David Ibarra / El Universal
Pese al descuido manifiesto de las políticas públicas con respecto a la agricultura y a los campesinos, en el primer decenio del siglo XXI el producto agropecuario creció (2% anual) más que el del conjunto de la economía (1.7%). Los datos se infieren del excelente trabajo de la Cepal: “Las tendencias alimentarias 2000-2009 en la subregión norte de América Latina”.
Es de llamar la atención tal hecho, por cuanto el gasto gubernamental vertido a la agricultura registra tendencias descendentes y no pasa de 3% del presupuesto federal, y, además, los préstamos agropecuarios, en proporción al escasísimo crédito total a la producción otorgado por la banca comercial y la de desarrollo, bajó de 3.7% a 1.3% a lo largo de esa década, sumándose a la sustitución de la banca agrícola por una agencia financiera de funciones y recursos muy limitados. A mayor abundamiento, entre 2000 y 2008 la inversión bruta agropecuaria, bajó de 1.5% a 0.6% de la formación bruta nacional de capital, mucho menos de lo que justificaría la aportación agrícola al producto. Las existencias de ganado bovino apenas crecieron a 0.4% anual en la última década, mientras que las de ganado porcino y caprino se estancaron. De su lado, la infraestructura agrícola sigue abandonada, los distritos de riego por falta de obras complementarias o mantenimiento permanecen subutilizados en 30 o 40% y las políticas de ahorro y eficiencia del manejo del agua se rezagan peligrosamente. Tampoco resultó factible ampliar las superficies cosechadas (alrededor de 18 millones de hectáreas), mientras la actividad y los presupuestos de investigación y desarrollo se han empobrecido.
Los alcances de la política de fomento agrícola se han mermado considerablemente a juzgar por el empobrecimiento de sus componentes y el hecho de no haber sido sustituidos por mecanismos modernos, congruentes con la apertura de mercados. Así lo atestigua el desmantelamiento de la Conasupo, del Sistema de Almacenes Nacionales de Depósito, de los precios de garantía o de diversos servicios y subvenciones. Más aún, los nuevos apoyos, lejos de favorecer la modernización campesina, benefician a los grandes productores del norte del país sin propiciar el crecimiento de los valores agregados ni la redistribución geográfica de la producción nacional. Frente a ello, la renuencia de Europa y Estados Unidos a abrir sus mercados y limitar los subsidios financieros a sus productores agrícolas, se añade el fracaso de la Ronda liberalizadora de Doha.
Si la formación de capital, el gasto público, el crédito y varios estímulos pecuniarios o institucionales desde hace tiempo se angostan o no son reemplazados por otros más aptos, valdría la pena precisar los factores que explican el favorable comportamiento agrícola con respecto al conjunto de la economía nacional.
Sin duda, el comercio exterior de la década del 2000 ha sido favorable a la agricultura nacional, ya que las ventas externas subieron cerca de 6% anual y las agroalimentarias casi a 10% en el mismo lapso. Sin embargo, las compras foráneas se expandieron con rapidez aun mayor. Por tanto, la dependencia nacional respecto al abasto de alimentos del exterior sigue alta, casi siempre creciente. Así, las importaciones con respecto al consumo nacional aparente (2010) llegaron a 84% en arroz, 24% en sorgo, 28% en maíz y 51% en trigo. Como consecuencia, el balance agroalimentario de pagos arroja cifras negativas, suben casi cinco veces, de 1.6 a 7.5 miles de millones de dólares, entre 2000 y 2010. El viejo desiderátum de alcanzar una razonable autosuficiencia alimentaria se aleja, arrojándonos sin paliativos a los desequilibrios entre la oferta y la demanda mundiales.
Entre los factores en juego destaca la notable alza internacional de precios agrícolas. Tómese en cuenta que desde 2008 estuvo presente una doble burbuja real y especulativa de los precios de las materias primas y alimentos que apenas ahogó la crisis universal de 1988, pero que ya cobra nuevo ímpetu. De un lado, los altos ritmos de ascenso del consumo de China, India y otros países emergentes han impulsado con fuerza la demanda. En sentido análogo, cuenta el intenso desplazamiento de granos y oleaginosas para producir biocombustibles. Al propio tiempo, el calentamiento global multiplica sequías, inundaciones y otros fenómenos que condicionan adversamente la producción agrícola. A esos factores reales, se suman acusados movimientos financieros que buscan elevar, aun especulativamente, los rendimientos de los ahorros acumulados en el primer mundo. A partir de 2000, los fondos invertidos en comprar futuros y derivados de productos básicos han aumentado 50 veces, hasta llevar a cifras astronómicas contratos y transacciones financieras —que no reales—, en su mayoría fuera de los controles regulatorios de alcance universal y nacional.
Sea como sea, en la década pasada se contó con el estímulo de precios al alza. Se han duplicado los precios internacionales del arroz, el maíz, el trigo, el azúcar y el banano. Asimismo, han crecido las cotizaciones de los insumos como los superfosfatos que se duplican o el aumento de 150% en los de la urea entre 2000 y 2008. Todo ello induce alzas considerables en los precios recibidos por el productor nacional (100% en arroz y trigo, 60% en maíz, 50% en frijol), sin que se pueda precisar el balance final entre costos y precios de venta, donde, además, cuentan las elevadas tasas activas de interés y de los servicios privatizados al campo. El único efecto cierto es el de reducir el poder de compra de los consumidores, sobre todo de ingresos bajos, que erogan en alimentos una enorme proporción de sus ingresos.
Al mismo tiempo, la emigración y las remesas asociadas contribuyeron positivamente a mitigar tensiones sociales y pobreza de las familias rurales —todavía se reciben unos 20 mil millones anuales de dólares, más de 40% del producto agrícola— así como a validar los cambios en la integración de los costos precios rurales. En el mismo sentido influyó el empleo parcial, muchas veces precario, de campesinos en actividades manufactureras o de servicios.
Otro impulso provino del aumento de los rendimientos. En algún grado, hay prácticas productivas mejoradas y alguna difusión de cambios tecnológicos, renta y uso de las mejores tierras en explotaciones grandes. Pero el fenómeno obedece primordialmente a la intensificación del trabajo con la expulsión de 18% de los trabajadores rurales, precisamente cuando se traba la emigración. El empleo en el sector primario de la economía se ha desplomado de 7.2 a 5.9 millones de trabajadores entre 2000 y 2010. Lo anterior significa que el valor real agregado por trabajador sube más de 3% anual, debido a la contracción de la mano de obra utilizada en la producción. En contraste, los salarios del segmento moderno de la agricultura, pese al ascenso de los precios agrícolas, cae de 58 a 55% de las bajísimas remuneraciones medias nacionales al trabajo. De aquí que poco más de 50% de los hogares rurales sean pobres y que 25% viva en condiciones de extrema pobreza.
En suma, contrariamente a las tesis divulgadas, el sector rural ha demostrado una capacidad milagrosa para sobrevivir a la crisis y la volatilidad de los mercados agrícolas. Aun en condiciones adversas y menores apoyos gubernamentales, ha podido sostener la producción. Sin embargo, esos logros llegan a límites irrebasables por satisfacerse con el deterioro de los estándares de vida de la población rural, de las capacidades productivas nacionales y una emigración cada vez más difícil. El futuro se oscurece por esos hechos, por la inevitable escasez mundial de alimentos y la especulación desatada. Quizás no sea insensato repensar políticas mínimas de suficiencia alimentaria, aunque ello pareciera un regreso al pasado.
Analista político
Pese al descuido manifiesto de las políticas públicas con respecto a la agricultura y a los campesinos, en el primer decenio del siglo XXI el producto agropecuario creció (2% anual) más que el del conjunto de la economía (1.7%). Los datos se infieren del excelente trabajo de la Cepal: “Las tendencias alimentarias 2000-2009 en la subregión norte de América Latina”.
Es de llamar la atención tal hecho, por cuanto el gasto gubernamental vertido a la agricultura registra tendencias descendentes y no pasa de 3% del presupuesto federal, y, además, los préstamos agropecuarios, en proporción al escasísimo crédito total a la producción otorgado por la banca comercial y la de desarrollo, bajó de 3.7% a 1.3% a lo largo de esa década, sumándose a la sustitución de la banca agrícola por una agencia financiera de funciones y recursos muy limitados. A mayor abundamiento, entre 2000 y 2008 la inversión bruta agropecuaria, bajó de 1.5% a 0.6% de la formación bruta nacional de capital, mucho menos de lo que justificaría la aportación agrícola al producto. Las existencias de ganado bovino apenas crecieron a 0.4% anual en la última década, mientras que las de ganado porcino y caprino se estancaron. De su lado, la infraestructura agrícola sigue abandonada, los distritos de riego por falta de obras complementarias o mantenimiento permanecen subutilizados en 30 o 40% y las políticas de ahorro y eficiencia del manejo del agua se rezagan peligrosamente. Tampoco resultó factible ampliar las superficies cosechadas (alrededor de 18 millones de hectáreas), mientras la actividad y los presupuestos de investigación y desarrollo se han empobrecido.
Los alcances de la política de fomento agrícola se han mermado considerablemente a juzgar por el empobrecimiento de sus componentes y el hecho de no haber sido sustituidos por mecanismos modernos, congruentes con la apertura de mercados. Así lo atestigua el desmantelamiento de la Conasupo, del Sistema de Almacenes Nacionales de Depósito, de los precios de garantía o de diversos servicios y subvenciones. Más aún, los nuevos apoyos, lejos de favorecer la modernización campesina, benefician a los grandes productores del norte del país sin propiciar el crecimiento de los valores agregados ni la redistribución geográfica de la producción nacional. Frente a ello, la renuencia de Europa y Estados Unidos a abrir sus mercados y limitar los subsidios financieros a sus productores agrícolas, se añade el fracaso de la Ronda liberalizadora de Doha.
Si la formación de capital, el gasto público, el crédito y varios estímulos pecuniarios o institucionales desde hace tiempo se angostan o no son reemplazados por otros más aptos, valdría la pena precisar los factores que explican el favorable comportamiento agrícola con respecto al conjunto de la economía nacional.
Sin duda, el comercio exterior de la década del 2000 ha sido favorable a la agricultura nacional, ya que las ventas externas subieron cerca de 6% anual y las agroalimentarias casi a 10% en el mismo lapso. Sin embargo, las compras foráneas se expandieron con rapidez aun mayor. Por tanto, la dependencia nacional respecto al abasto de alimentos del exterior sigue alta, casi siempre creciente. Así, las importaciones con respecto al consumo nacional aparente (2010) llegaron a 84% en arroz, 24% en sorgo, 28% en maíz y 51% en trigo. Como consecuencia, el balance agroalimentario de pagos arroja cifras negativas, suben casi cinco veces, de 1.6 a 7.5 miles de millones de dólares, entre 2000 y 2010. El viejo desiderátum de alcanzar una razonable autosuficiencia alimentaria se aleja, arrojándonos sin paliativos a los desequilibrios entre la oferta y la demanda mundiales.
Entre los factores en juego destaca la notable alza internacional de precios agrícolas. Tómese en cuenta que desde 2008 estuvo presente una doble burbuja real y especulativa de los precios de las materias primas y alimentos que apenas ahogó la crisis universal de 1988, pero que ya cobra nuevo ímpetu. De un lado, los altos ritmos de ascenso del consumo de China, India y otros países emergentes han impulsado con fuerza la demanda. En sentido análogo, cuenta el intenso desplazamiento de granos y oleaginosas para producir biocombustibles. Al propio tiempo, el calentamiento global multiplica sequías, inundaciones y otros fenómenos que condicionan adversamente la producción agrícola. A esos factores reales, se suman acusados movimientos financieros que buscan elevar, aun especulativamente, los rendimientos de los ahorros acumulados en el primer mundo. A partir de 2000, los fondos invertidos en comprar futuros y derivados de productos básicos han aumentado 50 veces, hasta llevar a cifras astronómicas contratos y transacciones financieras —que no reales—, en su mayoría fuera de los controles regulatorios de alcance universal y nacional.
Sea como sea, en la década pasada se contó con el estímulo de precios al alza. Se han duplicado los precios internacionales del arroz, el maíz, el trigo, el azúcar y el banano. Asimismo, han crecido las cotizaciones de los insumos como los superfosfatos que se duplican o el aumento de 150% en los de la urea entre 2000 y 2008. Todo ello induce alzas considerables en los precios recibidos por el productor nacional (100% en arroz y trigo, 60% en maíz, 50% en frijol), sin que se pueda precisar el balance final entre costos y precios de venta, donde, además, cuentan las elevadas tasas activas de interés y de los servicios privatizados al campo. El único efecto cierto es el de reducir el poder de compra de los consumidores, sobre todo de ingresos bajos, que erogan en alimentos una enorme proporción de sus ingresos.
Al mismo tiempo, la emigración y las remesas asociadas contribuyeron positivamente a mitigar tensiones sociales y pobreza de las familias rurales —todavía se reciben unos 20 mil millones anuales de dólares, más de 40% del producto agrícola— así como a validar los cambios en la integración de los costos precios rurales. En el mismo sentido influyó el empleo parcial, muchas veces precario, de campesinos en actividades manufactureras o de servicios.
Otro impulso provino del aumento de los rendimientos. En algún grado, hay prácticas productivas mejoradas y alguna difusión de cambios tecnológicos, renta y uso de las mejores tierras en explotaciones grandes. Pero el fenómeno obedece primordialmente a la intensificación del trabajo con la expulsión de 18% de los trabajadores rurales, precisamente cuando se traba la emigración. El empleo en el sector primario de la economía se ha desplomado de 7.2 a 5.9 millones de trabajadores entre 2000 y 2010. Lo anterior significa que el valor real agregado por trabajador sube más de 3% anual, debido a la contracción de la mano de obra utilizada en la producción. En contraste, los salarios del segmento moderno de la agricultura, pese al ascenso de los precios agrícolas, cae de 58 a 55% de las bajísimas remuneraciones medias nacionales al trabajo. De aquí que poco más de 50% de los hogares rurales sean pobres y que 25% viva en condiciones de extrema pobreza.
En suma, contrariamente a las tesis divulgadas, el sector rural ha demostrado una capacidad milagrosa para sobrevivir a la crisis y la volatilidad de los mercados agrícolas. Aun en condiciones adversas y menores apoyos gubernamentales, ha podido sostener la producción. Sin embargo, esos logros llegan a límites irrebasables por satisfacerse con el deterioro de los estándares de vida de la población rural, de las capacidades productivas nacionales y una emigración cada vez más difícil. El futuro se oscurece por esos hechos, por la inevitable escasez mundial de alimentos y la especulación desatada. Quizás no sea insensato repensar políticas mínimas de suficiencia alimentaria, aunque ello pareciera un regreso al pasado.
Analista político
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