Mauricio Merino / El Universal
Creo que todavía no hemos cobrado conciencia suficiente sobre el tamaño de los desafíos que están retando a México. Decir esto suena a lugar común, pero lo cierto es que la magnitud de los problemas no sólo rebasa con mucho la capacidad de respuesta del gobierno, sino incluso nuestra imaginación. ¿Unos reos saliendo por las noches a matar personas, para volver después a sus celdas?, ¿Unos reporteros secuestrados para dictar contenidos a los noticiarios?, ¿Una hora de pantalla negra en lugar del programa de televisión amenazado por los criminales? ¿Qué es esto?
La violencia que estamos viviendo es quizás mayor —¿se pueden usar adverbios de cantidad en un tema como éste?— por los niveles de corrupción, incertidumbre y deshumanización que la rodean. Nos estamos habituando a las cifras, pero nunca a la brutalidad de los crímenes que se cometen. No sólo son los hechos violentos en sí mismos, sino la saña y el odio con los que se hacen los que transmiten la más absoluta pérdida de sentido humano: nada de compasión, nada de piedad. Cada vez sabemos más de crímenes que añaden la crueldad y el terror deliberado a la humillación que de suyo traen consigo. Hasta el punto de celebrar que tras el robo, el asalto o el secuestro no haya habido torturas ni mutilaciones.
No sorprende que la cifra negra de la criminalidad —los crímenes que nunca se denuncian— cuadriplique la estadística oficial. No sabemos cuántos ni mucho menos quiénes, pero todos advertimos que una porción muy relevante de las autoridades está coludida o comprada o amenazada por los delincuentes. Y la verdad es que desconfiamos de los policías y de los ministerios públicos, excepto cuando transamos su lealtad, no sólo porque tras las denuncias casi nunca pasa nada, sino porque denunciar genera más angustias, más riesgos y más costos. Contra todo manual cívico, el consejo más prudente que recibe alguien que ha salido a salvo de algún crimen es guardar silencio. Al miedo se suma el desamparo. ¿Ante quién se acude?, ¿Cómo nos defendemos?
Sería deseable que el ataque a los periodistas que rodean a la valiente y admirable Denise Maerker en Punto de Partida y al grupo Milenio no quedara impune (¿cuántas veces se ha dicho lo mismo?). Pero mucho me temo que habremos de conformarnos con el solo hecho de que salieron vivos y —aunque nadie sale completamente ileso de un secuestro— cabe desear que su cautiverio haya generado ya, por fin, las condiciones para que los medios de comunicación en su conjunto cobren conciencia de la gravedad del deterioro en el que estamos y produzcan las redes, la tecnología, la comunicación y los criterios para defender su oficio y sus espacios.
Pero habrá que tomar nota de las lecciones (terribles) de todo este episodio: la fuerza de los medios y el aplomo de los negociadores valió, acaso, para obtener la liberación rápida de los rehenes. Denise Maerker dice que también debe aplaudirse a los especialistas antisecuestros de la Policía Federal. Sin embargo, nadie fue detenido en la operación que llevó al rescate de los secuestrados ni tampoco se sabe bien a bien qué sucedió con las demás personas que estaban en la misma situación. Gracias a la fuerza de los medios se pudo salvar la vida de los plagiados, pero los criminales seguirán indemnes y la defensa posterior, si cabe alguna, no vendrá tanto de las autoridades cuanto de las redes de solidaridad entre los propios medios.
Algo que debía extenderse, hasta donde y como sea posible, a todos los demás miembros de la sociedad, pues hace mucho que todo esto dejó de ser un asunto exclusivo entre el gobierno y los criminales —aunque así lo quiera ver, obstinadamente, el presidente Calderón— para convertirse en una alarma nacional. Y como demuestra el caso de los periodistas de Milenio y Televisa, mientras más aislados, temerosos y solos nos veamos, más vulnerables nos volvemos. Una vieja consigna de sabiduría política: los buenos siempre ganan… cuando son más que los malos.
Es preciso romper el aislamiento individual en el que nos ha metido el gobierno de Calderón, esperando que algún día nos ofrezca resultados, para imaginar nuevas respuestas colectivas ante el miedo, el odio y la violencia en los que estamos. Es necesario salir de esta soledad recelosa y desconfiada de la que nos hemos enfermado, pues mientras más muros se levanten, más puertas se cierren y más ejércitos privados se contraten, más poderosa será la delincuencia organizada y más prósperos sus cómplices. Que éste sea el último horror indispensable para recuperar la dignidad de nuestro espacio público.
Profesor investigador del CIDE
Creo que todavía no hemos cobrado conciencia suficiente sobre el tamaño de los desafíos que están retando a México. Decir esto suena a lugar común, pero lo cierto es que la magnitud de los problemas no sólo rebasa con mucho la capacidad de respuesta del gobierno, sino incluso nuestra imaginación. ¿Unos reos saliendo por las noches a matar personas, para volver después a sus celdas?, ¿Unos reporteros secuestrados para dictar contenidos a los noticiarios?, ¿Una hora de pantalla negra en lugar del programa de televisión amenazado por los criminales? ¿Qué es esto?
La violencia que estamos viviendo es quizás mayor —¿se pueden usar adverbios de cantidad en un tema como éste?— por los niveles de corrupción, incertidumbre y deshumanización que la rodean. Nos estamos habituando a las cifras, pero nunca a la brutalidad de los crímenes que se cometen. No sólo son los hechos violentos en sí mismos, sino la saña y el odio con los que se hacen los que transmiten la más absoluta pérdida de sentido humano: nada de compasión, nada de piedad. Cada vez sabemos más de crímenes que añaden la crueldad y el terror deliberado a la humillación que de suyo traen consigo. Hasta el punto de celebrar que tras el robo, el asalto o el secuestro no haya habido torturas ni mutilaciones.
No sorprende que la cifra negra de la criminalidad —los crímenes que nunca se denuncian— cuadriplique la estadística oficial. No sabemos cuántos ni mucho menos quiénes, pero todos advertimos que una porción muy relevante de las autoridades está coludida o comprada o amenazada por los delincuentes. Y la verdad es que desconfiamos de los policías y de los ministerios públicos, excepto cuando transamos su lealtad, no sólo porque tras las denuncias casi nunca pasa nada, sino porque denunciar genera más angustias, más riesgos y más costos. Contra todo manual cívico, el consejo más prudente que recibe alguien que ha salido a salvo de algún crimen es guardar silencio. Al miedo se suma el desamparo. ¿Ante quién se acude?, ¿Cómo nos defendemos?
Sería deseable que el ataque a los periodistas que rodean a la valiente y admirable Denise Maerker en Punto de Partida y al grupo Milenio no quedara impune (¿cuántas veces se ha dicho lo mismo?). Pero mucho me temo que habremos de conformarnos con el solo hecho de que salieron vivos y —aunque nadie sale completamente ileso de un secuestro— cabe desear que su cautiverio haya generado ya, por fin, las condiciones para que los medios de comunicación en su conjunto cobren conciencia de la gravedad del deterioro en el que estamos y produzcan las redes, la tecnología, la comunicación y los criterios para defender su oficio y sus espacios.
Pero habrá que tomar nota de las lecciones (terribles) de todo este episodio: la fuerza de los medios y el aplomo de los negociadores valió, acaso, para obtener la liberación rápida de los rehenes. Denise Maerker dice que también debe aplaudirse a los especialistas antisecuestros de la Policía Federal. Sin embargo, nadie fue detenido en la operación que llevó al rescate de los secuestrados ni tampoco se sabe bien a bien qué sucedió con las demás personas que estaban en la misma situación. Gracias a la fuerza de los medios se pudo salvar la vida de los plagiados, pero los criminales seguirán indemnes y la defensa posterior, si cabe alguna, no vendrá tanto de las autoridades cuanto de las redes de solidaridad entre los propios medios.
Algo que debía extenderse, hasta donde y como sea posible, a todos los demás miembros de la sociedad, pues hace mucho que todo esto dejó de ser un asunto exclusivo entre el gobierno y los criminales —aunque así lo quiera ver, obstinadamente, el presidente Calderón— para convertirse en una alarma nacional. Y como demuestra el caso de los periodistas de Milenio y Televisa, mientras más aislados, temerosos y solos nos veamos, más vulnerables nos volvemos. Una vieja consigna de sabiduría política: los buenos siempre ganan… cuando son más que los malos.
Es preciso romper el aislamiento individual en el que nos ha metido el gobierno de Calderón, esperando que algún día nos ofrezca resultados, para imaginar nuevas respuestas colectivas ante el miedo, el odio y la violencia en los que estamos. Es necesario salir de esta soledad recelosa y desconfiada de la que nos hemos enfermado, pues mientras más muros se levanten, más puertas se cierren y más ejércitos privados se contraten, más poderosa será la delincuencia organizada y más prósperos sus cómplices. Que éste sea el último horror indispensable para recuperar la dignidad de nuestro espacio público.
Profesor investigador del CIDE
No hay comentarios:
Publicar un comentario