David Ibarra / El Universal
En
los últimos años, el mundo económico ha experimentado hondas
transformaciones que interactúan con las políticas públicas de los
países al intentar dar respuestas a los problemas, sin dejar por ello de
crear otros de nueva manufactura.
La
globalización estuvo impulsada y racionalizada por paradigmas
¿ideológicos y económicos? que subrayaron las bondades de la libertad de
comercio, de la competencia en un mundo sin fronteras, al tiempo que
desestimaron los costos económicos y de la despolitización de las
estrategias del cambio.
Desde
luego, la globalización tuvo ventajas de envergadura. Quitó excusas a
las confrontaciones bélicas del viejo colonialismo cuando dio acceso a
todos los países a competir en cualquiera de los mercados
internacionales; alentó competitividad, eficiencia y la formación de
cadenas productivas y comerciales de alcance multinacional; auspició el
ascenso meteórico de las finanzas internacionales e incluso de algunas
economías rezagadas como centros manufactureros o de servicios con
desplazamiento de antiguas naciones avanzadas.
Se
ha publicitado hasta la saciedad el doble triunfo de la democracia
liberal sobre el socialismo comunista y el del mercado libre sobre el
Estado proteccionista, que llevarían al mundo a una era de armonía
social y de bienestar. En mucho, no ha resultado así, como lo atestigua
la Gran Recesión de 2008. La oposición entre la lógica igualitaria de
las democracias nacionales y la lógica utilitarista y universalista del
mercado, auspicia la aparición de fuentes de tensión adentro y entre los
países. Del mismo modo, la centralización extrafronteriza de decisiones
medulares, choca frecuentemente con la voluntad ciudadana, como se
observa en Grecia, España o Portugal. A su vez, el debilitamiento de las
identidades nacionales alienta conflictos políticos, sociales, étnicos,
religiosos, reforzados por el ascenso de una desigualdad que se
generaliza en el mundo.
Desde
la década de los 70 se comenzaron a larvar ésas y otras tensiones al
agotarse las fuentes de prosperidad que alimentaron el auge de la
posguerra y que configuraron los grandes pactos sociales, incluido el de
Bretton Woods. El resurgimiento de Europa y Japón debilita el dominio
productivo norteamericano que, además, enfrenta los costos de la guerra
fría y del resguardo de la “seguridad” del planeta. Las cuentas fiscales
y la balanza de pagos de Estados Unidos arrojan números rojos, que
llevan al abandono de la paridad dólar-oro (1972) para, así, evitar el
ajuste recesivo de la propia economía norteamericana.
Luego,
se suceden desacomodos derivados de la masiva relocalización geográfica
de la producción y de las capacidades exportadoras generalmente a favor
de naciones de costos bajos —sobre todo de mano de obra— y con mercados
amplios. A ello se asocia la desindustrialización de muchas economías
con resquebrajamiento de los mercados de sus trabajos y el alto
endeudamiento norteamericano y de otros países del primer mundo.
Como
ya lo advertían desde Daniel Bell hasta James O’Connor, se trata de
tensiones provocadas por la multiplicación de las demandas sociales,
frente a recursos fiscales limitados por la reducción de los ritmos de
desarrollo y los frenos políticos a usar el efecto redistribuidor de los
sistemas impositivos. Se trata, en suma, de los desequilibrios nacidos
del conflicto entre los valores igualitarios de las democracias
nacionales y los valores triunfadores del individualismo económico
universalista.
El
objetivo medular del neoliberalismo fue esencialmente redistributivo
del poder y del ingreso: los gobiernos ceden poderes al mercado, esto
es, a las élites económicas, pero eluden hasta donde pueden
responsabilizarse cuando las cosas salen mal. En efecto, los resultados
adversos se atribuyen al funcionamiento impersonal del mercado que
supuestamente castiga la falta de competitividad, las deficiencias
educativas, la inadaptación al cambio tecnológico, los altos salarios o
las imperfecciones en la libertad económica de los países.
En
esencia, la mecánica del cambio ideológico-político consistió —aparte
de suprimir fronteras y desregular— en transferir el manejo
macroeconómico a los bancos centrales. Al efecto, se les independiza, se
establecen normas rígidas de equilibrio presupuestal y se desgravan los
impuestos directos hasta debilitar y constreñir los alcances
gubernamentales de las políticas fiscal y social. Así, mientras las
partidas presupuestales son debatidas y controvertidas en las cámaras
legislativas, poca o nula atención merece la manipulación directa o
indirecta de las tasas de interés o de los tipos de cambio,
supuestamente movidos ambos por el mercado. El afán de evadir
responsabilidades se lleva al extremo de crear más y más regímenes
tributarios privilegiados permanentes en vez de otorgar abiertamente
subsidios siempre sometidos al debate anual del gasto público.
Frente
a la acumulación de desajustes —fiscales, sociales, de legitimación—,
llama la atención que los desencuentros colectivos no hubiesen estallado
antes. Una razón nace de que los costos sociales pudieron paliarse,
disfrazarse o posponerse mediante expedientes que prolongaron
artificiosamente la prosperidad u ocultaron su ausencia, sobre todo en
el primer mundo.
Inicialmente
se usó a la inflación —Estados Unidos en los años 70— para disfrazar
los conflictos en la medida en que los gobiernos, en vez de negar
directamente demandas sociales, dejan la tarea discriminatoria al
arbitrio del mercado vía alzas diferenciales de precios. Sin embargo,
ese expediente pronto se hizo insostenible ante la oposición política de
los consumidores y, sobre todo, de las instituciones financieras.
También
tuvo un papel atenuador la integración multinacional de los mercados
financieros. Así, el alza brutal de las tasas de interés provocadas por
la política de Volker de la Reserva Federal (1980), no provocó
contracción crediticia y económica equivalentes, pese a los enormes
déficits fiscales norteamericanos. Al efecto, el ahorro mundial se volcó
y sigue volcándose hacia Estados Unidos, atraído, sea por las altas
tasas de interés (antes) o por la profundidad de sus mercados
financieros primarios y secundarios (ahora). Del mismo modo, la
administración Clinton pudo corregir los déficits gubernamentales sin
causar efectos depresivos, mediante la liberación desbordada del crédito
a las familias como sostén de la demanda nacional y contrapeso a la
creciente concentración del ingreso. Así, se transformó el endeudamiento
público en privado, aunque alimentase las burbujas especulativas que
estallaron después. Hoy se camina al revés, es decir, en contraer la
demanda efectiva y los presupuestos de los países por la magnitud, se
dice, insostenible, de la deuda soberana originada precisamente en los
rescates de la banca privada.
Al
final de cuentas, el arrinconamiento de la acción de los gobiernos y de
las democracias nacionales junto a la desregulación indiscriminada de
mercados, llevaron a la concentración del ingreso, al desempleo y al
florecimiento de la especulación, causas primordiales del derrumbe
mundial de 2008. La capacidad autocorrectora de los mercados quedó
desacreditada, y reafirmada como indispensable, la mano visible del
Estado aunque hasta ahora hubiese evadido tocar los privilegios
elitistas. Véase como se vea, regulación económica y legitimación
democrática son funciones irrenunciables de los gobiernos que, sin
embargo, niega la estrategia de austeridad impuesta como solución
paradójica al desempleo y a la depresión de la demanda del primer
mundo.
Entonces,
cabría concluir que sin rehacer los pactos sociales, sin reconstituir
con menos desigualdad la demanda de la población y sin instituciones
democráticas capaces de actuar fuera de los linderos nacionales, la
solución al nudo gordiano de la crisis seguirá eludiendo al mundo.
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