miércoles, 1 de agosto de 2012

¿DEBE O NO INTERVENIR EL BCE?


Fernando Méndez Ibisate / elEconomista.es
Casi unánimes han sido en nuestro país las peticiones al BCE, trocadas en críticas ante su pasividad, para que haga más por la desesperada situación de nuestra deuda pública y actúe en favor de la financiación de los Estados asfixiados por la desconfianza de los prestamistas internacionales -si bien ese mismo pánico y recelo instalado en los mercados financieros permite a los países con crédito financiarse a tipos muy bajos, e incluso negativos, como es el caso de Alemania (pero no el único), que logra colocar bonos con cupón cero obteniendo además una pequeña rentabilidad por la custodia del dinero privado en forma de su deuda pública-.
Y es que el núcleo de los problemas de nuestra prima de riesgo, la realidad de por qué nos exigen unos costes insoportables por nuestro nuevo endeudamiento público es que no damos confianza sobre nuestra solvencia y capacidad de pago. No vale alegar un argumento tan vacuo e insulso como que nuestro déficit o deuda pública todavía son menores que... Nuestra acción política, con el anuncio de unos Presupuestos que elevan el techo de gasto no financiero un 9,2% (como en nuestros mejores momentos de demagogia presupuestaria) o con unas autonomías que no sólo muestran su incapacidad de embridar injusticias, despilfarros, corruptelas, gastos absolutamente innecesarios y clientelares -realizados en nombre de una identidad diferenciadora para gloria de los políticos que administran tales dineros de los contribuyentes-, sino que además ni siquiera tienen liquidez ni pueden pagar sus compromisos de endeudamiento ya contraído y agitan banderas y sentimientos de separación e independencia, no parece ser el marco idóneo para tranquilizar a los prestamistas sobre nuestra solvencia.
Tampoco nuestra acción económica, con previsiones de decrecimiento y desempleo elevado en los próximos años, permite mitigar tales inquietudes sobre nuestra posición futura al respecto. Sabemos qué hacer y se ha repetido hasta la saciedad. Reformas profundas de nuestro tejido económico y aparato productivo -incluidos cambios en ciertas formas o fórmulas empresariales- que afectarían a mercados de bienes, factores (trabajo incluido), distribución, sistemas educativo, sanitario, de pensiones o instituciones varias que incluyan al propio sistema judicial. Y, aunque suene raro, verdaderos ajustes o recortes en el gasto público y en el peso o intromisión del Estado todo, de los políticos, en los acuerdos o contratos de la sociedad civil. Lo hasta ahora hecho se presenta como recortes de gasto, pero apenas en esta segunda oleada de medidas ha habido algunos que realmente afectan al gasto público -y se retrasan hasta tres años- en tanto que el grueso de las medidas (desde diciembre) ha recaído sobre los impuestos o bolsillos de los ciudadanos. Ya he referido y cuestionado tanto el exceso de empleados públicos (sobre todo a partir de la crisis), políticos y cargos de confianza o de empresas, organismos, entes, consorcios o fundaciones en toda la Administración Pública, como los perversos sistemas de provisión y financiación de sanidad, educación o pensiones que arrastramos hace muchas décadas, incluso desde el franquismo.
Con todos esos mimbres, más los muchos nacionalismos, trabas, proteccionismos y barreras que, aún después de décadas, siguen erigiéndose incluso en niveles europeos, con la consiguiente deformación del mercado único, nuestros problemas no se resuelven con un mero manguerazo por parte del BCE o la compra masiva de deuda pública por parte de cualquier fondo destinado a tal fin o incluso, aunque pudiera, del BCE. Medida que, para colmo, lo normal es que corra de nuevo la suerte del bucle ya experimentado de préstamo al sistema financiero privado para adquirir deuda soberana que cae en su valoración y permite eludir reformas a las autoridades diversas. Incluso en el mejor de los casos, lo que sucedería con tales políticas es que obtendríamos cierto tiempo o respiro momentáneo en nuestras nuevas emisiones de deuda, pero no resolvería los problemas que han creado y alimentan nuestra desastrosa situación.
Pese a peroratas o despropósitos de economistas -algunos Nobel- y políticos de todos los partidos con vocación keynesiana e intervencionista, en los últimos tiempos hemos aprendido -teóricamente y por experiencia- cuán peligrosa es la acción discrecional de la autoridad monetaria o bancos centrales y la necesidad de que sus actuaciones sean sencillas y entendibles por los agentes, concretas, exactas, no volátiles ni cambiantes y fieles a lo anunciado con suficiente antelación. Sólo así serán eficaces pero, sobre todo, menos dañinas para las conductas, la formulación de expectativas y los planes de los agentes y, en definitiva, para el progreso y crecimiento económicos. Con todo, las expansiones de liquidez apenas logran crear por un tiempo cierta ilusión de animación económica y terminan estrellándonos contra una realidad peor que la de partida. Ni siquiera Keynes en la Teoría general de 1936 confió en la capacidad de la política monetaria expansiva como medio de superar un proceso de depresión causado por una insuficiencia de demanda. Pero ésta es otra historia.

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