Arnoldo Kraus / La Jornada
No me disculpo por el título de este artículo. Los conocedores del lenguaje sugieren, con razón, no utilizar pleonasmos. En cambio, la realidad permite y exige tocar” el lenguaje. En el rubro salud, la pobreza, sobre todo en los niños, muestra, con frecuencia, las caras más miserables del binomio enfermedad y pobreza. Esas lacras las padecen quienes no tienen la oportunidad de acceder al mundo por sus precarias condiciones económicas. Esa realidad la explotan los políticos de los países pobres cuando desean conseguir votos para sus campañas. Un estudio científico reciente demuestra por qué las personas de escasos recursos económicos tienen pocas oportunidades de ascender en las escalas económicas, sociales y culturales.
En la edición de julio de 2010 de la revista Proceedings of the Royal Society of Biological Sciences, Christopher Eppig y sus colaboradores publicaron el artículo “Parasite prevalence and the worldwide distribution of cognitive ability” (Prevalencia parasitaria y la distribución mundial de habilidades cognitivas), donde confirman, por medio de una serie de experimentos muy cuidadosos, lo que el lego y los médicos sospechan o saben: los cerebros de los niños que sufren infecciones o enfermedades parasitarias no se desarrollan adecuadamente. La razón es tan obvia como dramática: los parásitos y las enfermedades infecciosas utilizan las calorías requeridas por el cerebro para desarrollarse.
Los argumentos del grupo de Christopher Eppig son contundentes. Los cerebros de los recién nacidos, explican los investigadores, utilizan 87 por ciento de la energía proveniente de los alimentos para funcionar adecuadamente; a los cinco años utilizan 44 por ciento; a los diez años, 34 por ciento, y, en los adultos 25 por ciento. Esa energía es indispensable para que el cerebro funcione normalmente. En los niños enfermos, continúan explicando, los parásitos impiden la absorción de energía y, por extensión, el desarrollo del cerebro. Son cuatro las razones: 1) algunos parásitos se nutren de los tejidos del huésped; esas pérdidas las suple el cuerpo utilizando su propia energía. 2) los parásitos, al producir diarrea, impiden la absorción adecuada de nutrientes. 3) algunos virus utilizan a las células del cuerpo para reproducirse a sí mismos; ese proceso consume la energía del cuerpo. 4) las infecciones activan el sistema inmunológico del huésped para contrarrestar la agresión; ese hecho también consume energía.
Las consecuencias de esas infecciones son devastadoras. Los países donde el nivel de inteligencia es menor son aquellos donde la prevalencia –proporción de personas que sufren una enfermedad respecto del total de la población– de infecciones es mayor; lo inverso también es cierto: en las naciones donde las infecciones no son frecuentes el promedio de inteligencia es mayor. Además, el estudio demostró que las infecciones se correlacionan más estrechamente con el nivel de inteligencia que otros factores cruciales, como la buena nutrición, la riqueza, la educación o el clima.
Los datos de Eppig y sus colegas demuestran una de las razones por las cuáles los niños pobres del Tercer Mundo carecen de oportunidades para competir en la sociedad. Aunque los hallazgos del estudio no pertenecen al rubro de la política los políticos deben conocer la magnitud de la tragedia. En México, donde la pobreza, amén de ser decreto presidencial y partidista es endémica, quienes detentan el poder y mal usan el dinero de la nación son los responsables de la imposibilidad de mejorar la calidad de vida de más de la mitad de sus conciudadanos. La responsabilidad estriba en la prevalencia de parasitosis, enfermedades infecciosas y desnutrición de los niños pobres y en la falta de tratamiento oportuno y adecuado.
Proteger a la niñez de enfermedades infecciosas y parasitarias incrementaría la capacidad intelectual y las oportunidades de los niños para acceder a la sociedad que les ha cerrado las puertas. Hace casi 21 años, la Asamblea General de la ONU aprobó por unanimidad la Convención sobre los Derechos del Niño. Nuestro gobierno ratificó el convenio al año siguiente: ¿por qué no hacerlo si no cuesta firmar decretos? Aunque el informe reciente del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia asevera que desde entonces se han realizado grandes progresos, dudo mucho que esa información sea veraz. Cuando se conoce o se escucha lo que sucede en la sierra de Guerrero, en las serranías, desiertos, o lo que queda de los bosques de estados como Chiapas, Zacatecas y Oaxaca es lícito cuestionar la información proporcionada por Naciones Unidas. En México, pocos presidentes, pocos ministros, pocos rectores de universidades y pocos empresarios provienen de esas regiones. La miseria moral y la incapacidad científica, técnica y cultural de nuestros políticos es la responsable de no modificar las secuelas de la pobreza en la salud. Bien harían nuestros jerarcas sí leyesen el artículo de Eppig.
No me disculpo por el título de este artículo. Los conocedores del lenguaje sugieren, con razón, no utilizar pleonasmos. En cambio, la realidad permite y exige tocar” el lenguaje. En el rubro salud, la pobreza, sobre todo en los niños, muestra, con frecuencia, las caras más miserables del binomio enfermedad y pobreza. Esas lacras las padecen quienes no tienen la oportunidad de acceder al mundo por sus precarias condiciones económicas. Esa realidad la explotan los políticos de los países pobres cuando desean conseguir votos para sus campañas. Un estudio científico reciente demuestra por qué las personas de escasos recursos económicos tienen pocas oportunidades de ascender en las escalas económicas, sociales y culturales.
En la edición de julio de 2010 de la revista Proceedings of the Royal Society of Biological Sciences, Christopher Eppig y sus colaboradores publicaron el artículo “Parasite prevalence and the worldwide distribution of cognitive ability” (Prevalencia parasitaria y la distribución mundial de habilidades cognitivas), donde confirman, por medio de una serie de experimentos muy cuidadosos, lo que el lego y los médicos sospechan o saben: los cerebros de los niños que sufren infecciones o enfermedades parasitarias no se desarrollan adecuadamente. La razón es tan obvia como dramática: los parásitos y las enfermedades infecciosas utilizan las calorías requeridas por el cerebro para desarrollarse.
Los argumentos del grupo de Christopher Eppig son contundentes. Los cerebros de los recién nacidos, explican los investigadores, utilizan 87 por ciento de la energía proveniente de los alimentos para funcionar adecuadamente; a los cinco años utilizan 44 por ciento; a los diez años, 34 por ciento, y, en los adultos 25 por ciento. Esa energía es indispensable para que el cerebro funcione normalmente. En los niños enfermos, continúan explicando, los parásitos impiden la absorción de energía y, por extensión, el desarrollo del cerebro. Son cuatro las razones: 1) algunos parásitos se nutren de los tejidos del huésped; esas pérdidas las suple el cuerpo utilizando su propia energía. 2) los parásitos, al producir diarrea, impiden la absorción adecuada de nutrientes. 3) algunos virus utilizan a las células del cuerpo para reproducirse a sí mismos; ese proceso consume la energía del cuerpo. 4) las infecciones activan el sistema inmunológico del huésped para contrarrestar la agresión; ese hecho también consume energía.
Las consecuencias de esas infecciones son devastadoras. Los países donde el nivel de inteligencia es menor son aquellos donde la prevalencia –proporción de personas que sufren una enfermedad respecto del total de la población– de infecciones es mayor; lo inverso también es cierto: en las naciones donde las infecciones no son frecuentes el promedio de inteligencia es mayor. Además, el estudio demostró que las infecciones se correlacionan más estrechamente con el nivel de inteligencia que otros factores cruciales, como la buena nutrición, la riqueza, la educación o el clima.
Los datos de Eppig y sus colegas demuestran una de las razones por las cuáles los niños pobres del Tercer Mundo carecen de oportunidades para competir en la sociedad. Aunque los hallazgos del estudio no pertenecen al rubro de la política los políticos deben conocer la magnitud de la tragedia. En México, donde la pobreza, amén de ser decreto presidencial y partidista es endémica, quienes detentan el poder y mal usan el dinero de la nación son los responsables de la imposibilidad de mejorar la calidad de vida de más de la mitad de sus conciudadanos. La responsabilidad estriba en la prevalencia de parasitosis, enfermedades infecciosas y desnutrición de los niños pobres y en la falta de tratamiento oportuno y adecuado.
Proteger a la niñez de enfermedades infecciosas y parasitarias incrementaría la capacidad intelectual y las oportunidades de los niños para acceder a la sociedad que les ha cerrado las puertas. Hace casi 21 años, la Asamblea General de la ONU aprobó por unanimidad la Convención sobre los Derechos del Niño. Nuestro gobierno ratificó el convenio al año siguiente: ¿por qué no hacerlo si no cuesta firmar decretos? Aunque el informe reciente del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia asevera que desde entonces se han realizado grandes progresos, dudo mucho que esa información sea veraz. Cuando se conoce o se escucha lo que sucede en la sierra de Guerrero, en las serranías, desiertos, o lo que queda de los bosques de estados como Chiapas, Zacatecas y Oaxaca es lícito cuestionar la información proporcionada por Naciones Unidas. En México, pocos presidentes, pocos ministros, pocos rectores de universidades y pocos empresarios provienen de esas regiones. La miseria moral y la incapacidad científica, técnica y cultural de nuestros políticos es la responsable de no modificar las secuelas de la pobreza en la salud. Bien harían nuestros jerarcas sí leyesen el artículo de Eppig.
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