Luis Linares Zapata / La Jornada
La confianza en la capacidad de los llamados mercados para autorregularse y para asignar recursos de manera eficiente raya, para sus muchos difusores y oficiantes, en el más rampante de los fanatismos. Fanatismo rellenado con acríticas consignas aceptadas sin mediar dilación alguna: las reformas estructurales, arguyen hasta raspar cualquier oído rejego, son tan impostergables como necesarias. La inserción (cualquiera, hasta la subordinada) en la globalidad es presentada como remedio para todo mal del crecimiento. Los rumores, que ellos mismos desatan a fuerza de la cansina repetición que los medios a su servicio recetan al cautivo auditorio, forman parte esencial del reducido arsenal de la hegemonía derechista.
Las preconcepciones que apoyan la vigencia de los múltiples paradigmas diseminados desde los centros de poder se vuelven así densa cotidianidad. Aparece por doquier la palabra competencia seguida de su inevitable correlato de productividad. La eficiencia a conseguir es siempre elusiva, renovable, e integra el sólido material infaltable de los discursos y las muchas descalificaciones de opositores. Los datos (empleo creado, costos comparados, lugares logrados, etcétera), aunque sean parciales, trucados y en no pocas ocasiones inconexos, se magnifican mediante el simple expediente de apoyarlos con suaves voces consagradas.
Los rituales que practican con seriedad sin par los señores rectores de los ubicuos mercados son preparados con sumo cuidado, hasta el nimio detalle es patentado. Ello redondea el propósito último de trasmitir certezas instantáneas. Estos rituales, que sólo ejecutan algunos de sus operadores más calificados, son el sustituto primordial de la realidad corriente. Mientras los pedestres mortales otean las señales emitidas, allá, en las cumbres de Wall Street, nerviosos e intemperantes consejeros de inmensos bancos de inversión y conductores de insondables fondos de riesgo, planean sus saqueos a corto y mediano plazos. No tienen otro deseo que atascar sus amplios bolsillos con los frutos de su desatada especulación. Y lo hacen de manera por demás grotesca. La succión de riqueza que le extraen al resto del incauto planeta cimienta los lujos y dispendios al tiempo que ensancha la desbocada avaricia que rodea a los centros de poder central. Nada los detiene; irán hasta el crimen, causarán miseria o la misma guerra con tal de avanzar sus ambiciones.
Esos lejanos y admirados personajes de la especulación cuentan, para sus continuas tropelías, con la inocencia, ignorancia y, en variadas ocasiones, con la complicidad de otros muchos de sus subordinados desplegados por eso que llaman, con voz engolada, el espacio globalizado. Tales personajes, ya legendarios, son los que imponen las más actualizadas y atractivas visiones de la modernidad y el éxito en los negocios. Son los que marcan las pautas de conductas aceptables y premian a los escogidos. Enfocan su energía ahí donde huelen carne nueva y fresca que triturar, rendimientos inmejorables o gobiernos a punto del colapso que ellos mismos inducen o aceleran. Pero, de manera especial, atisban, vigilan con ojo frío, pero siempre avizor, las posibles consecuencias, tanto para sus masivos intereses como para favorecer las condiciones que impondrán a sus inermes contrapartes.
En sus cuartos traseros y desde los observatorios de información privilegiada, ordenan y seleccionan las consiguientes acciones de sus calificadoras de riesgo (Moodys, S&Poors, Ficht) para que les despejen y trapeen el camino. Sobre sus pronósticos y evaluaciones fincarán apuestas. Irán por ambos canales, unos para vender sus bonos, sapiencia o sus coberturas chatarra; y otros para cubrirse por las caídas que, más temprano que tarde, provocarán. Grecia, y con ella, la misma vieja Europa están sufriendo las consecuencias de su inacabada integración y poco control sobre la especulación. España lucha, con sus menguadas fuerzas, por escapar a la depredación de sus recursos recién adquiridos. Portugal es una cáscara a la deriva. Irlanda ya cedió y ahora trata de madrugar y se lame las heridas de su derrota. Italia se muestra nerviosa y, hasta cierto punto, indefensa por su liderazgo torpe y frívolo que acumuló enorme deuda, bastante mayor a su PIB. Francia voltea a revisar los enormes huecos que le ocasionaría a sus bancos cualesquiera de esas tambaleantes economías. Alemania se piensa ajena a la posible hecatombe que le amenaza, a pesar de su dependencia de las cuantiosas exportaciones que dirige a sus vecinos. La demolición puede no tener fin: el euro, el empleo, las quiebras bancarias sucesivas, la seguridad social y la consecuente inestabilidad.
Los remedios que recetan los mercados están disponibles para esos europeos que han insistido en las sociedades igualitarias: los sacrificios de las masas, la austeridad del gasto público, control del déficit fiscal y la elevación de impuestos. Es decir, fórmulas ya bien conocidas y sufridas por los mexicanos. Proletarización del trabajo, estancamiento secular, aumento de la desigualdad y la descalificación del Estado benefactor que tanto halaga a los mercados. Después vendrán las presiones políticas de las potencias acuerpadas por asesores financieros locales. En la serenidad de aquellos bien defendidos contra las emergencias se levantarán de inmediato las voces para mostrar salidas acordes con los intereses centrales. Abran la economía, desgraven importaciones, privaticen y alienten a los particulares. Facilidades para las inversiones, reduzcan gasto corriente del gobierno, combatan la corrupción, en especial la pequeña, ésa que se da entre policías, inspectores de bares o aduaneros de poca monta. La de gran escala, la que permite y aceita los saqueos, la entrega a los extranjeros y los negocios público-privados, bien puede seguir oculta o disfrazada con normas ad hoc.
Por todo eso el ejemplo de Haití no se debe menospreciar. El ex presidente Clinton recientemente pidió perdón por haber forzado, con el poder de su imperio, la desgravación del arroz, crucial cultivo en esa miserable isla. Se trataba de favorecer a los productores (subsidiados) del sur estadunidense. La pobreza haitiana dio un salto inmenso y los dejó a merced de cualquier tragedia posterior.
La confianza en la capacidad de los llamados mercados para autorregularse y para asignar recursos de manera eficiente raya, para sus muchos difusores y oficiantes, en el más rampante de los fanatismos. Fanatismo rellenado con acríticas consignas aceptadas sin mediar dilación alguna: las reformas estructurales, arguyen hasta raspar cualquier oído rejego, son tan impostergables como necesarias. La inserción (cualquiera, hasta la subordinada) en la globalidad es presentada como remedio para todo mal del crecimiento. Los rumores, que ellos mismos desatan a fuerza de la cansina repetición que los medios a su servicio recetan al cautivo auditorio, forman parte esencial del reducido arsenal de la hegemonía derechista.
Las preconcepciones que apoyan la vigencia de los múltiples paradigmas diseminados desde los centros de poder se vuelven así densa cotidianidad. Aparece por doquier la palabra competencia seguida de su inevitable correlato de productividad. La eficiencia a conseguir es siempre elusiva, renovable, e integra el sólido material infaltable de los discursos y las muchas descalificaciones de opositores. Los datos (empleo creado, costos comparados, lugares logrados, etcétera), aunque sean parciales, trucados y en no pocas ocasiones inconexos, se magnifican mediante el simple expediente de apoyarlos con suaves voces consagradas.
Los rituales que practican con seriedad sin par los señores rectores de los ubicuos mercados son preparados con sumo cuidado, hasta el nimio detalle es patentado. Ello redondea el propósito último de trasmitir certezas instantáneas. Estos rituales, que sólo ejecutan algunos de sus operadores más calificados, son el sustituto primordial de la realidad corriente. Mientras los pedestres mortales otean las señales emitidas, allá, en las cumbres de Wall Street, nerviosos e intemperantes consejeros de inmensos bancos de inversión y conductores de insondables fondos de riesgo, planean sus saqueos a corto y mediano plazos. No tienen otro deseo que atascar sus amplios bolsillos con los frutos de su desatada especulación. Y lo hacen de manera por demás grotesca. La succión de riqueza que le extraen al resto del incauto planeta cimienta los lujos y dispendios al tiempo que ensancha la desbocada avaricia que rodea a los centros de poder central. Nada los detiene; irán hasta el crimen, causarán miseria o la misma guerra con tal de avanzar sus ambiciones.
Esos lejanos y admirados personajes de la especulación cuentan, para sus continuas tropelías, con la inocencia, ignorancia y, en variadas ocasiones, con la complicidad de otros muchos de sus subordinados desplegados por eso que llaman, con voz engolada, el espacio globalizado. Tales personajes, ya legendarios, son los que imponen las más actualizadas y atractivas visiones de la modernidad y el éxito en los negocios. Son los que marcan las pautas de conductas aceptables y premian a los escogidos. Enfocan su energía ahí donde huelen carne nueva y fresca que triturar, rendimientos inmejorables o gobiernos a punto del colapso que ellos mismos inducen o aceleran. Pero, de manera especial, atisban, vigilan con ojo frío, pero siempre avizor, las posibles consecuencias, tanto para sus masivos intereses como para favorecer las condiciones que impondrán a sus inermes contrapartes.
En sus cuartos traseros y desde los observatorios de información privilegiada, ordenan y seleccionan las consiguientes acciones de sus calificadoras de riesgo (Moodys, S&Poors, Ficht) para que les despejen y trapeen el camino. Sobre sus pronósticos y evaluaciones fincarán apuestas. Irán por ambos canales, unos para vender sus bonos, sapiencia o sus coberturas chatarra; y otros para cubrirse por las caídas que, más temprano que tarde, provocarán. Grecia, y con ella, la misma vieja Europa están sufriendo las consecuencias de su inacabada integración y poco control sobre la especulación. España lucha, con sus menguadas fuerzas, por escapar a la depredación de sus recursos recién adquiridos. Portugal es una cáscara a la deriva. Irlanda ya cedió y ahora trata de madrugar y se lame las heridas de su derrota. Italia se muestra nerviosa y, hasta cierto punto, indefensa por su liderazgo torpe y frívolo que acumuló enorme deuda, bastante mayor a su PIB. Francia voltea a revisar los enormes huecos que le ocasionaría a sus bancos cualesquiera de esas tambaleantes economías. Alemania se piensa ajena a la posible hecatombe que le amenaza, a pesar de su dependencia de las cuantiosas exportaciones que dirige a sus vecinos. La demolición puede no tener fin: el euro, el empleo, las quiebras bancarias sucesivas, la seguridad social y la consecuente inestabilidad.
Los remedios que recetan los mercados están disponibles para esos europeos que han insistido en las sociedades igualitarias: los sacrificios de las masas, la austeridad del gasto público, control del déficit fiscal y la elevación de impuestos. Es decir, fórmulas ya bien conocidas y sufridas por los mexicanos. Proletarización del trabajo, estancamiento secular, aumento de la desigualdad y la descalificación del Estado benefactor que tanto halaga a los mercados. Después vendrán las presiones políticas de las potencias acuerpadas por asesores financieros locales. En la serenidad de aquellos bien defendidos contra las emergencias se levantarán de inmediato las voces para mostrar salidas acordes con los intereses centrales. Abran la economía, desgraven importaciones, privaticen y alienten a los particulares. Facilidades para las inversiones, reduzcan gasto corriente del gobierno, combatan la corrupción, en especial la pequeña, ésa que se da entre policías, inspectores de bares o aduaneros de poca monta. La de gran escala, la que permite y aceita los saqueos, la entrega a los extranjeros y los negocios público-privados, bien puede seguir oculta o disfrazada con normas ad hoc.
Por todo eso el ejemplo de Haití no se debe menospreciar. El ex presidente Clinton recientemente pidió perdón por haber forzado, con el poder de su imperio, la desgravación del arroz, crucial cultivo en esa miserable isla. Se trataba de favorecer a los productores (subsidiados) del sur estadunidense. La pobreza haitiana dio un salto inmenso y los dejó a merced de cualquier tragedia posterior.
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