Fernando Méndez Ibisate /
elEconomista.es
Casi
unánimes han sido en nuestro país las peticiones al BCE, trocadas en críticas
ante su pasividad, para que haga más por la desesperada situación de nuestra
deuda pública y actúe en favor de la financiación de los Estados asfixiados por
la desconfianza de los prestamistas internacionales -si bien ese mismo pánico y
recelo instalado en los mercados financieros permite a los países con crédito
financiarse a tipos muy bajos, e incluso negativos, como es el caso de Alemania
(pero no el único), que logra colocar bonos con cupón cero obteniendo además
una pequeña rentabilidad por la custodia del dinero privado en forma de su
deuda pública-.
Y es que
el núcleo de los problemas de nuestra prima de riesgo, la realidad de por qué
nos exigen unos costes insoportables por nuestro nuevo endeudamiento público es
que no damos confianza sobre nuestra solvencia y capacidad de pago. No vale
alegar un argumento tan vacuo e insulso como que nuestro déficit o deuda
pública todavía son menores que... Nuestra acción política, con el anuncio de
unos Presupuestos que elevan el techo de gasto no financiero un 9,2% (como en
nuestros mejores momentos de demagogia presupuestaria) o con unas autonomías
que no sólo muestran su incapacidad de embridar injusticias, despilfarros,
corruptelas, gastos absolutamente innecesarios y clientelares -realizados en
nombre de una identidad diferenciadora para gloria de los políticos que
administran tales dineros de los contribuyentes-, sino que además ni siquiera
tienen liquidez ni pueden pagar sus compromisos de endeudamiento ya contraído y
agitan banderas y sentimientos de separación e independencia, no parece ser el
marco idóneo para tranquilizar a los prestamistas sobre nuestra solvencia.
Tampoco
nuestra acción económica, con previsiones de decrecimiento y desempleo elevado
en los próximos años, permite mitigar tales inquietudes sobre nuestra posición
futura al respecto. Sabemos qué hacer y se ha repetido hasta la saciedad. Reformas
profundas de nuestro tejido económico y aparato productivo -incluidos cambios
en ciertas formas o fórmulas empresariales- que afectarían a mercados de
bienes, factores (trabajo incluido), distribución, sistemas educativo,
sanitario, de pensiones o instituciones varias que incluyan al propio sistema
judicial. Y, aunque suene raro, verdaderos ajustes o recortes en el gasto
público y en el peso o intromisión del Estado todo, de los políticos, en los
acuerdos o contratos de la sociedad civil. Lo hasta ahora hecho se presenta
como recortes de gasto, pero apenas en esta segunda oleada de medidas ha habido
algunos que realmente afectan al gasto público -y se retrasan hasta tres
años- en tanto que el grueso de las medidas (desde diciembre) ha recaído sobre
los impuestos o bolsillos de los ciudadanos. Ya he referido y cuestionado tanto
el exceso de empleados públicos (sobre todo a partir de la crisis), políticos y
cargos de confianza o de empresas, organismos, entes, consorcios o fundaciones
en toda la Administración Pública, como los perversos sistemas de provisión y
financiación de sanidad, educación o pensiones que arrastramos hace muchas
décadas, incluso desde el franquismo.
Con todos
esos mimbres, más los muchos nacionalismos, trabas, proteccionismos y barreras
que, aún después de décadas, siguen erigiéndose incluso en niveles europeos,
con la consiguiente deformación del mercado único, nuestros problemas no se
resuelven con un mero manguerazo por parte del BCE o la compra masiva de deuda
pública por parte de cualquier fondo destinado a tal fin o incluso, aunque
pudiera, del BCE. Medida que, para colmo, lo normal es que corra de nuevo la
suerte del bucle ya experimentado de préstamo al sistema financiero privado
para adquirir deuda soberana que cae en su valoración y permite eludir reformas
a las autoridades diversas. Incluso en el mejor de los casos, lo que sucedería
con tales políticas es que obtendríamos cierto tiempo o respiro momentáneo en
nuestras nuevas emisiones de deuda, pero no resolvería los problemas que han
creado y alimentan nuestra desastrosa situación.
Pese a
peroratas o despropósitos de economistas -algunos Nobel- y políticos de todos
los partidos con vocación keynesiana e intervencionista, en los últimos tiempos
hemos aprendido -teóricamente y por experiencia- cuán peligrosa es la acción
discrecional de la autoridad monetaria o bancos centrales y la necesidad de que
sus actuaciones sean sencillas y entendibles por los agentes, concretas,
exactas, no volátiles ni cambiantes y fieles a lo anunciado con suficiente
antelación. Sólo así serán eficaces pero, sobre todo, menos dañinas para las
conductas, la formulación de expectativas y los planes de los agentes y, en
definitiva, para el progreso y crecimiento económicos. Con todo, las
expansiones de liquidez apenas logran crear por un tiempo cierta ilusión de
animación económica y terminan estrellándonos contra una realidad peor que la
de partida. Ni siquiera Keynes en la Teoría general de 1936 confió en la
capacidad de la política monetaria expansiva como medio de superar un proceso
de depresión causado por una insuficiencia de demanda. Pero ésta es otra
historia.
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