Alberto Aguilar Iñárritu / El Universal
El 31 de diciembre culminó la primera década del nuevo siglo; aquella que en el México político se inició con el advenimiento de la alternancia electoral y que concluyó con la dominancia del largo impasse que el conservadurismo mexicano ha impuesto al progreso de la democracia e impedido su profundización. Una década que en su origen vio renacer la esperanza de la sociedad en la fuerza soberana de su voto y que ahora termina testificando el desánimo ciudadano en la capacidad de esa democracia para brindarles seguridad y bienestar.
En sus más recientes mediciones, el Latinobarómetro dio a conocer este mes de diciembre que el nivel de satisfacción democrática en América Latina es en promedio del 44% de su población, mientras que solamente el 27% de los mexicanos dijo estar satisfecho con la democracia. México ocupa en este aspecto, el último lugar entre 18 países medidos. Qué lejanas se ven aquellas mediciones de 1997, cuando en los prolegómenos del siglo XXI, el 47% de los mexicanos declaraba estar satisfecho con la democracia. Incluso la cifra actual es un punto porcentual más baja que la ofrecida en la medición del 2009 y se articula peligrosamente con el dato, también proporcionado por Latinobarómetro, de que solamente el 17% de los mexicanos está satisfecho con su economía, mientras que el promedio latinoamericano es de 30%.
Por eso es cada vez más frecuente observar que en conversaciones entre particulares, en medio de paradójicas acusaciones contra la democracia por el desorden, la parálisis y el creciente deterioro de la calidad de vida, se comienza a generar una atmosfera que invoca fantasmas del autoritarismo, sin considerar que el motivo de esos infortunios es justamente el insuficiente desarrollo de la democracia, acompañada por la debilitamiento de la República y la baja calidad de nuestra política. Es decir por la manifiesta incapacidad que, en esta primera década del nuevo siglo, la clase política ha mostrado para la construcción institucional y de mayorías que la soporten. Asunto que se ejemplifica en la detenida edificación del nuevo régimen político que necesita la democracia o la pospuesta, innumerables veces, reforma fiscal. Ambas, como otras estratégicas decisiones de cambio han sido frenadas una y otra vez por el tremendo lastre de los intereses creados, legales e ilegales, y la ausencia de un liderazgo político independiente de esos intereses, decidido y capaz de someter al oligopolio de los beneficios, privatizadores de la República, en bien de la supremacía del interés general. Éste es el problema y no la democracia, pero poco se explica, mientras muchos ataques se dejan correr.
No hay que perder de vista que las salidas autoritarias forman parte de nuestra cultura política y están íntimamente ligadas con nuestra histórica inhabilidad para cambiar a tiempo y para hacerlo por medio de nuestras instituciones que tienden a mostrar una debilidad endémica. Sin embargo, la oportunidad de hacer las cosas de manera diferente está planteada, hay mucho avanzado y, en buena medida, es un asunto de consolidar la democracia definiendo una hoja de ruta y conformando en torno a ella una nueva mayoría.
Una nueva mayoría construida en torno a un nuevo pacto de poder que tenga la inclusión social como propósito central, la participación ciudadana como vía de desarrollo, y el orden y el combate a la impunidad como su posibilidad. El año nuevo da lugar al período preelectoral del 2012, sin duda será una estación ideal para la exacerbación de todas las contradicciones acumuladas a lo largo de esta década arrastrada por la modernización fallida de la última parte del siglo XX. Es por tanto un buen momento para poner las cosas en su sitio, mal harán los aspirantes a dirigir a México desde Los Pinos, si piensan que la elección se resolverá en un asunto de pasarelas y reflectores. Es momento de construir para oponer bloques con capacidad de gobierno y no sólo de exaltar las virtudes personales de los candidatos. Feliz 2011.
Político y escritor
El 31 de diciembre culminó la primera década del nuevo siglo; aquella que en el México político se inició con el advenimiento de la alternancia electoral y que concluyó con la dominancia del largo impasse que el conservadurismo mexicano ha impuesto al progreso de la democracia e impedido su profundización. Una década que en su origen vio renacer la esperanza de la sociedad en la fuerza soberana de su voto y que ahora termina testificando el desánimo ciudadano en la capacidad de esa democracia para brindarles seguridad y bienestar.
En sus más recientes mediciones, el Latinobarómetro dio a conocer este mes de diciembre que el nivel de satisfacción democrática en América Latina es en promedio del 44% de su población, mientras que solamente el 27% de los mexicanos dijo estar satisfecho con la democracia. México ocupa en este aspecto, el último lugar entre 18 países medidos. Qué lejanas se ven aquellas mediciones de 1997, cuando en los prolegómenos del siglo XXI, el 47% de los mexicanos declaraba estar satisfecho con la democracia. Incluso la cifra actual es un punto porcentual más baja que la ofrecida en la medición del 2009 y se articula peligrosamente con el dato, también proporcionado por Latinobarómetro, de que solamente el 17% de los mexicanos está satisfecho con su economía, mientras que el promedio latinoamericano es de 30%.
Por eso es cada vez más frecuente observar que en conversaciones entre particulares, en medio de paradójicas acusaciones contra la democracia por el desorden, la parálisis y el creciente deterioro de la calidad de vida, se comienza a generar una atmosfera que invoca fantasmas del autoritarismo, sin considerar que el motivo de esos infortunios es justamente el insuficiente desarrollo de la democracia, acompañada por la debilitamiento de la República y la baja calidad de nuestra política. Es decir por la manifiesta incapacidad que, en esta primera década del nuevo siglo, la clase política ha mostrado para la construcción institucional y de mayorías que la soporten. Asunto que se ejemplifica en la detenida edificación del nuevo régimen político que necesita la democracia o la pospuesta, innumerables veces, reforma fiscal. Ambas, como otras estratégicas decisiones de cambio han sido frenadas una y otra vez por el tremendo lastre de los intereses creados, legales e ilegales, y la ausencia de un liderazgo político independiente de esos intereses, decidido y capaz de someter al oligopolio de los beneficios, privatizadores de la República, en bien de la supremacía del interés general. Éste es el problema y no la democracia, pero poco se explica, mientras muchos ataques se dejan correr.
No hay que perder de vista que las salidas autoritarias forman parte de nuestra cultura política y están íntimamente ligadas con nuestra histórica inhabilidad para cambiar a tiempo y para hacerlo por medio de nuestras instituciones que tienden a mostrar una debilidad endémica. Sin embargo, la oportunidad de hacer las cosas de manera diferente está planteada, hay mucho avanzado y, en buena medida, es un asunto de consolidar la democracia definiendo una hoja de ruta y conformando en torno a ella una nueva mayoría.
Una nueva mayoría construida en torno a un nuevo pacto de poder que tenga la inclusión social como propósito central, la participación ciudadana como vía de desarrollo, y el orden y el combate a la impunidad como su posibilidad. El año nuevo da lugar al período preelectoral del 2012, sin duda será una estación ideal para la exacerbación de todas las contradicciones acumuladas a lo largo de esta década arrastrada por la modernización fallida de la última parte del siglo XX. Es por tanto un buen momento para poner las cosas en su sitio, mal harán los aspirantes a dirigir a México desde Los Pinos, si piensan que la elección se resolverá en un asunto de pasarelas y reflectores. Es momento de construir para oponer bloques con capacidad de gobierno y no sólo de exaltar las virtudes personales de los candidatos. Feliz 2011.
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