León Bendesky / La Jornada
Al día siguiente de la reciente matanza en Monterrey, el presidente Calderón se refirió en su discurso a la "impunidad rampante que se vive en el país". Expresó así algo que los ciudadanos sabíamos ya demasiado bien y padecemos directamente sus consecuencias.
La impunidad rampante es una de la claves para comprender lo que ocurre. Es muy relevante sin duda, pero no la única requerida para enfrentar un complejo proceso de profundo quebranto de la vida individual y colectiva en México.
De esa observación se desprenden casi intuitivamente varias incógnitas. Puede entonces preguntarse: ¿cómo es posible librar una guerra contra la delincuencia y el narcotráfico en un entorno de impunidad rampante?
La evidencia contundente es que en todos estos años se ha provocado una violencia desmedida, una inseguridad pública desbordada y, de modo que no entraña paradoja alguna, también se ha generado una impunidad creciente y que todo lo invade.
Ante la forma en que se manifiesta la guerra, que eso es precisamente, emprendida por el gobierno, parece que el conflicto no sólo seguirá sino que todavía irá escalando. Esa perspectiva es realmente gravosa.
La disyuntiva de esta estrategia no está dada entre enfrentar a la delincuencia y el narcotráfico o no hacer nada. No debe ponerse a la sociedad en esa posición, pues la deja indefensa y sin argumentos ante la forma en que se ejerce el poder. Es la gente inocente, como pasó con las personas que estaban en el casino de Monterrey, la que ha quedado en medio de la guerra y se muere.
Pero el gobierno tomó una decisión desde su inicio y la mantiene sin cortapisas. Con el tiempo lo que ocurre es que tiende a alejarse cada vez más de la sociedad que queda muy desprotegida.
El desenlace de este proceso de confrontación tal y como se expresa hoy en el país tendrá muy diversas expresiones. Apenas una de ellas se verá ya tan pronto como el año entrante. A la mitad de 2012 habrá elecciones y a fines de año un cambio de gobierno.
Las cuentas que se entregarán en ese momento y la situación en que se halle entonces la nación marcarán, según puede ahora desprenderse de los hechos, una posición más difícil del Estado frente a la delincuencia. Será, igualmente, una herencia concreta y pesada no sólo para quien se instale en Los Pinos, sino para todos lo que vivimos en el país.
Y ¿qué haremos entonces con dicha herencia? ¿En qué condiciones estaremos para lidiar con la violencia exacerbada y la impunidad rampante? ¿Cómo podremos establecer un proceso de recuperación de las formas de la convivencia, que destierre el miedo y recomponga una existencia más civilizada?
La impunidad rampante se contagia, se extiende como un reguero de gasolina que se prende a cada rato pues tiene las mechas puestas. Va desde aspectos que no deberían parecernos triviales o frívolos, como pasa con el comportamiento cívico en todas sus expresiones (y no me refiero al aspecto patriótico del término), y llega hasta la insensibilidad mayúscula de los asesinatos y las matanzas que ocurren prácticamente a diario.
Aquí, hoy, la vida vale muy poco. Hay partes del territorio que están prácticamente secuestradas. Este debería ser el piso infranqueable que defina el carácter de las políticas públicas, empezando por la seguridad física de la gente y alcanzando hasta a la seguridad económica y social que sigue siendo muy precaria.
Pero ahora nos movemos en buena medida en el subsuelo de la coexistencia, y eso no debería perderse de vista en los bolsones de normalidad que aún existen en una sociedad grande y compleja como la mexicana. Creer que esos bolsones representan áreas de seguridad es un error craso mientras lo que los rodea se corroe. Eso quizás se entiende ahora cada vez más en una ciudad como Monterrey devastada como está. Sería fallido e irresponsable para el resto de la población del país creer que está lejos, que es problema de otros.
Como si fuese una especie de amnesia, dislexia o esquizofrenia, la lucha electoral está ya abierta para elegir un nuevo gobierno el año entrante. Todo parece comportarse como de costumbre: los asuntos contenciosos entre los políticos de turno, las usos de los partidos para filtrar sus candidatos, la política legislativa, el manejo de la información. Es algo ya visto y cada vez más desquiciador.
El tiempo es, en cambio, para pensar de modo abierto qué se va a hacer con un país que está entre una bárbara inseguridad social y una insulsa estabilidad económica.
Los procesos sociales no se descomponen al gusto de quienes los analizan, los impulsan desde la sociedad o tienen la responsabilidad de orientarlos desde el gobierno. La economía mexicana responde esencialmente a los vaivenes de lo que ocurre en los mercados en Estados Unidos.
La expansión del producto registrada en los últimos trimestres tiene que ver con la fuerte caída de 2009, en promedio las bajas tasas de crecimiento son las mismas y apocadas de manera crónica.
El impulso de la efímera recuperación ya se está perdiendo y lo mismo pasa con el empleo, y se da al mismo ritmo en que se desacelera la actividad económica estadunidense. Es muy notoria la complacencia de las autoridades hacendarias al respecto, y la falta de estrategias para lanzar proyectos de resistencia interna. Sí de resistencia económica, social y de seguridad pública.
Al día siguiente de la reciente matanza en Monterrey, el presidente Calderón se refirió en su discurso a la "impunidad rampante que se vive en el país". Expresó así algo que los ciudadanos sabíamos ya demasiado bien y padecemos directamente sus consecuencias.
La impunidad rampante es una de la claves para comprender lo que ocurre. Es muy relevante sin duda, pero no la única requerida para enfrentar un complejo proceso de profundo quebranto de la vida individual y colectiva en México.
De esa observación se desprenden casi intuitivamente varias incógnitas. Puede entonces preguntarse: ¿cómo es posible librar una guerra contra la delincuencia y el narcotráfico en un entorno de impunidad rampante?
La evidencia contundente es que en todos estos años se ha provocado una violencia desmedida, una inseguridad pública desbordada y, de modo que no entraña paradoja alguna, también se ha generado una impunidad creciente y que todo lo invade.
Ante la forma en que se manifiesta la guerra, que eso es precisamente, emprendida por el gobierno, parece que el conflicto no sólo seguirá sino que todavía irá escalando. Esa perspectiva es realmente gravosa.
La disyuntiva de esta estrategia no está dada entre enfrentar a la delincuencia y el narcotráfico o no hacer nada. No debe ponerse a la sociedad en esa posición, pues la deja indefensa y sin argumentos ante la forma en que se ejerce el poder. Es la gente inocente, como pasó con las personas que estaban en el casino de Monterrey, la que ha quedado en medio de la guerra y se muere.
Pero el gobierno tomó una decisión desde su inicio y la mantiene sin cortapisas. Con el tiempo lo que ocurre es que tiende a alejarse cada vez más de la sociedad que queda muy desprotegida.
El desenlace de este proceso de confrontación tal y como se expresa hoy en el país tendrá muy diversas expresiones. Apenas una de ellas se verá ya tan pronto como el año entrante. A la mitad de 2012 habrá elecciones y a fines de año un cambio de gobierno.
Las cuentas que se entregarán en ese momento y la situación en que se halle entonces la nación marcarán, según puede ahora desprenderse de los hechos, una posición más difícil del Estado frente a la delincuencia. Será, igualmente, una herencia concreta y pesada no sólo para quien se instale en Los Pinos, sino para todos lo que vivimos en el país.
Y ¿qué haremos entonces con dicha herencia? ¿En qué condiciones estaremos para lidiar con la violencia exacerbada y la impunidad rampante? ¿Cómo podremos establecer un proceso de recuperación de las formas de la convivencia, que destierre el miedo y recomponga una existencia más civilizada?
La impunidad rampante se contagia, se extiende como un reguero de gasolina que se prende a cada rato pues tiene las mechas puestas. Va desde aspectos que no deberían parecernos triviales o frívolos, como pasa con el comportamiento cívico en todas sus expresiones (y no me refiero al aspecto patriótico del término), y llega hasta la insensibilidad mayúscula de los asesinatos y las matanzas que ocurren prácticamente a diario.
Aquí, hoy, la vida vale muy poco. Hay partes del territorio que están prácticamente secuestradas. Este debería ser el piso infranqueable que defina el carácter de las políticas públicas, empezando por la seguridad física de la gente y alcanzando hasta a la seguridad económica y social que sigue siendo muy precaria.
Pero ahora nos movemos en buena medida en el subsuelo de la coexistencia, y eso no debería perderse de vista en los bolsones de normalidad que aún existen en una sociedad grande y compleja como la mexicana. Creer que esos bolsones representan áreas de seguridad es un error craso mientras lo que los rodea se corroe. Eso quizás se entiende ahora cada vez más en una ciudad como Monterrey devastada como está. Sería fallido e irresponsable para el resto de la población del país creer que está lejos, que es problema de otros.
Como si fuese una especie de amnesia, dislexia o esquizofrenia, la lucha electoral está ya abierta para elegir un nuevo gobierno el año entrante. Todo parece comportarse como de costumbre: los asuntos contenciosos entre los políticos de turno, las usos de los partidos para filtrar sus candidatos, la política legislativa, el manejo de la información. Es algo ya visto y cada vez más desquiciador.
El tiempo es, en cambio, para pensar de modo abierto qué se va a hacer con un país que está entre una bárbara inseguridad social y una insulsa estabilidad económica.
Los procesos sociales no se descomponen al gusto de quienes los analizan, los impulsan desde la sociedad o tienen la responsabilidad de orientarlos desde el gobierno. La economía mexicana responde esencialmente a los vaivenes de lo que ocurre en los mercados en Estados Unidos.
La expansión del producto registrada en los últimos trimestres tiene que ver con la fuerte caída de 2009, en promedio las bajas tasas de crecimiento son las mismas y apocadas de manera crónica.
El impulso de la efímera recuperación ya se está perdiendo y lo mismo pasa con el empleo, y se da al mismo ritmo en que se desacelera la actividad económica estadunidense. Es muy notoria la complacencia de las autoridades hacendarias al respecto, y la falta de estrategias para lanzar proyectos de resistencia interna. Sí de resistencia económica, social y de seguridad pública.
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