Mauricio Merino / El Universal
El año electoral comienza y termina desafiando al PRD y a sus principales aliados. Tres de sus gobiernos estatales estarán en juego: Guerrero a final de mes, Baja California Sur el primer domingo de febrero, y Michoacán el segundo domingo de noviembre. Se trata de casi todo el capital gubernativo de ese partido, exceptuando al DF y a Chiapas —cuyo gobernador fue, sin embargo, un destacado militante del PRI—. Todo lo demás ha sido ganancia compartida con el PAN y entregada a los candidatos que militaron en el PRI de Oaxaca, Sinaloa y Puebla. De modo que este año, el PRD ha de refrendar el éxito de sus gestiones locales o perder casi toda su presencia en los gobiernos de los estados. De ese tamaño es el desafío.
A mitad de camino, el PRD enfrentará, además, las elecciones del estado de México con uno de sus más respetados portavoces. Pero este ha querido hacerlo —y qué bueno— sin maquillajes ideológicos, ni estrategias destinadas solamente a ganarle al PRI, pagando cualquier precio. Decisión que no sólo entraña el riesgo de afrontar las mismas consecuencias de 1993, cuando Alejandro Encinas y Luis Felipe Bravo Mena fueron derrotados por la locomotora del aparato político local del PRI, encabezado entonces por Emilio Chuayffet, sino el de aparecer como una opción sin fuerza para competir con Peña Nieto. E incluso el de ser derrotado antes de entrar siquiera a la contienda por el desarraigo estatal —que el propio Encinas reconoce—, y quedarse en el camino sin candidatos convincentes para pelear la plaza.
Y al final del año, el PRD todavía tendrá que defender de cualquier modo su vieja hegemonía en Michoacán, la tierra que alguna vez se presentó como el terruño simbólico del perredismo, tanto por el liderazgo indiscutible de Cuauhtémoc Cárdenas, como por el recuerdo del Tata Lázaro, cuya obra se quería reivindicar desde la izquierda ofendida de aquel PRI que gestó el movimiento del 88 como la mejor herencia de la revolución social que quería convertirse en democrática. Hoy, esa tierra está cruzada de violencia y atenazada por una de las bandas criminales más fanáticas y peligrosas del país y, por si esto fuera poco, también se ha convertido en una tentación política para el muy michoacano presidente Calderón, cuyo compromiso con su tierra le puede llevar hasta el extremo de apoyar la candidatura de su propia hermana, a fin de zanjar de una vez cualquier duda.
Todo indica, además, que el PRD habrá de cruzar por esos ríos sin el respaldo de las coaliciones con el PAN. Tendrá que nadar sólo con sus brazos: Convergencia y el PT, que no siempre significan mayor fuerza ni mejor organización política. Y habrá de hacerlo en medio de la muy compleja sucesión de Jesús Ortega como presidente del partido —que podría quedar en manos del heredero de la dinastía Cárdenas— y de la disputa poco fraterna por la candidatura a la Presidencia de la República entre Marcelo Ebrard y Andrés Manuel López Obrador. Dos momentos tan definitivos para el futuro inmediato de la izquierda partidaria que pueden incluso hacerles olvidar que, en el camino, se les podrían caer todas las piezas que habían venido levantando.
Pero quizás el desafío más importante para el PRD en 2011 no será llegar vivo a las Posadas, sino como una opción creíble para quebrar la polarización que ya se dibuja entre el gobierno del presidente Calderón y el PRI. Ganarse una silla propia y respetable para saltar del muy posible plebiscito de 2012 a una verdadera elección entre tres candidaturas viables sería una valiosa aportación del PRD a la democracia mexicana. No llegar como apéndice del PAN para trabar la vuelta del PRI a Los Pinos a través de coaliciones aberrantes, no como un aparato de acompañamiento al enfurecido líder testimonial, sino como un partido con voz propia, con una organización articulada, con un programa de izquierda —y no de un sólo hombre—, y con una perspectiva de futuro político indiscutible. Es decir, como un partido político en serio.
Para llegar así al 2012, el PRD tiene que salir a salvo de las elecciones que comienzan al final de este mes en Guerrero, y resolver los problemas de liderazgo interno que lo han ido matando y dejar de ser una marca de uso, al modo y la conveniencia de los personajes que se la van poniendo o quitando según los vientos del día. Cosa nada fácil, a juzgar por las circunstancias en las que inicia este ciclo y por los antecedentes y las actitudes de los grupos que lo conforman.
Profesor investigador del CIDE
El año electoral comienza y termina desafiando al PRD y a sus principales aliados. Tres de sus gobiernos estatales estarán en juego: Guerrero a final de mes, Baja California Sur el primer domingo de febrero, y Michoacán el segundo domingo de noviembre. Se trata de casi todo el capital gubernativo de ese partido, exceptuando al DF y a Chiapas —cuyo gobernador fue, sin embargo, un destacado militante del PRI—. Todo lo demás ha sido ganancia compartida con el PAN y entregada a los candidatos que militaron en el PRI de Oaxaca, Sinaloa y Puebla. De modo que este año, el PRD ha de refrendar el éxito de sus gestiones locales o perder casi toda su presencia en los gobiernos de los estados. De ese tamaño es el desafío.
A mitad de camino, el PRD enfrentará, además, las elecciones del estado de México con uno de sus más respetados portavoces. Pero este ha querido hacerlo —y qué bueno— sin maquillajes ideológicos, ni estrategias destinadas solamente a ganarle al PRI, pagando cualquier precio. Decisión que no sólo entraña el riesgo de afrontar las mismas consecuencias de 1993, cuando Alejandro Encinas y Luis Felipe Bravo Mena fueron derrotados por la locomotora del aparato político local del PRI, encabezado entonces por Emilio Chuayffet, sino el de aparecer como una opción sin fuerza para competir con Peña Nieto. E incluso el de ser derrotado antes de entrar siquiera a la contienda por el desarraigo estatal —que el propio Encinas reconoce—, y quedarse en el camino sin candidatos convincentes para pelear la plaza.
Y al final del año, el PRD todavía tendrá que defender de cualquier modo su vieja hegemonía en Michoacán, la tierra que alguna vez se presentó como el terruño simbólico del perredismo, tanto por el liderazgo indiscutible de Cuauhtémoc Cárdenas, como por el recuerdo del Tata Lázaro, cuya obra se quería reivindicar desde la izquierda ofendida de aquel PRI que gestó el movimiento del 88 como la mejor herencia de la revolución social que quería convertirse en democrática. Hoy, esa tierra está cruzada de violencia y atenazada por una de las bandas criminales más fanáticas y peligrosas del país y, por si esto fuera poco, también se ha convertido en una tentación política para el muy michoacano presidente Calderón, cuyo compromiso con su tierra le puede llevar hasta el extremo de apoyar la candidatura de su propia hermana, a fin de zanjar de una vez cualquier duda.
Todo indica, además, que el PRD habrá de cruzar por esos ríos sin el respaldo de las coaliciones con el PAN. Tendrá que nadar sólo con sus brazos: Convergencia y el PT, que no siempre significan mayor fuerza ni mejor organización política. Y habrá de hacerlo en medio de la muy compleja sucesión de Jesús Ortega como presidente del partido —que podría quedar en manos del heredero de la dinastía Cárdenas— y de la disputa poco fraterna por la candidatura a la Presidencia de la República entre Marcelo Ebrard y Andrés Manuel López Obrador. Dos momentos tan definitivos para el futuro inmediato de la izquierda partidaria que pueden incluso hacerles olvidar que, en el camino, se les podrían caer todas las piezas que habían venido levantando.
Pero quizás el desafío más importante para el PRD en 2011 no será llegar vivo a las Posadas, sino como una opción creíble para quebrar la polarización que ya se dibuja entre el gobierno del presidente Calderón y el PRI. Ganarse una silla propia y respetable para saltar del muy posible plebiscito de 2012 a una verdadera elección entre tres candidaturas viables sería una valiosa aportación del PRD a la democracia mexicana. No llegar como apéndice del PAN para trabar la vuelta del PRI a Los Pinos a través de coaliciones aberrantes, no como un aparato de acompañamiento al enfurecido líder testimonial, sino como un partido con voz propia, con una organización articulada, con un programa de izquierda —y no de un sólo hombre—, y con una perspectiva de futuro político indiscutible. Es decir, como un partido político en serio.
Para llegar así al 2012, el PRD tiene que salir a salvo de las elecciones que comienzan al final de este mes en Guerrero, y resolver los problemas de liderazgo interno que lo han ido matando y dejar de ser una marca de uso, al modo y la conveniencia de los personajes que se la van poniendo o quitando según los vientos del día. Cosa nada fácil, a juzgar por las circunstancias en las que inicia este ciclo y por los antecedentes y las actitudes de los grupos que lo conforman.
Profesor investigador del CIDE
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