La crisis aumenta la brecha entre las regiones del
norte y del sur de la UE
La pugna entre igualitaristas y
partidarios de la diferencia impide la salida de la crisis
Los protestantes del norte
tienden a culpar a los católicos del Sur de vivir por encima de sus
posibilidades
Enrique Gil Calvo / El País
En la
reciente cumbre del 28 de junio, la coalición formada por Monti, Hollande y
Rajoy logró torcer el brazo de la canciller Merkel, forzándola a abdicar de su
intransigente ajuste fiscal, que condenaba a la ruina a los países más
endeudados (los GIPSies:Grecia, Irlanda, Portugal, España e Italia),
para pasar a aceptar un principio de federalismo asimétrico, que concede
ciertos rescates monetarios a cambio de mantener a ultranza la austeridad
fiscal. ¿Quiere esto decir que la nave Europa ha corregido su actual deriva
hacia el desastre financiero? Ojalá fuera así, pero eso sería esperar
demasiado.
Es verdad
que Merkel se ha visto obligada a ceder, por aritmética exigencia de la ley de
Riker de coaliciones políticas. Pero su concesión ha sido mínima, pues el
federalismo financiero que ahora propone no llega al punto de aceptar la
mutualización de las deudas. Con lo que el trato que se aplica a los gipsies
es cualquier cosa menos ventajoso, pues se nos expropia la soberanía fiscal
—que debemos transferir y delegar a Fráncfort—, pero sin perdonarnos a cambio
nuestras deudas, que deberemos seguir pagando con desmedida usura hasta el
último dracma, libra, escudo, peseta y lira.
De modo
que se mantiene intacta la actual fractura europea entre países deudores y
acreedores. Una fractura fundada en la factura fiscal que los países de mayor
renta pretenden girarles a los países de menor capitalización. En este punto el
inflexible rigor fiscal que imponen los países germánicos con Alemania en
cabeza recuerda demasiado a la actitud de la Lega Nord en Italia o a la de CiU
en Cataluña, cuando se resisten a mutualizar su impuesto sobre la renta con el
de los países meridionales pendientes de modernizar. Y esta fractura entre el
Norte enriquecido y el Sur depauperado no ha hecho más que profundizarse,
conforme prosigue su marcha esta crisis de nunca acabar que está extremando
todas las desigualdades. Pero si bien la crisis está agravando la fractura
europea (así como la italiana y española), no podemos pensar por ello que la
esté creando, pues no es así. En realidad, la fractura territorial entre las
diversas regiones de Europa es muy anterior a la crisis actual, pues ya tiene
siglos de historia. Lo que pasa es que hasta ahora creíamos que el proceso de
construcción europea contribuiría a reducir la fractura limando sus asperezas
hasta terminar por allanarla. Pero ahora tememos que no sea así. Al revés, todo
parece indicar que como consecuencia de la crisis la fractura se abre cada vez
más.
¿Cuáles son sus causas remotas? A este respecto se
han aducido muchos factores entre los que destacan dos: el económico, en
función del distinto calendario de industrialización y modernización; y el
geopolítico, a partir del resultado desigual de las recurrentes guerras
europeas (lo que explica que los cuatro pigs mediterráneos fueran
dictaduras tardías solo recientemente democratizadas). En cualquier caso, estos
factores materiales están vinculados a otros factores culturales que, al decir
de los expertos en investigación comparada (como Inglehart), son los que
explican la fractura europea en última instancia. Aquí es donde interviene la
religión, quizás el factor cultural más citado (yo mismo he abusado de él en
estas mismas páginas) a la hora de interpretar las actuales disensiones entre
las clases dirigentes europeas.
El
argumento deriva de la influyente tesis weberiana que atribuye el espíritu del
capitalismo a la ética protestante, especialmente a la puritana (calvinismo,
pietismo alemán, metodismo anglosajón). A partir de ahí, las actuales élites
protestantes tienden a culpar a los católicos del Sur de ser improductivos,
derrochadores y tolerantes con la corrupción, tener propensión a endeudarse y
vivir “por encima de sus posibilidades”. Inversamente, la prensa católica
tiende a culpar a las élites protestantes de rigorismo implacable, que se niega
a perdonar las deudas como si fueran pecados y condena sin piedad a los más
débiles a la ruina y la desesperación. Por eso no debería sorprendernos que en
la reciente cumbre del 28 de junio las coaliciones en pugna se alineasen por
estricta profesión de fe: la tríada católica de Monti, Rajoy y Hollande contra
la campeona luterana del bando protestante. Pera esta explicación religiosa
podría parecer demasiado moderna, si tenemos en cuenta que la fractura
europea ya preexistía con anterioridad a la Reforma.
Y
entonces la pregunta (capciosa) sería: ¿por qué se hicieron los alemanes
luteranos, los holandeses calvinistas y los ingleses puritanos, mientras que
italianos, españoles y franceses persistieron como católicos? Es la cuestión
que se planteó Emmanuel Todd: un demógrafo histórico francés (aunque formado en
la Escuela de Cambridge con Peter Laslett), y actual mentor de Arnaud de
Montebourg (el enfant terrible del socialismo galo), que se propuso
investigar las raíces familiares de la fractura territorial europea. Y en su
obra maestra La invención de Europa, formula una hipótesis fascinante:
la de que todas las revoluciones europeas (la de la imprenta, la religiosa, la
industrial, la burguesa, etcétera), están inspiradas por la forma familiar
típica de cada territorio en que tuvo lugar. De modo que el genius loci,
o espíritu del lugar, se debe al derecho civil, es decir, a las reglas de
sucesión y reparto de la herencia que estructuran las relaciones entre padres,
hijos y hermanos.
Así surgen cuatro formas de familia: la troncal
(típica de Alemania, Escandinavia, Francia suroriental, la Corona de Aragón y
el País Vasconavarro), caracterizada por el autoritarismo paterno y la
desigualdad entre hermanos por atribución de la herencia al primogénito, lo que
habría de generar la revolución de la imprenta, el luteranismo y el
paternalismo de la prusiana revolución desde arriba.
La
familia nuclear absoluta (típica de Holanda e Inglaterra), donde los
hijos se emancipan de sus padres con gran desigualdad entre ellos al repartir
la herencia familiar, lo que generó la invención calvinista del individualismo
y el capitalismo.
La nuclear
igualitaria (típica del centro de Francia, de España y de Italia), donde
los hijos se emancipan de sus padres pero mantienen una fraternal igualdad
entre ellos, dando lugar a los ideales revolucionarios de “libertad, igualdad y
fraternidad”.
Y la
familia comunitaria extensa (típica del sur de Italia y España), donde
los hijos igualitarios permanecen dependiendo de por vida del patriarca
familiar, dando lugar a las mafiosas redes clientelares del familismo amoral.
Y
Emmanuel Todd sugiere que esta arcaica antropología familiar, sedimentada en el
derecho civil privativo de cada lugar, determina las culturas públicas de cada
territorio europeo, cuya fragmentación abre una fractura entre el universalismo
fraterno, típico de los países latinos y católicos (que reivindican la
fraternidad fiscal de la caja común), versus el diferencialismo
asimétrico de germanos, anglosajones, lombardos, catalanes y vasconavarros, a quienes
horroriza el igualitario café para todos (y sus derivadas federales de
mutualización de impuestos y deudas) porque prefieren mantener intactos sus
identidades culturales y sus hechos diferenciales (forales o confederales),
negándose a compartir sus haciendas solidariamente con los demás. Una pugna
entre igualitarismo y diferencialismo que parece impedir hasta el momento tanto
la salida de la crisis como el cierre de la fractura europea.
Enrique
Gil Calvo es
catedrático de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.
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