (y de hecho,
menos que en cualquier país industrial avanzado del que tengamos datos). Esta
es una de las razones por las que EE UU tiene el nivel de desigualdad más alto
de cualquiera de los países avanzados. Y la distancia que lo separa de los
demás no deja de crecer. Durante la "recuperación" de 2009 y 2010, el
1% de los estadounidenses con mayores ingresos se quedó con el 93% del aumento
de la renta. Otros indicadores de desigualdad (como la riqueza, la salud y la
expectativa de vida) son tan malos o incluso peores. Hay una clara tendencia a
la concentración de ingresos y riqueza en la cima, al vaciamiento de las capas
medias y a un aumento de la pobreza en el fondo.
Sería
distinto si los altos ingresos de los que están arriba se debieran a que
contribuyeron más a la sociedad. Pero la Gran Recesión demostró que no es así:
hasta los banqueros que dejaron la economía mundial y sus propias empresas al
borde de la ruina recibieron jugosas bonificaciones.
Si examinamos más de cerca la cima de la pirámide,
encontraremos allí sobreabundancia de buscadores de rentas: hay quienes
obtuvieron su riqueza ejerciendo el monopolio del poder; otros son directores
ejecutivos que aprovecharon deficiencias de las estructuras de gobierno
corporativas para quedarse con una cuota excesiva de la ganancia de las
empresas, y hay todavía otros que usaron sus conexiones políticas para sacar
partido de la generosidad del Estado, ya sea cobrándole demasiado por lo que
compra (medicamentos) o pagándole demasiado poco por lo que vende (permisos
para explotación de minerales).
Asimismo,
parte de la riqueza de los financieros proviene de la explotación de los pobres
por medio de préstamos predatorios y prácticas abusivas con el uso de tarjetas
de crédito. En estos casos, los que están arriba se enriquecen directamente de
los bolsillos de los que están abajo.
Tal vez
no sería tan malo si hubiera aunque sea un grano de verdad en la teoría del
derrame: la peculiar idea de que enriquecer a los de arriba redunda en
beneficio de todos. Pero hoy la mayoría de los estadounidenses se encuentran
peor (con menos ingresos reales ajustados por la inflación) que una década y
media atrás, en 1997. Todos los beneficios del crecimiento fluyeron hacia la
cima.
Los
defensores de la desigualdad estadounidense argumentan que los pobres y los que
están en el medio no tienen por qué quejarse: puede ser que la porción de torta
con la que se están quedando sea menor que antes, pero gracias a los aportes de
los ricos y superricos, la torta está creciendo tanto que en realidad el tamaño
de la tajada es mayor. Pero una vez más los datos contradicen de plano este
supuesto. De hecho, EE UU creció mucho más rápido durante las décadas que
siguieron a la II Guerra Mundial, cuando el crecimiento era conjunto, que
después de 1980, cuando comenzó a ser divergente.
Esto no
debería sorprender a quien comprenda cuál es el origen de la desigualdad. La
búsqueda de rentas distorsiona la economía. Por supuesto que las fuerzas del
mercado también influyen, pero los mercados dependen de la política, y en EE
UU, con su sistema cuasicorrupto de financiación de campañas y el ir y venir de
personas que un día ocupan un cargo público y al otro están en una empresa
privada, y viceversa, la política depende del dinero.
Por
ejemplo, cuando la legislación de quiebra privilegia los derivados financieros
por encima de todo, pero no permite la extinción de las deudas estudiantiles
(por más deficiente que haya sido la educación recibida por los deudores), es
una legislación que enriquece a los banqueros y empobrece a muchos de los que
están abajo. Y en un país donde el dinero puede más que la democracia, no es de
extrañar la frecuencia con que se aprueban esas leyes.
Pero el
aumento de la desigualdad no es inevitable. Hay economías de mercado a las que
les está yendo mejor, tanto en términos de crecimiento del PIB como de
elevación de los niveles de vida de la mayoría de sus ciudadanos. Algunas
incluso están reduciendo las desigualdades.
Estados
Unidos paga un alto precio por seguir yendo en la otra dirección. La
desigualdad reduce el crecimiento y la eficiencia. La falta de oportunidades
implica que el activo más valioso con que cuenta la economía (su gente) no se
emplea a pleno. Muchos de los que están en el fondo, o incluso en el medio, no
pueden concretar todo su potencial, porque los ricos, que necesitan pocos
servicios públicos y temen que un Gobierno fuerte redistribuya los ingresos,
usan su influencia política para reducir impuestos y recortar el gasto público.
Esto lleva a una subinversión en infraestructura, educación y tecnología, que
frena los motores del crecimiento.
La Gran
Recesión agravó la desigualdad, provocando recortes en gastos sociales básicos
y un alto nivel de desempleo que presiona sobre los salarios a la baja. Por
añadidura, tanto la Comisión de Expertos de Naciones Unidas sobre las reformas
del sistema monetario y financiero internacional, que investiga las causas de
la Gran Recesión, como el Fondo Monetario han advertido que la desigualdad
conduce a inestabilidad económica.
Pero, lo
que es más importante, la desigualdad en EE UU está corroyendo sus valores y su
identidad. Cuando llega a semejantes extremos, no es sorprendente que sus
efectos se manifiesten en todas las decisiones públicas, desde la política
monetaria hasta la asignación del presupuesto. Estados Unidos se ha convertido
en un país que en vez de “justicia para todos” ofrece favoritismo para los
ricos y justicia para los que puedan pagársela: esto quedó demostrado durante
la crisis de las ejecuciones hipotecarias, cuando los grandes bancos creyeron
que, además de demasiado grandes para quebrar, eran demasiado grandes para
hacerse responsables. Estados Unidos ya no puede considerarse la tierra de
oportunidades que alguna vez fue. Pero no tenemos por qué resignarnos a esto:
todavía no es demasiado tarde para restaurar el sueño americano.
Joseph E.
Stiglitz, premio Nobel, es profesor de Economía en la Universidad de Columbia.
Su último libro es El precio de la desigualdad: cómo la división actual de la
sociedad pone en riesgo nuestro futuro.
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