José Fernández Santillán / El Universal
El inicio de año fue señal para el arranque de la sucesión presidencial. Conviene recordar, porque hay alguna similitud con el pasado, que durante la época en la cual campeó el régimen de la Revolución, se solía decir, una vez que se sabía quién era el tapado, o sea, el sucesor del mandatario saliente, que con esa indicación proveniente de Los Pinos se había desatado “la estampida de los búfalos”. Venían las adhesiones multitudinarias y los besamanos: “Señor, yo siempre supe que usted era el bueno”. Comenzaba, pues, un interregno en el cual la figura del Presidente en turno declinaba en tanto que la figura del candidato del PRI, y con seguridad futuro jefe del Ejecutivo, despuntaba. Así iniciaba la campaña electoral.
Muestra de poderío era que el presidente en funciones contuviera hasta el último momento los ánimos futuristas. Por lo general, las amarras se soltaban hasta después del Quinto Informe de Gobierno. El menos interesado en ser desplazado del centro del escenario era él mismo. Lo que le convenía era mantener el control político y, en tal virtud, hacía más énfasis en la conducción del aparato público que en las actividades partidistas.
Ahora, por paradójico que parezca, quien dio el banderazo de salida, muy anticipadamente, fue el propio Felipe Calderón con los cambios en su gabinete: Dionisio Pérez Jácome a la Secretaría de Comunicaciones y Transportes en lugar de Juan Molinar Horcasitas; José Antonio Meade a la Secretaría de Energía, para relevar a Georgina Kessel; Roberto Gil Zuarth a la Secretaría Particular de la Presidencia, para suplir a Luis Felipe Bravo Mena.
Estos enroques tienen la traza de producirse no para apuntalar la alicaída gestión del gobierno federal, sino con miras al 2012: con ellos se fortalece quien es considerado el delfín de Calderón, Ernesto Cordero; se envía a Molinar como estratega electoral al PAN y, de paso, se lanza a Bravo Mena como muy posible candidato del blanquiazul a la gubernatura del estado de México.
Los tiempos políticos se aceleraron con la postulación de Alejandro Encinas como candidato de unidad de las izquierdas para el Estado de México y la consecuente dificultad para repetir la estrategia aliancista entre el PRD y el PAN.
El asunto es no dejar pasar al gobernador Enrique Peña Nieto. Y con ese fin se propició esta nueva edición —necesariamente plural— de la “estampida de los búfalos” y el consecuente interregno.
Faltan casi dos años para que Calderón entregue la banda presidencial, y en buena parte de este lapso, la atención estará puesta en la competencia electoral y no en la gobernabilidad que le urge apuntalar a la nación.
A mi parecer, con este lance, el proceso político democrático se ha alterado: conviene recordar que las elecciones sirven para otorgarle el poder a un determinado partido con el propósito de que muestre, en un cierto lapso, su capacidad de conducción. De esta suerte, al siguiente periodo electoral se le premiará o castigará con el voto ciudadano. Sin embargo, cuando tan prematuramente se pone en marcha la competencia electoral en lugar de prestar atención a la acción de gobierno y a la construcción de acuerdos en el Congreso, el sentido y el contenido de la democracia se tergiversan.
Ciertamente, una cosa eran los ritmos del autoritarismo, y otra distinta son los ritmos de la democracia; pero, de todos modos, una competencia tan anticipada someterá al país a un desgaste innecesario.
Y todo esto, producto de una obsesión.
Profesor de Humanidades del Tecnológico de Monterrey, Campus Ciudad de México
El inicio de año fue señal para el arranque de la sucesión presidencial. Conviene recordar, porque hay alguna similitud con el pasado, que durante la época en la cual campeó el régimen de la Revolución, se solía decir, una vez que se sabía quién era el tapado, o sea, el sucesor del mandatario saliente, que con esa indicación proveniente de Los Pinos se había desatado “la estampida de los búfalos”. Venían las adhesiones multitudinarias y los besamanos: “Señor, yo siempre supe que usted era el bueno”. Comenzaba, pues, un interregno en el cual la figura del Presidente en turno declinaba en tanto que la figura del candidato del PRI, y con seguridad futuro jefe del Ejecutivo, despuntaba. Así iniciaba la campaña electoral.
Muestra de poderío era que el presidente en funciones contuviera hasta el último momento los ánimos futuristas. Por lo general, las amarras se soltaban hasta después del Quinto Informe de Gobierno. El menos interesado en ser desplazado del centro del escenario era él mismo. Lo que le convenía era mantener el control político y, en tal virtud, hacía más énfasis en la conducción del aparato público que en las actividades partidistas.
Ahora, por paradójico que parezca, quien dio el banderazo de salida, muy anticipadamente, fue el propio Felipe Calderón con los cambios en su gabinete: Dionisio Pérez Jácome a la Secretaría de Comunicaciones y Transportes en lugar de Juan Molinar Horcasitas; José Antonio Meade a la Secretaría de Energía, para relevar a Georgina Kessel; Roberto Gil Zuarth a la Secretaría Particular de la Presidencia, para suplir a Luis Felipe Bravo Mena.
Estos enroques tienen la traza de producirse no para apuntalar la alicaída gestión del gobierno federal, sino con miras al 2012: con ellos se fortalece quien es considerado el delfín de Calderón, Ernesto Cordero; se envía a Molinar como estratega electoral al PAN y, de paso, se lanza a Bravo Mena como muy posible candidato del blanquiazul a la gubernatura del estado de México.
Los tiempos políticos se aceleraron con la postulación de Alejandro Encinas como candidato de unidad de las izquierdas para el Estado de México y la consecuente dificultad para repetir la estrategia aliancista entre el PRD y el PAN.
El asunto es no dejar pasar al gobernador Enrique Peña Nieto. Y con ese fin se propició esta nueva edición —necesariamente plural— de la “estampida de los búfalos” y el consecuente interregno.
Faltan casi dos años para que Calderón entregue la banda presidencial, y en buena parte de este lapso, la atención estará puesta en la competencia electoral y no en la gobernabilidad que le urge apuntalar a la nación.
A mi parecer, con este lance, el proceso político democrático se ha alterado: conviene recordar que las elecciones sirven para otorgarle el poder a un determinado partido con el propósito de que muestre, en un cierto lapso, su capacidad de conducción. De esta suerte, al siguiente periodo electoral se le premiará o castigará con el voto ciudadano. Sin embargo, cuando tan prematuramente se pone en marcha la competencia electoral en lugar de prestar atención a la acción de gobierno y a la construcción de acuerdos en el Congreso, el sentido y el contenido de la democracia se tergiversan.
Ciertamente, una cosa eran los ritmos del autoritarismo, y otra distinta son los ritmos de la democracia; pero, de todos modos, una competencia tan anticipada someterá al país a un desgaste innecesario.
Y todo esto, producto de una obsesión.
Profesor de Humanidades del Tecnológico de Monterrey, Campus Ciudad de México
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