Mauricio Merino / El Universal
Veo con sincera preocupación la forma que ha venido adoptando el discurso presidencial en los últimos meses, porque no sólo tiende a menospreciar la gravedad de los problemas que vive el país sino a eludir cualquier responsabilidad propia en su evolución y, de paso, a impedir cambios de las principales políticas en vigor. El hilo conductor de los argumentos construidos desde Los Pinos es, a un tiempo, contrafáctico e indiferente a los temas que aborda: si hay más pobreza o más inseguridad o más deterioro e incertidumbre es porque todos esos males venían desde antes y, en todo caso, hoy serían mucho peores —nos dice ese discurso— sin las muy atinadas intervenciones del Presidente para frenar las tendencias que anunciaban el caos. Así que lejos de enfadarnos por la situación que vivimos, tendríamos que estar agradecidos y esperanzados de seguir como vamos.
Por supuesto, lo primero que irrita de ese discurso es su distancia arrogante de las angustias y los temores que vive la mayor parte de México. Ignoro si los estrategas del Presidente están midiendo el efecto de sus palabras en el ánimo colectivo, pero me cuesta imaginar que una víctima de los criminales o alguien que ha sufrido la pérdida violenta de un miembro de su familia sienta algún alivio al escuchar la autocomplaciente propaganda oficial que divulga el gobierno, o que un desempleado o una madre de familia a quienes no les alcanza el dinero se sientan agradecidos porque, según el Presidente y sus secretarios, se detuvieron las peores tendencias a la pobreza.
Nadie en su sano juicio puede sentirse complacido ni satisfecho con lo que está sucediendo en México y nadie sensato puede ignorar que la gran mayoría de los mexicanos lo está pasando muy mal. ¿Cómo puede vanagloriarse el equipo presidencial de esos resultados, sin ignorar de plano lo que está viviendo la gente común y corriente todos los días? Más allá del objetivo político de esas palabras, ofende su falta total de sentido humano. Eso que Javier Sicilia ha puesto sobre la mesa como reacción humana —desde el fondo del alma— ante la falta de sensibilidad del gobierno.
Pero de otro lado, ese discurso bloquea cualquier posibilidad de imaginar siquiera que las decisiones pueden ser diferentes, o que merece la pena emprender un diálogo de verdad con nuestro gobierno que no sirva solamente para llenar el expediente de la participación de la sociedad civil, mientras se sigue haciendo exactamente lo mismo. Tras la obstinación elegida como pauta de conducta política, lo que sigue ya no es sólo la negación de los datos que demuestran la ineficacia del resultado sino la degradación del debate público.
Ese pilar indispensable de la construcción democrática se diluye entre monólogos, porque se sabe que hablar con el Presidente no sólo es inútil, sino que puede ser contraproducente, pues los suyos dirán que el líder atendió los argumentos del otro —como alegan los fabricantes de la narrativa sobre seguridad— sólo para entresacar lo que afirma sus propias ideas. No es fácil imaginar algo más indignante para la inteligencia que ese remedo de diálogo al que convocan quienes no quieren oír: poner a hablar a los otros para escuchar lo que les conviene.
El tono y el contenido de ese discurso nos anuncian, en fin, que así seguiremos hasta el último día del sexenio. Como si tuviéramos tiempo de sobra, los mexicanos nos daremos el lujo de perder otro año y medio en ese juego de palabras destinadas a justificar lo que sea, con tal de seguir haciendo lo mismo y de conservar el poder. Sería iluso creer que a estas alturas podría haber cambios de fondo, rectificaciones sinceras a las decisiones mal construidas o cesiones discursivas de la naturaleza que sean para que los adversarios políticos hagan su agosto. Contra el optimismo de urgencia que han levantado las voces que lideran el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad yo opondría, mejor, un escepticismo menos festivo: dentro de las murallas de este gobierno no creo que haya nada fundamental que ganar en lo que resta de este sexenio. La batalla está afuera, en la conciencia pública y en la construcción de aliados para cambiar la ruta que nos ha traído hasta aquí, en cuanto se pueda.
En cambio, los panistas tendrían que estar mucho más preocupados, pues la continuidad y la defensa obstinada y acrítica de políticas y argumentos no les promete más que una derrota largamente anunciada. Nadie gana elecciones diciendo que estamos mal pero que podríamos estar peor, y nadie las gana pidiendo paciencia y comprensión a partes iguales, mientras ocurre el milagro.
Investigador del CIDE
Veo con sincera preocupación la forma que ha venido adoptando el discurso presidencial en los últimos meses, porque no sólo tiende a menospreciar la gravedad de los problemas que vive el país sino a eludir cualquier responsabilidad propia en su evolución y, de paso, a impedir cambios de las principales políticas en vigor. El hilo conductor de los argumentos construidos desde Los Pinos es, a un tiempo, contrafáctico e indiferente a los temas que aborda: si hay más pobreza o más inseguridad o más deterioro e incertidumbre es porque todos esos males venían desde antes y, en todo caso, hoy serían mucho peores —nos dice ese discurso— sin las muy atinadas intervenciones del Presidente para frenar las tendencias que anunciaban el caos. Así que lejos de enfadarnos por la situación que vivimos, tendríamos que estar agradecidos y esperanzados de seguir como vamos.
Por supuesto, lo primero que irrita de ese discurso es su distancia arrogante de las angustias y los temores que vive la mayor parte de México. Ignoro si los estrategas del Presidente están midiendo el efecto de sus palabras en el ánimo colectivo, pero me cuesta imaginar que una víctima de los criminales o alguien que ha sufrido la pérdida violenta de un miembro de su familia sienta algún alivio al escuchar la autocomplaciente propaganda oficial que divulga el gobierno, o que un desempleado o una madre de familia a quienes no les alcanza el dinero se sientan agradecidos porque, según el Presidente y sus secretarios, se detuvieron las peores tendencias a la pobreza.
Nadie en su sano juicio puede sentirse complacido ni satisfecho con lo que está sucediendo en México y nadie sensato puede ignorar que la gran mayoría de los mexicanos lo está pasando muy mal. ¿Cómo puede vanagloriarse el equipo presidencial de esos resultados, sin ignorar de plano lo que está viviendo la gente común y corriente todos los días? Más allá del objetivo político de esas palabras, ofende su falta total de sentido humano. Eso que Javier Sicilia ha puesto sobre la mesa como reacción humana —desde el fondo del alma— ante la falta de sensibilidad del gobierno.
Pero de otro lado, ese discurso bloquea cualquier posibilidad de imaginar siquiera que las decisiones pueden ser diferentes, o que merece la pena emprender un diálogo de verdad con nuestro gobierno que no sirva solamente para llenar el expediente de la participación de la sociedad civil, mientras se sigue haciendo exactamente lo mismo. Tras la obstinación elegida como pauta de conducta política, lo que sigue ya no es sólo la negación de los datos que demuestran la ineficacia del resultado sino la degradación del debate público.
Ese pilar indispensable de la construcción democrática se diluye entre monólogos, porque se sabe que hablar con el Presidente no sólo es inútil, sino que puede ser contraproducente, pues los suyos dirán que el líder atendió los argumentos del otro —como alegan los fabricantes de la narrativa sobre seguridad— sólo para entresacar lo que afirma sus propias ideas. No es fácil imaginar algo más indignante para la inteligencia que ese remedo de diálogo al que convocan quienes no quieren oír: poner a hablar a los otros para escuchar lo que les conviene.
El tono y el contenido de ese discurso nos anuncian, en fin, que así seguiremos hasta el último día del sexenio. Como si tuviéramos tiempo de sobra, los mexicanos nos daremos el lujo de perder otro año y medio en ese juego de palabras destinadas a justificar lo que sea, con tal de seguir haciendo lo mismo y de conservar el poder. Sería iluso creer que a estas alturas podría haber cambios de fondo, rectificaciones sinceras a las decisiones mal construidas o cesiones discursivas de la naturaleza que sean para que los adversarios políticos hagan su agosto. Contra el optimismo de urgencia que han levantado las voces que lideran el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad yo opondría, mejor, un escepticismo menos festivo: dentro de las murallas de este gobierno no creo que haya nada fundamental que ganar en lo que resta de este sexenio. La batalla está afuera, en la conciencia pública y en la construcción de aliados para cambiar la ruta que nos ha traído hasta aquí, en cuanto se pueda.
En cambio, los panistas tendrían que estar mucho más preocupados, pues la continuidad y la defensa obstinada y acrítica de políticas y argumentos no les promete más que una derrota largamente anunciada. Nadie gana elecciones diciendo que estamos mal pero que podríamos estar peor, y nadie las gana pidiendo paciencia y comprensión a partes iguales, mientras ocurre el milagro.
Investigador del CIDE
No hay comentarios:
Publicar un comentario