Luis Linares Zapata / La Jornada
A México, en su actual vida institucional, familiar, económica y hasta individual, lo maniatan, cuando menos, cuatro supraentes que lo subordinan a sus dictados hegemónicos. Los intereses, el pensamiento y sus formas de operar están sólidamente interrelacionados y forman onerosas cadenas sistémicas de mando y control. Poco, en verdad muy poco de lo sustantivo, se mueve por fuera de sus esferas de influencia. Las consecuencias de tal situación se condensan en atrasos organizativos y mentales que llegan a tipificarse de seculares. Distorsiones cotidianas que se enquistan para transformarse en conductas enfermizas del conjunto social. Sobrecostos que impiden un sano desarrollo productivo y, al final, penas a veces inenarrables para aquellos situados en desventaja, es decir, para las mayorías de abajo.
Los nombres, títulos o descripciones de tales formaciones son harto conocidos pero hay urgencia de repetirlos hasta por un sano afán exorcizador. Una primera lista incluye, en destacado lugar, a los variados grupos de presión que han conformado las elites locales. Pero ellos no están solos. Los arropa la abarcante y densa presencia del imperialismo estadunidense. El vecino del norte extiende sus ramificaciones hasta tocar casi todos los ámbitos de la vida organizada y personal de los mexicanos. Sin embargo, estos dos fenómenos concurrentes no podrían ejercer tan libremente sus pasiones, no podrían subyugar voluntades, hacerse obedecer por las masas o imponer sus intereses, sin el apoyo de un sustrato ideológico legitimador de sus actos y destrozos. El neoliberalismo, como entramado de formulaciones conceptuales y situado como el acabado horizonte del pensamiento dominante, es la fuerza activa que se cuela por toda la porosidad del cuerpo social. Es, con firmeza singular, el discurso adoptado, casi a cabalidad, tanto por el imperio como por todos y cada uno de los grupos de poder.
Al final, lo enunciado anteriormente exige, necesita, de un aparato mediatizador acorde para que difunda aquello que cimentará, en la mente colectiva, los distractores indispensables para orientar incautos. Uno que inculque los valores concordantes con la ética de dominio y subordinación. Medios de comunicación que puedan establecer agendas convenientes, disfrazar errores, ningunear reacciones contrarias, ocultar molestias o normar conductas consonantes con lo establecido. Este es, en verdad, el punto nodal donde confluyen los atractivos y ambicionados ríos del poder. Sin los medios de comunicación masiva el edificio de subordinación no podría existir o, al menos, extender su vigencia por los variados confines de la actualidad. Llegan, los medios y sus acólitos oficiantes, a constituirse, ellos mismos, como parte sustantiva de los grupos de poder, su mera avanzada. En estos días de iniciativas voluntariosas, de poca monta por imitativa (CNN y sus héroes), se les puede observar con claridad en sus pretensiones, retórica y afanes manipuladores del imaginario cotidiano.
Los instrumentos utilizados por el imperio estadunidense son variados y se superponen con los siglos. Su penetración se inició allá por los albores de la Independencia. En esos aciagos tiempos donde las elites en turno sólo pretendían sustituir una metrópolis por otra: Madrid o Londres, París, Viena o Washington, capital ésta donde se quedaron cómodamente estacionadas. A cada intervención gringa siguió el anclaje económico hasta que, con los años y el ralo flujo de capitales neocolonizadores, se ideó el núcleo central del yugo estadunidense. Su concreción se dio con enredadas normas supuestamente negociadas y codificadas en el famoso TLC. México se disfrazó así, de la noche al amanecer, como potencia exportadora, un socio de oportunidad para la entrada al gran mercado del norte. Pero esto fue sólo una apariencia, con ribetes de maquiladora. Lo cierto es que, como corolario indeseable, se consolidó, hasta de manera compulsiva, toda una maquinaria importadora de enormes proporciones. Los déficit con Asia y Europa lo ejemplifican. Como sólo una derivada a enumerar, se desmanteló el campo y se claudicó de los mandamientos clave para la independencia del país: la seguridad y soberanía alimentaria. El estómago de los mexicanos ahora depende de circunstancias y condicionantes externas, estadunidenses. La industria automotriz, la cabeza de playa argumentativa para sostener el éxito del TLC, no ha generado más empleo que la humilde y hasta despreciada industria de la masa y las tortillas. La tecnología y la investigación científica se redujeron a confines ridículos de franquicias y regalías, simuladoras para la evasión impositiva de los extranjeros, que poco aportan al erario y a una fábrica nacional que es, según dicen, la decimosegunda del mundo.
Las elites mexicanas, puntales internos para la penetración imperial, son la parte dolorosa de la deformada realidad que ahora se tilda de normalidad. Parasitarias en lo general, ayunas de imaginación y plagadas de temores y conservadurismo inmovilizador, no han podido conducir al resto de la comunidad hacia mejores estadios de desarrollo. Menos aún hacia la madurez democrática que cada día se tuerce más en urnas manipuladas, indebida propaganda y tribunales capturados. Las elites sólo piensan en aumentar privilegios y mantenerse en el cuarto de las decisiones, no para darle salida a los problemas, sino para servirse de los bienes públicos en un constante tráfico de influencias y uso ilegal de información relevante. Ahora quieren limpiarse un tanto la cara y las manos del lodo que han acumulado. Idearon una trama superflua y retórica para mostrar –dicen con voz que quiere ser hasta profética– lo mejor, lo sano, lo bueno que está por ahí, en algún rincón. Sacar a la luz de los reflectores electrónicos ese México que se opone a la violencia, el que construye y del que hay que estar orgullosos. Para ello destinarán unos cuantos milloncejos en premios, un vivo y mesurable testimonio de sus desinteresadas compulsiones subyacentes.
Qué clase de celebración se tiene delante en tiempos de centenarios y bicentenarios que acarrean osamentas de héroes hacia destinos ignotos. Cráneos puestos en manos de burócratas de la cultura que, dicen, serán purificados de impurezas. Habrá que dar la voz de alerta porque lo siguiente, a pesar del bendito futbol, no es nada halagüeño, menos aún si se es obrero sindicalizado en vías de extinción.
A México, en su actual vida institucional, familiar, económica y hasta individual, lo maniatan, cuando menos, cuatro supraentes que lo subordinan a sus dictados hegemónicos. Los intereses, el pensamiento y sus formas de operar están sólidamente interrelacionados y forman onerosas cadenas sistémicas de mando y control. Poco, en verdad muy poco de lo sustantivo, se mueve por fuera de sus esferas de influencia. Las consecuencias de tal situación se condensan en atrasos organizativos y mentales que llegan a tipificarse de seculares. Distorsiones cotidianas que se enquistan para transformarse en conductas enfermizas del conjunto social. Sobrecostos que impiden un sano desarrollo productivo y, al final, penas a veces inenarrables para aquellos situados en desventaja, es decir, para las mayorías de abajo.
Los nombres, títulos o descripciones de tales formaciones son harto conocidos pero hay urgencia de repetirlos hasta por un sano afán exorcizador. Una primera lista incluye, en destacado lugar, a los variados grupos de presión que han conformado las elites locales. Pero ellos no están solos. Los arropa la abarcante y densa presencia del imperialismo estadunidense. El vecino del norte extiende sus ramificaciones hasta tocar casi todos los ámbitos de la vida organizada y personal de los mexicanos. Sin embargo, estos dos fenómenos concurrentes no podrían ejercer tan libremente sus pasiones, no podrían subyugar voluntades, hacerse obedecer por las masas o imponer sus intereses, sin el apoyo de un sustrato ideológico legitimador de sus actos y destrozos. El neoliberalismo, como entramado de formulaciones conceptuales y situado como el acabado horizonte del pensamiento dominante, es la fuerza activa que se cuela por toda la porosidad del cuerpo social. Es, con firmeza singular, el discurso adoptado, casi a cabalidad, tanto por el imperio como por todos y cada uno de los grupos de poder.
Al final, lo enunciado anteriormente exige, necesita, de un aparato mediatizador acorde para que difunda aquello que cimentará, en la mente colectiva, los distractores indispensables para orientar incautos. Uno que inculque los valores concordantes con la ética de dominio y subordinación. Medios de comunicación que puedan establecer agendas convenientes, disfrazar errores, ningunear reacciones contrarias, ocultar molestias o normar conductas consonantes con lo establecido. Este es, en verdad, el punto nodal donde confluyen los atractivos y ambicionados ríos del poder. Sin los medios de comunicación masiva el edificio de subordinación no podría existir o, al menos, extender su vigencia por los variados confines de la actualidad. Llegan, los medios y sus acólitos oficiantes, a constituirse, ellos mismos, como parte sustantiva de los grupos de poder, su mera avanzada. En estos días de iniciativas voluntariosas, de poca monta por imitativa (CNN y sus héroes), se les puede observar con claridad en sus pretensiones, retórica y afanes manipuladores del imaginario cotidiano.
Los instrumentos utilizados por el imperio estadunidense son variados y se superponen con los siglos. Su penetración se inició allá por los albores de la Independencia. En esos aciagos tiempos donde las elites en turno sólo pretendían sustituir una metrópolis por otra: Madrid o Londres, París, Viena o Washington, capital ésta donde se quedaron cómodamente estacionadas. A cada intervención gringa siguió el anclaje económico hasta que, con los años y el ralo flujo de capitales neocolonizadores, se ideó el núcleo central del yugo estadunidense. Su concreción se dio con enredadas normas supuestamente negociadas y codificadas en el famoso TLC. México se disfrazó así, de la noche al amanecer, como potencia exportadora, un socio de oportunidad para la entrada al gran mercado del norte. Pero esto fue sólo una apariencia, con ribetes de maquiladora. Lo cierto es que, como corolario indeseable, se consolidó, hasta de manera compulsiva, toda una maquinaria importadora de enormes proporciones. Los déficit con Asia y Europa lo ejemplifican. Como sólo una derivada a enumerar, se desmanteló el campo y se claudicó de los mandamientos clave para la independencia del país: la seguridad y soberanía alimentaria. El estómago de los mexicanos ahora depende de circunstancias y condicionantes externas, estadunidenses. La industria automotriz, la cabeza de playa argumentativa para sostener el éxito del TLC, no ha generado más empleo que la humilde y hasta despreciada industria de la masa y las tortillas. La tecnología y la investigación científica se redujeron a confines ridículos de franquicias y regalías, simuladoras para la evasión impositiva de los extranjeros, que poco aportan al erario y a una fábrica nacional que es, según dicen, la decimosegunda del mundo.
Las elites mexicanas, puntales internos para la penetración imperial, son la parte dolorosa de la deformada realidad que ahora se tilda de normalidad. Parasitarias en lo general, ayunas de imaginación y plagadas de temores y conservadurismo inmovilizador, no han podido conducir al resto de la comunidad hacia mejores estadios de desarrollo. Menos aún hacia la madurez democrática que cada día se tuerce más en urnas manipuladas, indebida propaganda y tribunales capturados. Las elites sólo piensan en aumentar privilegios y mantenerse en el cuarto de las decisiones, no para darle salida a los problemas, sino para servirse de los bienes públicos en un constante tráfico de influencias y uso ilegal de información relevante. Ahora quieren limpiarse un tanto la cara y las manos del lodo que han acumulado. Idearon una trama superflua y retórica para mostrar –dicen con voz que quiere ser hasta profética– lo mejor, lo sano, lo bueno que está por ahí, en algún rincón. Sacar a la luz de los reflectores electrónicos ese México que se opone a la violencia, el que construye y del que hay que estar orgullosos. Para ello destinarán unos cuantos milloncejos en premios, un vivo y mesurable testimonio de sus desinteresadas compulsiones subyacentes.
Qué clase de celebración se tiene delante en tiempos de centenarios y bicentenarios que acarrean osamentas de héroes hacia destinos ignotos. Cráneos puestos en manos de burócratas de la cultura que, dicen, serán purificados de impurezas. Habrá que dar la voz de alerta porque lo siguiente, a pesar del bendito futbol, no es nada halagüeño, menos aún si se es obrero sindicalizado en vías de extinción.
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