Francisco Valdéz Ugalde / El Universal
El crimen organizado está haciendo que la sociedad mexicana cambie significativamente. Primero, el miedo. En muchas regiones del país el sentimiento predominante es el miedo. No hay ya un lugar prioritario a la alegría, a la solidaridad o al sentimiento comunitario. Cuando éstos están presentes los atraviesa la organización de la autodefensa. El miedo ha desplazado a otros afectos. Recientemente visité mi ciudad natal, Chihuahua; la gente sale de sus casas lo estrictamente necesario. Se evita asistir a lugares públicos. Restaurantes, “antros” y otros lugares de entretenimiento son poco frecuentados y en no pocas ocasiones sus parroquianos o, peor aún, sus “juniors” son los causantes del miedo. Junior de narco: una nueva categoría social.
Segundo, la diáspora. Muchos ya se han ido. Poco a poco se registra que amigos, familiares, compañeros y conocidos ya no están: “se fueron p’al otro lado”. Por lo que puede verse no son los más prominentes de entre las clases altas, sino la burguesía media y pequeña: suficientemente adinerada para desarraigarse pero no lo suficiente para protegerse in situ. El llamado que Lorenzo Zambrano (Cemex) ha hecho a los empresarios en Monterrey para quedarse a defender la plaza es elocuente. Bien visto es el efecto de una diáspora.
Tercero, la ocupación. Uno se pregunta, ¿y quién ocupa el sitio de los que se van? La alarma en los vecindarios ante los compradores o arrendadores es palmaria: ¡cuidado con quien llega! Esos desconocidos que compran propiedades en efectivo o viven más que decentemente pero nadie sabe a qué se dedican. En algunos lugares lo saben, como los aguacateros de Michoacán, quienes en varias regiones son controlados por el crimen organizado, que fija las cuotas de producción y los precios de la mercancía.
¿Estamos asistiendo a la formación de una nueva clase social? ¿Una nueva burguesía media que se asienta a sangre y fuego y combina actividades criminales con blanqueo de capitales? De ser así, no solamente estaríamos frente a la amenaza delincuencial directa, la que más se combate mediante la fuerza pública, sino ante una penetración de la sociedad de consecuencias permanentes en la organización de intereses y actividades económicas. Por lo pronto se trata de una conjetura, pero bien harían las instituciones responsables de las cuentas nacionales si procedieran a censar el recambio que parece estarse produciendo en la estratificación social y en sus ramificaciones.
La postura del gobierno respecto al carácter indeclinable del combate al crimen se sostiene en el valor de la legalidad como base indispensable de la convivencia social. Pero la legalidad tiene límites en las capacidades para hacerla cumplir, y en este límite nos encontramos. Hay una aspiración genuina de la sociedad legítima a la legalidad, pero sus integrantes vemos cómo son abatidos sus defensores en diversas regiones y cómo las instituciones del Estado han cedido al poder del dinero, sea negro o blanco.
Esto nos lleva a otro aspecto-problema. Delinquir tiene una causa moral: el delincuente opta por realizar actos que sabe que son moralmente opuestos a los valores compartidos en la constitución formal del Estado. Pero Fuenteovejuna sabe que hay una causa social en la inmoralidad de un orden económico que se coloca, también, al margen de los valores de la legalidad. Las capas más elevadas del poder económico lo saben bien: éste no es el país del éxito mediante el esfuerzo, sino la tierra del privilegio y la impunidad. ¿Acaso una gran parte de los componentes de esas capas no se ha formado a través de favores del poder político, del control ilegítimo e ilegal del acceso a la riqueza y el bienestar que cierran a otros, a los excluidos?
Cuando el presidente Calderón afirmó en el diálogo con el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad que el Estado nos ha fallado por no protegernos del crimen, también reconoció que ha sido en el Estado en donde se han formado las complicidades del privilegio y la impunidad.
La legítima intolerancia contra la delincuencia es neutralizada por la tolerancia a la impunidad. Cuando el ciudadano común defiende los valores de la polis se encuentra a menudo con el reproche cínico de sus pares, que aducen la irrelevancia de la virtud ante tanta indecencia que tan buena fortuna da a quienes la practican.
Delinquir es una opción moral, como lo es su antípoda: la contención moral que se ajusta a los valores de la comunidad formal. Tanto delinquen el narco y el secuestrador como el criminal de cuello blanco asentado en las altas esferas a las que aquél espera llegar o ha llegado (remember El Chapo en Forbes).
Habría que preguntarse: ¿dónde están las fuerzas con la capacidad de vencer la impunidad que impera y fundar una sociedad (y un Estado) de libre entrada?
Director de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso) sede México
Segundo, la diáspora. Muchos ya se han ido. Poco a poco se registra que amigos, familiares, compañeros y conocidos ya no están: “se fueron p’al otro lado”. Por lo que puede verse no son los más prominentes de entre las clases altas, sino la burguesía media y pequeña: suficientemente adinerada para desarraigarse pero no lo suficiente para protegerse in situ. El llamado que Lorenzo Zambrano (Cemex) ha hecho a los empresarios en Monterrey para quedarse a defender la plaza es elocuente. Bien visto es el efecto de una diáspora.
Tercero, la ocupación. Uno se pregunta, ¿y quién ocupa el sitio de los que se van? La alarma en los vecindarios ante los compradores o arrendadores es palmaria: ¡cuidado con quien llega! Esos desconocidos que compran propiedades en efectivo o viven más que decentemente pero nadie sabe a qué se dedican. En algunos lugares lo saben, como los aguacateros de Michoacán, quienes en varias regiones son controlados por el crimen organizado, que fija las cuotas de producción y los precios de la mercancía.
¿Estamos asistiendo a la formación de una nueva clase social? ¿Una nueva burguesía media que se asienta a sangre y fuego y combina actividades criminales con blanqueo de capitales? De ser así, no solamente estaríamos frente a la amenaza delincuencial directa, la que más se combate mediante la fuerza pública, sino ante una penetración de la sociedad de consecuencias permanentes en la organización de intereses y actividades económicas. Por lo pronto se trata de una conjetura, pero bien harían las instituciones responsables de las cuentas nacionales si procedieran a censar el recambio que parece estarse produciendo en la estratificación social y en sus ramificaciones.
La postura del gobierno respecto al carácter indeclinable del combate al crimen se sostiene en el valor de la legalidad como base indispensable de la convivencia social. Pero la legalidad tiene límites en las capacidades para hacerla cumplir, y en este límite nos encontramos. Hay una aspiración genuina de la sociedad legítima a la legalidad, pero sus integrantes vemos cómo son abatidos sus defensores en diversas regiones y cómo las instituciones del Estado han cedido al poder del dinero, sea negro o blanco.
Esto nos lleva a otro aspecto-problema. Delinquir tiene una causa moral: el delincuente opta por realizar actos que sabe que son moralmente opuestos a los valores compartidos en la constitución formal del Estado. Pero Fuenteovejuna sabe que hay una causa social en la inmoralidad de un orden económico que se coloca, también, al margen de los valores de la legalidad. Las capas más elevadas del poder económico lo saben bien: éste no es el país del éxito mediante el esfuerzo, sino la tierra del privilegio y la impunidad. ¿Acaso una gran parte de los componentes de esas capas no se ha formado a través de favores del poder político, del control ilegítimo e ilegal del acceso a la riqueza y el bienestar que cierran a otros, a los excluidos?
Cuando el presidente Calderón afirmó en el diálogo con el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad que el Estado nos ha fallado por no protegernos del crimen, también reconoció que ha sido en el Estado en donde se han formado las complicidades del privilegio y la impunidad.
La legítima intolerancia contra la delincuencia es neutralizada por la tolerancia a la impunidad. Cuando el ciudadano común defiende los valores de la polis se encuentra a menudo con el reproche cínico de sus pares, que aducen la irrelevancia de la virtud ante tanta indecencia que tan buena fortuna da a quienes la practican.
Delinquir es una opción moral, como lo es su antípoda: la contención moral que se ajusta a los valores de la comunidad formal. Tanto delinquen el narco y el secuestrador como el criminal de cuello blanco asentado en las altas esferas a las que aquél espera llegar o ha llegado (remember El Chapo en Forbes).
Habría que preguntarse: ¿dónde están las fuerzas con la capacidad de vencer la impunidad que impera y fundar una sociedad (y un Estado) de libre entrada?
Director de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso) sede México
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