Orlando Delgado Selley / La Jornada
Con el desparpajo que le caracteriza, el gobernador del Banco de México, Agustín Carstens, señaló en Londres que
Otras filiales mexicanas de bancos extranjeros mostraron esta misma
rentabilidad para sus dueños. Sin embargo, si se examina el
funcionamiento bancario desde la perspectiva del crédito, su desempeño
merece otra calificación. Un estudio del Instituto Mexicano para la
Competitividad señala que si hubiera medallas para el sistema bancario, México seguramente se llevaría una. Si fuera por su capacidad para generar utilidades Cartsens tendría razón. Los datos recién publicados sobre resultados al primer semestre de 2012 indican que, por ejemplo, Bancomer generó 13 mil 988 millones de pesos, 0.4 por ciento menos que un año antes, convirtiéndose en la filial más rentable del grupo BBVA, al aportar 57 por ciento de las utilidades totales del grupo. HSBC, pese a haber sido multado con 379 millones de pesos por operaciones irregulares, obtuvo una utilidad neta 56 por ciento mayor que en 2011, alcanzando un monto de 2 mil 326 millones pesos.
el sector financiero mexicano es como un zapato que le queda chico a la economía, pese a haber crecido 13 por ciento en términos reales en los últimos 10 años. La relación del crédito como proporción del PIB en nuestro país es de 23 por ciento, muy lejos de lo que ocurre en los países desarrollados, pero también lejos de otros países latinoamericanos como Chile y Brasil.
La fortaleza de la banca mexicana no está en su capacidad de otorgarle a la economía el crédito que requiere, sino en aprovechar las facilidades regulatorias y fiscales que se le ofrecen. Se trata de un mercado oligopólico, con prácticas en las que los bancos se coluden en lugar de competir, con el fin de incrementar sus ingresos a costa de sus usuarios. La regulación vigente permite que los propios bancos privados decidan el uso de los recursos que captan, lo que hace que se privilegien operaciones de arbitraje e intermediación en la compra-venta de valores. Por eso sólo una de cada tres empresas obtuvo financiamiento de la banca comercial en 2011.
De modo que la calificación que hizo Carstens al sistema
bancario mexicano resulta poco afortunada. En términos estrictos, si de
criterios olímpicos se tratara, la banca mexicana ni siquiera hubiera
llegado a Londres porque no hubiera dado los mínimos requeridos para
participar en la competencia por las medallas. No se trata, sin embargo,
de un gazapo, sino de la visión de un banquero central que está
comprometido solamente con el control de la inflación y no con el
crecimiento de la economía y del empleo. Por eso juzga positivamente el
funcionamiento bancario, aunque le sirva poco a la marcha del país.
El Banco de México, a partir de la ley que le rige desde las reformas
salinistas, es una entidad autónoma del Estado mexicano con un mandato
único. El banco central establece, al margen de cualquier otra instancia
del Estado, sus metas y se evalúa a sí mismo, eso sí informándonos de
las consideraciones que su junta de gobierno incorpora para tomar
decisiones en política monetaria. Así, por ejemplo, durante 2009,
mientras la economía se desbarrancaba, esa junta de gobierno fue
reduciendo paulatinamente la tasa de interés de referencia de un nivel
de 8 por ciento hasta 4.5, cuando decidió detener la reducción y
congelar la tasa de interés en ese nivel. Las consideraciones que
soportaron la decisión del Banco de México eran muy discutibles, pero
dada su condición autónoma son inapelables.
Las reformas neoliberales de los años noventa establecieron como
mandato legal del Banco de México el control de la inflación, dotándolo
de autonomía no sólo para decidir cómo cumplir con ese mandato, sino
incluso para establecer irrestrictamente sus metas. No hay razón para
que esto se mantenga. El nuevo Congreso de la Unión debiera ampliar su
mandato incorporando la promoción del crecimiento y el empleo, limitando
su autonomía a la manera en la que el banco decide cumplir con la meta
que le fijen otras instancias del Estado.
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