John M. Ackerman-Revista Proceso
En la actual coyuntura de discusión de la reforma política, y de cara a una posible nueva reforma electoral, habría que evitar la tentación de importar a nuestro país el modelo de competencia política estadunidense. Se equivocan quienes, como Felipe Calderón y numerosos analistas, creen que México debería seguir el esquema que existe en Estados Unidos, ya que aquel sistema es profundamente corrupto, elitista y desigual.
El fallo del pasado 21 de enero de la Suprema Corte de Estados Unidos, que elimina uno de los pocos candados existentes al financiamiento de las campañas políticas por parte de las corporaciones, revela la gravedad de la crisis del sistema de partidos de aquel país. En su voto disidente, el ministro John Paul Stevens afirmó que “la decisión de la Corte amenaza con minar la integridad de las instituciones de elección popular a lo largo de la nación. El camino que se tomó para llegar a la conclusión, me temo, será muy dañino para esta institución”.
No es para menos. En su sentencia, los cinco ministros de la mayoría “conservadora” de la Corte cometen varias pifias imperdonables. Primero, confunden de manera engañosa la libertad de expresión con la libertad de contratación. De acuerdo con los juzgadores, no existe ningún otro principio –como pudiera ser el de la equidad o el del interés público– que justifique la existencia de regulación alguna a la compra de mensajes políticos por las empresas. En consecuencia, la Corte no toleró que se siga prohibiendo la contratación directa por corporaciones de propaganda a favor o en contra de candidatos durante los 30 días antes de la realización de una elección popular.
Ya desde antes las empresas estadunidenses tenían derecho a donar importantes sumas de dinero a través de los famosos Comités de Acción Política (Political Action Comittees), que pueden hacer campañas abiertamente a favor de cualquier candidato, así como a comprar propaganda libremente, siempre y cuando no mencionaran por su nombre a alguno de los candidatos y no lo hicieran dentro de los 30 días previos a la elección. Sin embargo, de acuerdo con la exagerada interpretación de la Suprema Corte, estas amplias vías para expresar sus puntos de vista no garantizaban que las empresas pudieran comunicarse plenamente con la sociedad.
Segundo: Los ministros alegan que las corporaciones cuentan con los mismos derechos que los ciudadanos. Por lo tanto, el Estado tendría la obligación de tutelar tanto los derechos de las personas morales como de las personas físicas. Con este tipo de lógica, se da al traste con décadas de desarrollo de la teoría y la práctica en los campos de los derechos humanos y la democracia.
La corporación es un artificio de las leyes estatales para regular la actividad económica. Las corporaciones no votan ni pueden ser votadas, y mucho menos tienen opiniones o pensamientos propios. Evidentemente, habría que defender la libertad de expresión de los accionistas, los directivos, los empleados y los clientes de las empresas, pero esto es algo muy distinto a tutelar la libertad de expresión de una corporación como tal.
Con la elevación de las personas morales al estatus de las personas físicas, se confirma desde el máximo tribunal del país vecino que su sistema político no se rige por principios democráticos del “gobierno de y para el pueblo”, sino por principios oligárquico-empresariales de un gobierno “de y para las corporaciones”. Asimismo, se ponen en riesgo los derechos humanos, ya que bajo esta lógica una empresa podría violar impunemente las garantías más básicas de los ciudadanos, incluyendo el derecho a la vida o a la salud, bajo el argumento de que los derechos de la empresa, por ejemplo a la propiedad o a la ganancia, tendrían el mismo rango y prioridad.
Tercero: Con sus razonamientos, los ministros también dan carta blanca para la descarada compra y venta de políticas públicas y programas gubernamentales. La sentencia señala que lo único que el gobierno puede hacer para “prevenir la corrupción o la percepción de corrupción” en el ámbito político es por medio de la prohibición del intercambio directo de dinero u otros apoyos por compromisos políticos, el llamado quid pro quo o toma y daca. Así, la Corte se niega a pensar de manera integral el fenómeno de la “captura” del Estado, al imaginar que la única forma de corromper a un político es por medio de un soborno. Pero cualquiera sabe que un político puede ser “comprado” de mil maneras sin que se tenga que cometer la ingenuidad de dejar rastro de una propiedad o una prebenda incómoda.
El fallo de la Corte de Estados Unidos marca la consolidación del modelo de desregulación y libertinaje político que ha caracterizado al sistema político de aquel país desde hace décadas. Con la crisis financiera mundial, se encuentran a los ojos de todos los nefastos efectos de la desregularización en materia económica. Sin embargo, por alguna extraña razón los políticos todavía no se han dado cuenta de que la radical desregularización de la política es igual de peligrosa.
Para rectificar el camino antes de que sea demasiado tarde, los políticos estadunidenses harían bien en aprender del caso mexicano, donde hemos instalado un sistema de estricta regulación de la esfera política, si bien en la práctica su aplicación ha estado manchada por la simulación, la impunidad y el fraude generalizados. Qué trágico sería que en lugar de que los mexicanos se erijan en maestros y tutores de los estadunidenses, los políticos mexicanos se subsuman una vez más en las directrices que vienen de fuera y accedan a desmantelar el sistema que actualmente tenemos, todo con el fin de seguir “el sueño americano”.
En la actual coyuntura de discusión de la reforma política, y de cara a una posible nueva reforma electoral, habría que evitar la tentación de importar a nuestro país el modelo de competencia política estadunidense. Se equivocan quienes, como Felipe Calderón y numerosos analistas, creen que México debería seguir el esquema que existe en Estados Unidos, ya que aquel sistema es profundamente corrupto, elitista y desigual.
El fallo del pasado 21 de enero de la Suprema Corte de Estados Unidos, que elimina uno de los pocos candados existentes al financiamiento de las campañas políticas por parte de las corporaciones, revela la gravedad de la crisis del sistema de partidos de aquel país. En su voto disidente, el ministro John Paul Stevens afirmó que “la decisión de la Corte amenaza con minar la integridad de las instituciones de elección popular a lo largo de la nación. El camino que se tomó para llegar a la conclusión, me temo, será muy dañino para esta institución”.
No es para menos. En su sentencia, los cinco ministros de la mayoría “conservadora” de la Corte cometen varias pifias imperdonables. Primero, confunden de manera engañosa la libertad de expresión con la libertad de contratación. De acuerdo con los juzgadores, no existe ningún otro principio –como pudiera ser el de la equidad o el del interés público– que justifique la existencia de regulación alguna a la compra de mensajes políticos por las empresas. En consecuencia, la Corte no toleró que se siga prohibiendo la contratación directa por corporaciones de propaganda a favor o en contra de candidatos durante los 30 días antes de la realización de una elección popular.
Ya desde antes las empresas estadunidenses tenían derecho a donar importantes sumas de dinero a través de los famosos Comités de Acción Política (Political Action Comittees), que pueden hacer campañas abiertamente a favor de cualquier candidato, así como a comprar propaganda libremente, siempre y cuando no mencionaran por su nombre a alguno de los candidatos y no lo hicieran dentro de los 30 días previos a la elección. Sin embargo, de acuerdo con la exagerada interpretación de la Suprema Corte, estas amplias vías para expresar sus puntos de vista no garantizaban que las empresas pudieran comunicarse plenamente con la sociedad.
Segundo: Los ministros alegan que las corporaciones cuentan con los mismos derechos que los ciudadanos. Por lo tanto, el Estado tendría la obligación de tutelar tanto los derechos de las personas morales como de las personas físicas. Con este tipo de lógica, se da al traste con décadas de desarrollo de la teoría y la práctica en los campos de los derechos humanos y la democracia.
La corporación es un artificio de las leyes estatales para regular la actividad económica. Las corporaciones no votan ni pueden ser votadas, y mucho menos tienen opiniones o pensamientos propios. Evidentemente, habría que defender la libertad de expresión de los accionistas, los directivos, los empleados y los clientes de las empresas, pero esto es algo muy distinto a tutelar la libertad de expresión de una corporación como tal.
Con la elevación de las personas morales al estatus de las personas físicas, se confirma desde el máximo tribunal del país vecino que su sistema político no se rige por principios democráticos del “gobierno de y para el pueblo”, sino por principios oligárquico-empresariales de un gobierno “de y para las corporaciones”. Asimismo, se ponen en riesgo los derechos humanos, ya que bajo esta lógica una empresa podría violar impunemente las garantías más básicas de los ciudadanos, incluyendo el derecho a la vida o a la salud, bajo el argumento de que los derechos de la empresa, por ejemplo a la propiedad o a la ganancia, tendrían el mismo rango y prioridad.
Tercero: Con sus razonamientos, los ministros también dan carta blanca para la descarada compra y venta de políticas públicas y programas gubernamentales. La sentencia señala que lo único que el gobierno puede hacer para “prevenir la corrupción o la percepción de corrupción” en el ámbito político es por medio de la prohibición del intercambio directo de dinero u otros apoyos por compromisos políticos, el llamado quid pro quo o toma y daca. Así, la Corte se niega a pensar de manera integral el fenómeno de la “captura” del Estado, al imaginar que la única forma de corromper a un político es por medio de un soborno. Pero cualquiera sabe que un político puede ser “comprado” de mil maneras sin que se tenga que cometer la ingenuidad de dejar rastro de una propiedad o una prebenda incómoda.
El fallo de la Corte de Estados Unidos marca la consolidación del modelo de desregulación y libertinaje político que ha caracterizado al sistema político de aquel país desde hace décadas. Con la crisis financiera mundial, se encuentran a los ojos de todos los nefastos efectos de la desregularización en materia económica. Sin embargo, por alguna extraña razón los políticos todavía no se han dado cuenta de que la radical desregularización de la política es igual de peligrosa.
Para rectificar el camino antes de que sea demasiado tarde, los políticos estadunidenses harían bien en aprender del caso mexicano, donde hemos instalado un sistema de estricta regulación de la esfera política, si bien en la práctica su aplicación ha estado manchada por la simulación, la impunidad y el fraude generalizados. Qué trágico sería que en lugar de que los mexicanos se erijan en maestros y tutores de los estadunidenses, los políticos mexicanos se subsuman una vez más en las directrices que vienen de fuera y accedan a desmantelar el sistema que actualmente tenemos, todo con el fin de seguir “el sueño americano”.
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