viernes, 12 de febrero de 2010

REFORMA POLÍTICA Y VIOLENCIA

José Fernández Santillán / El Universal
Cuando uno revisa el paquete de reformas políticas del presidente Felipe Calderón, la conclusión a la que llega es que esta propuesta es producto de la “ingeniería constitucional”, es decir, de una serie de arreglos mecánicos en los órganos de gobierno para fortalecer a la Presidencia de la República y debilitar al Congreso de la Unión. Nada tendría de malo el que, desde Los Pinos, se tratara de apuntalar el poder, bastante alicaído, del gobierno federal para así, supuestamente, darle fuerza al Estado mexicano.
Esa fue la manera en que pensaron, por ejemplo, los Constituyentes de 1917, quienes inspirados en el libro La Constitución y la dictadura, escrito por don Emilio Rabasa, decidieron establecer un régimen con predominio del Ejecutivo para hacer frente a la anarquía imperante después de la derrota del porfiriato, en la primera etapa de la Revolución, y la subsecuente victoria, en la segunda etapa, del Ejército Constitucionalista sobre las demás facciones armadas. Así se creó el Leviatán que le dio estabilidad política y paz social durante muchas décadas a nuestro país.
Sin embargo, aunque los diez puntos de la propuesta del presidente Felipe Calderón tienen una unidad de propósito según la teoría de las opciones racionales (Rational Choice), el problema es que está desfasada en el tiempo. Las personas que ayudaron al primer mandatario de nuestro país a redactar el decálogo en cuestión, no tomaron en cuenta que el ciclo histórico del presidencialismo está llegando a su fin. En consecuencia, es absurdo tratar de rehabilitarlo por medios ortopédicos.
Ciertamente, durante la época de gloria del poder presidencial, el país mantuvo un orden que le permitió alcanzar un desarrollo económico sostenido. No obstante, al venir a menos el poder político concentrado en la figura de solamente una persona también comenzaron a aparecer la violencia y el estancamiento económico.
Hoy el país, ciertamente, se ha democratizado. Una expresión, entre otras muchas de este cambio, es el avance de la pluralidad y la importancia que ha adquirido el Congreso de la Unión. Con todo y eso, no hemos terminado de superar el presidencialismo. Por consiguiente, el mayor reto que tiene frente a sí la reforma política en México es la de combinar la democratización con el restablecimiento de la paz social y el progreso económico. Pasar de un Estado autoritario en declive al fortalecimiento del Estado por la vía de la democratización para poder solucionar el desorden imperante.
Una visión tecnocrática de la política en la que, como en un juego de Nintendo, las piezas se acomoden para lograr congruencia según los dictados de la mencionada “ingeniería constitucional”, no va a ayudar a que la adaptación de los órganos del Estado restablezca la concordia. Como dice Alfred Cobban: “Lo que pasa por ser la ‘ciencia política’ empírica es frecuentemente una divisa para evadir la política sin haber alcanzado el grado de ciencia”.
Hay que decirlo con claridad: la ruta que debe tomar la transformación política para darle fuerza al Estado mexicano es la del parlamentarismo. Ello traería consigo una mayor estabilidad política mediante la fijación de mayorías estables en el Congreso de la Unión.
No es la reparación del antiguo Leviatán lo que nos va a sacar de problemas, sino la instauración de un yo común en el que podamos participar y decidir todos los mexicanos. Eso, de paso, impulsaría el desarrollo económico que se ha venido postergando por la necedad de mantener una política financiera inoperante.



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