sábado, 16 de junio de 2012

TENSIONES SOCIOECONÓMICAS Y POLÍTICAS PÚBLICAS

David Ibarra / El Universal

En los últimos años, el mundo económico ha experimentado hondas transformaciones que interactúan con las políticas públicas de los países al intentar dar respuestas a los problemas, sin dejar por ello de crear otros de nueva manufactura. 
La globalización estuvo impulsada y racionalizada por paradigmas ¿ideológicos y económicos? que subrayaron las bondades de la libertad de comercio, de la competencia en un mundo sin fronteras, al tiempo que desestimaron los costos económicos y de la despolitización de las estrategias del cambio. 
Desde luego, la globalización tuvo ventajas de envergadura. Quitó excusas a las confrontaciones bélicas del viejo colonialismo cuando dio acceso a todos los países a competir en cualquiera de los mercados internacionales; alentó competitividad, eficiencia y la formación de cadenas productivas y comerciales de alcance multinacional; auspició el ascenso meteórico de las finanzas internacionales e incluso de algunas economías rezagadas como centros manufactureros o de servicios con desplazamiento de antiguas naciones avanzadas. 
Se ha publicitado hasta la saciedad el doble triunfo de la democracia liberal sobre el socialismo comunista y el del mercado libre sobre el Estado proteccionista, que llevarían al mundo a una era de armonía social y de bienestar. En mucho, no ha resultado así, como lo atestigua la Gran Recesión de 2008. La oposición entre la lógica igualitaria de las democracias nacionales y la lógica utilitarista y universalista del mercado, auspicia la aparición de fuentes de tensión adentro y entre los países. Del mismo modo, la centralización extrafronteriza de decisiones medulares, choca frecuentemente con la voluntad ciudadana, como se observa en Grecia, España o Portugal. A su vez, el debilitamiento de las identidades nacionales alienta conflictos políticos, sociales, étnicos, religiosos, reforzados por el ascenso de una desigualdad que se generaliza en el mundo. 
Desde la década de los 70 se comenzaron a larvar ésas y otras tensiones al agotarse las fuentes de prosperidad que alimentaron el auge de la posguerra y que configuraron los grandes pactos sociales, incluido el de Bretton Woods. El resurgimiento de Europa y Japón debilita el dominio productivo norteamericano que, además, enfrenta los costos de la guerra fría y del resguardo de la “seguridad” del planeta. Las cuentas fiscales y la balanza de pagos de Estados Unidos arrojan números rojos, que llevan al abandono de la paridad dólar-oro (1972) para, así, evitar el ajuste recesivo de la propia economía norteamericana. 
Luego, se suceden desacomodos derivados de la masiva relocalización geográfica de la producción y de las capacidades exportadoras generalmente a favor de naciones de costos bajos —sobre todo de mano de obra— y con mercados amplios. A ello se asocia la desindustrialización de muchas economías con resquebrajamiento de los mercados de sus trabajos y el alto endeudamiento norteamericano y de otros países del primer mundo. 
Como ya lo advertían desde Daniel Bell hasta James O’Connor, se trata de tensiones provocadas por la multiplicación de las demandas sociales, frente a recursos fiscales limitados por la reducción de los ritmos de desarrollo y los frenos políticos a usar el efecto redistribuidor de los sistemas impositivos. Se trata, en suma, de los desequilibrios nacidos del conflicto entre los valores igualitarios de las democracias nacionales y los valores triunfadores del individualismo económico universalista. 
El objetivo medular del neoliberalismo fue esencialmente redistributivo del poder y del ingreso: los gobiernos ceden poderes al mercado, esto es, a las élites económicas, pero eluden hasta donde pueden responsabilizarse cuando las cosas salen mal. En efecto, los resultados adversos se atribuyen al funcionamiento impersonal del mercado que supuestamente castiga la falta de competitividad, las deficiencias educativas, la inadaptación al cambio tecnológico, los altos salarios o las imperfecciones en la libertad económica de los países. 
En esencia, la mecánica del cambio ideológico-político consistió —aparte de suprimir fronteras y desregular— en transferir el manejo macroeconómico a los bancos centrales. Al efecto, se les independiza, se establecen normas rígidas de equilibrio presupuestal y se desgravan los impuestos directos hasta debilitar y constreñir los alcances gubernamentales de las políticas fiscal y social. Así, mientras las partidas presupuestales son debatidas y controvertidas en las cámaras legislativas, poca o nula atención merece la manipulación directa o indirecta de las tasas de interés o de los tipos de cambio, supuestamente movidos ambos por el mercado. El afán de evadir responsabilidades se lleva al extremo de crear más y más regímenes tributarios privilegiados permanentes en vez de otorgar abiertamente subsidios siempre sometidos al debate anual del gasto público. 
Frente a la acumulación de desajustes —fiscales, sociales, de legitimación—, llama la atención que los desencuentros colectivos no hubiesen estallado antes. Una razón nace de que los costos sociales pudieron paliarse, disfrazarse o posponerse mediante expedientes que prolongaron artificiosamente la prosperidad u ocultaron su ausencia, sobre todo en el primer mundo. 
Inicialmente se usó a la inflación —Estados Unidos en los años 70— para disfrazar los conflictos en la medida en que los gobiernos, en vez de negar directamente demandas sociales, dejan la tarea discriminatoria al arbitrio del mercado vía alzas diferenciales de precios. Sin embargo, ese expediente pronto se hizo insostenible ante la oposición política de los consumidores y, sobre todo, de las instituciones financieras. 
También tuvo un papel atenuador la integración multinacional de los mercados financieros. Así, el alza brutal de las tasas de interés provocadas por la política de Volker de la Reserva Federal (1980), no provocó contracción crediticia y económica equivalentes, pese a los enormes déficits fiscales norteamericanos. Al efecto, el ahorro mundial se volcó y sigue volcándose hacia Estados Unidos, atraído, sea por las altas tasas de interés (antes) o por la profundidad de sus mercados financieros primarios y secundarios (ahora). Del mismo modo, la administración Clinton pudo corregir los déficits gubernamentales sin causar efectos depresivos, mediante la liberación desbordada del crédito a las familias como sostén de la demanda nacional y contrapeso a la creciente concentración del ingreso. Así, se transformó el endeudamiento público en privado, aunque alimentase las burbujas especulativas que estallaron después. Hoy se camina al revés, es decir, en contraer la demanda efectiva y los presupuestos de los países por la magnitud, se dice, insostenible, de la deuda soberana originada precisamente en los rescates de la banca privada. 
Al final de cuentas, el arrinconamiento de la acción de los gobiernos y de las democracias nacionales junto a la desregulación indiscriminada de mercados, llevaron a la concentración del ingreso, al desempleo y al florecimiento de la especulación, causas primordiales del derrumbe mundial de 2008. La capacidad autocorrectora de los mercados quedó desacreditada, y reafirmada como indispensable, la mano visible del Estado aunque hasta ahora hubiese evadido tocar los privilegios elitistas. Véase como se vea, regulación económica y legitimación democrática son funciones irrenunciables de los gobiernos que, sin embargo, niega la estrategia de austeridad impuesta como solución paradójica al desempleo y a la depresión de la demanda del primer mundo. 
Entonces, cabría concluir que sin rehacer los pactos sociales, sin reconstituir con menos desigualdad la demanda de la población y sin instituciones democráticas capaces de actuar fuera de los linderos nacionales, la solución al nudo gordiano de la crisis seguirá eludiendo al mundo.

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