Ciro Murayama / El Universal
En su libro Buenas intenciones, malos resultados (Editorial Océano, 2010), el economista Santiago Levy realiza un hallazgo con graves implicaciones para el futuro de nuestro país: con el actual sistema de pensiones buena parte de los trabajadores en activo no va a alcanzar a recibir una pensión mínima al final de su vida laboral.
Levy analiza la trayectoria laboral de quienes estaban afiliados al Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) cuando entró en vigor la nueva Ley del Seguro Social. Sus pesquisas revelan que “en el periodo de diez años bajo estudio [hasta 2007], un trabajador inscrito en el IMSS en 1997 pasó sesenta y siete por ciento de ese tiempo en el empleo formal y treinta y tres por ciento en una condición laboral diferente” (p. 124), esto es, estuvo ocupado como informal, fue desempleado inactivo u otra situación. Si se mira por niveles salariales, los trabajadores de bajos ingresos, pasaron el 49% de su tiempo en el empleo formal y 51% en otra condición; es más, sólo el 16.2% estuvo empleado todo el tiempo en una ocupación formal y, en el otro extremo, uno de cada cinco trabajadores (19.5%) estuvo sólo un año en el sector formal. Para los trabajadores de altos salarios la movilidad laboral es menor: el trabajador promedio permaneció 7.7 años en el sector formal y el 23% del tiempo restante en otra condición laboral.
Estos datos demuestran que no es tan cierta la tesis de la rigidez del mercado de trabajo en México, pues hay bastante flexibilidad para el ingreso y la salida y, como dice Levy, “el problema para los trabajadores de bajos salarios es la corta duración del empleo formal” (p. 134). Además, la alta movilidad “ocurre en periodos de crecimiento bajo, medio y alto del PIB” (p. 157).
Si el porcentaje de trabajadores afiliados al IMSS no se modifica drásticamente, y la estancia promedio en el mercado formal es de dos terceras partes del tiempo, entonces quiere decir que los trabajadores formales son reemplazados continuamente por otros trabajadores que llegan a la formalidad —aunque luego salgan con relativa facilidad de ella—. Del análisis de Levy puede desprenderse que hay una especie de gran puerta giratoria en el mercado formal de trabajo, donde siempre hay gente entrando y saliendo, así que el aforo se mantiene constante, pero la composición cambia de forma permanente. Esta observación tiene una importancia de primera magnitud para el tema de las pensiones, pues para alcanzar la jubilación no sólo es importante haber llegado al empleo formal, sino permanecer en él y cotizar de manera continua durante mil 250 semanas, es decir, haber trabajado de forma ininterrumpida durante 24 años. Hasta 1997, a la pensión mínima se accedía tras haber cotizado 500 semanas, por lo que el cambio legal multiplicó por 2.5 veces el tiempo de cotización para contar con una pensión por jubilación en la vejez.
Ahora bien, Levy considera no sólo los datos del IMSS sino la información de la Comisión Nacional del Sistema de Ahorro para el Retiro (Consar), y descubre que “el tiempo promedio en la formalidad de la totalidad de los trabajadores sujetos a la actual ley del Seguro Social fue de cuarenta y cinco por ciento” (p. 137). De esa observación puede estimarse que de mantenerse la movilidad de entrada y salida del mercado formal, tras 24 años de trabajo no se habrán cotizado mil 250 semanas sino apenas 563 (el 45%), que equivalen a solamente diez años de cotización. O, dicho de otra forma, que al acabar los 24 años de trabajo, habría que laborar otros 29 años para alcanzar las mil 250 semanas. En total, una vida laboral de 53 años de duración. Así que quien haya empezado a trabajar con 25 años de edad, bajo el actual modelo, tendría que laborar hasta los 78 años —por encima de la esperanza de vida actual— para tener derecho a la pensión.
De acuerdo con Levy, los trabajadores que laboran permanentemente en el sector formal son “de veinte a veinticinco por ciento de la totalidad” (p. 155), por lo que sería ese porcentaje el que en efecto pueda alcanzar las semanas mínimas de cotización en apenas dos décadas y media de trabajo.
Los datos demuestran que el modelo de pensiones que se adoptó en México hace catorce años partió de un supuesto errado: la estabilidad en el trabajo formal. Como ello no es así, millones de trabajadores hoy pagan su ahorro forzoso a las Afores sin que vayan a estar en condiciones de cumplir el tiempo de cotización que marca la ley y, por lo tanto, de disfrutar de la pensión mínima para la que contribuyen.
Ante esta evidencia, una postura responsable con el futuro de los trabajadores y con el del país debe llevar a un cambio de fondo en el actual modelo de pensiones, a menos que se decida enviar a la vejez precaria a millones de personas, lo cual, aunque disparatado, pueda ser una ruta transitable para la ortodoxia económica aún dominante.
Investigador de la Facultad de Economía de la UNAM
En su libro Buenas intenciones, malos resultados (Editorial Océano, 2010), el economista Santiago Levy realiza un hallazgo con graves implicaciones para el futuro de nuestro país: con el actual sistema de pensiones buena parte de los trabajadores en activo no va a alcanzar a recibir una pensión mínima al final de su vida laboral.
Levy analiza la trayectoria laboral de quienes estaban afiliados al Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) cuando entró en vigor la nueva Ley del Seguro Social. Sus pesquisas revelan que “en el periodo de diez años bajo estudio [hasta 2007], un trabajador inscrito en el IMSS en 1997 pasó sesenta y siete por ciento de ese tiempo en el empleo formal y treinta y tres por ciento en una condición laboral diferente” (p. 124), esto es, estuvo ocupado como informal, fue desempleado inactivo u otra situación. Si se mira por niveles salariales, los trabajadores de bajos ingresos, pasaron el 49% de su tiempo en el empleo formal y 51% en otra condición; es más, sólo el 16.2% estuvo empleado todo el tiempo en una ocupación formal y, en el otro extremo, uno de cada cinco trabajadores (19.5%) estuvo sólo un año en el sector formal. Para los trabajadores de altos salarios la movilidad laboral es menor: el trabajador promedio permaneció 7.7 años en el sector formal y el 23% del tiempo restante en otra condición laboral.
Estos datos demuestran que no es tan cierta la tesis de la rigidez del mercado de trabajo en México, pues hay bastante flexibilidad para el ingreso y la salida y, como dice Levy, “el problema para los trabajadores de bajos salarios es la corta duración del empleo formal” (p. 134). Además, la alta movilidad “ocurre en periodos de crecimiento bajo, medio y alto del PIB” (p. 157).
Si el porcentaje de trabajadores afiliados al IMSS no se modifica drásticamente, y la estancia promedio en el mercado formal es de dos terceras partes del tiempo, entonces quiere decir que los trabajadores formales son reemplazados continuamente por otros trabajadores que llegan a la formalidad —aunque luego salgan con relativa facilidad de ella—. Del análisis de Levy puede desprenderse que hay una especie de gran puerta giratoria en el mercado formal de trabajo, donde siempre hay gente entrando y saliendo, así que el aforo se mantiene constante, pero la composición cambia de forma permanente. Esta observación tiene una importancia de primera magnitud para el tema de las pensiones, pues para alcanzar la jubilación no sólo es importante haber llegado al empleo formal, sino permanecer en él y cotizar de manera continua durante mil 250 semanas, es decir, haber trabajado de forma ininterrumpida durante 24 años. Hasta 1997, a la pensión mínima se accedía tras haber cotizado 500 semanas, por lo que el cambio legal multiplicó por 2.5 veces el tiempo de cotización para contar con una pensión por jubilación en la vejez.
Ahora bien, Levy considera no sólo los datos del IMSS sino la información de la Comisión Nacional del Sistema de Ahorro para el Retiro (Consar), y descubre que “el tiempo promedio en la formalidad de la totalidad de los trabajadores sujetos a la actual ley del Seguro Social fue de cuarenta y cinco por ciento” (p. 137). De esa observación puede estimarse que de mantenerse la movilidad de entrada y salida del mercado formal, tras 24 años de trabajo no se habrán cotizado mil 250 semanas sino apenas 563 (el 45%), que equivalen a solamente diez años de cotización. O, dicho de otra forma, que al acabar los 24 años de trabajo, habría que laborar otros 29 años para alcanzar las mil 250 semanas. En total, una vida laboral de 53 años de duración. Así que quien haya empezado a trabajar con 25 años de edad, bajo el actual modelo, tendría que laborar hasta los 78 años —por encima de la esperanza de vida actual— para tener derecho a la pensión.
De acuerdo con Levy, los trabajadores que laboran permanentemente en el sector formal son “de veinte a veinticinco por ciento de la totalidad” (p. 155), por lo que sería ese porcentaje el que en efecto pueda alcanzar las semanas mínimas de cotización en apenas dos décadas y media de trabajo.
Los datos demuestran que el modelo de pensiones que se adoptó en México hace catorce años partió de un supuesto errado: la estabilidad en el trabajo formal. Como ello no es así, millones de trabajadores hoy pagan su ahorro forzoso a las Afores sin que vayan a estar en condiciones de cumplir el tiempo de cotización que marca la ley y, por lo tanto, de disfrutar de la pensión mínima para la que contribuyen.
Ante esta evidencia, una postura responsable con el futuro de los trabajadores y con el del país debe llevar a un cambio de fondo en el actual modelo de pensiones, a menos que se decida enviar a la vejez precaria a millones de personas, lo cual, aunque disparatado, pueda ser una ruta transitable para la ortodoxia económica aún dominante.
Investigador de la Facultad de Economía de la UNAM
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