David Ibarra / El Universal
Desde el siglo pasado, se ensalzaron las virtudes de la desregulación, la privatización, los impuestos bajos e indirectos. Conforme a esa visión, el Estado era innecesario por cuanto el mercado podía hacerlo siempre con mejor eficiencia y con menos corruptelas. El precio fue detener el proceso de avance de la equidad social de los países. El librecambismo bien aplicado ayuda a la inversión y al crecimiento, pero son la visión y las regulaciones estatales, las que crean a los mercados y fijan los parámetros de su funcionamiento. La lógica mercantil persigue la optimización de los beneficios, por lo que es tarea de los Estados, señalar las fronteras entre equidad y eficiencia. El nexo inevitable de asociación entre mercado y política, entre crecimiento y justicia social, está dado por el grado en que las estrategias gubernamentales procuran el bienestar general, la multiplicación de las ocupaciones y ponen límite a los excesos concentradores del mercado.
Los resultados del Consenso de Washington están a la vista. Vivimos una inseguridad que pone en entredicho a los gobiernos. Hay disparidades nunca vistas entre la concentración individual de la riqueza y una pobreza que afecta a gran parte de la población. Aun así, se gasta mucho en campañas militares o en hacer la guerra a la criminalidad al interior de los países.
En México, la distribución del ingreso lejos de aliviarse ha reiniciado el proceso de concentración (Gini de 0.50), los pobres suman cerca del 50% de la población, los trabajadores informales el 49% del empleo total. Por eso, la economía mexicana ha entrado en una fase de cuasi-estancamiento que ya se prolonga un cuarto de siglo. Entre 1950 y 1980, el producto se expandió 6% anual y sólo a la mitad de esa cifra entre ese último año y 2008, además de haberse acrecentado considerablemente sus altibajos. Superar tal situación obliga a reflexionar.
Como primer cambio habría que priorizar los objetivos nacionales. Lograr un nivel razonable de la estabilidad de precios, no debiera estar reñido con metas de crecimiento, con el demérito de la competitividad externa, ni con la contracción del empleo interno. En sí mismo, el mercado es inadecuado para definir las metas colectivas y generar bienes públicos. El Estado tendrá que intervenir para llenar esas funciones. En consecuencia, habrá que reconfigurar las fronteras entre Estado y mercado.
Sacar ventaja de la integración de los mercados mundiales supone avanzar en las redes transnacionales de producción y comercio. Habrá que ganar posiciones en la elaboración de bienes de mayor valor agregado, de alta elasticidad e ingreso de la demanda universal, negociando mejores acuerdos y resultados. De otro lado, como lo ha demostrado la historia, los principales alicientes a la inversión foránea, a la incorporación de tecnologías y a la mejora de la inserción en la economía mundial, se asocian a mercados nacionales en expansión, a gobiernos activistas que impulsan decididamente el desarrollo. Por contra, los países que se limitan a ofrecer pasivamente concesiones, sean fiscales, salariales, desregulatorias que dependen del funcionamiento mecánico de los mercados, por regla general, arrojan los peores resultados en el mundo. Por eso, la apreciación casi sistemática del tipo de cambio al reducir los precios de las importaciones, ciertamente contribuye a apaciguar la inflación, pero, al propio tiempo, reduce innecesariamente la competitividad de los productores nacionales, los alicientes a la inversión, desorganiza los encadenamientos industriales y acentúa los desajustes de pagos.
Asimismo, habría que alentar la inversión, incluyendo a la formación pública de capital que, aparte de reconocer enormes rezagos, es indispensable para generar economías externas a las empresas, además de compensar la caída crítica del empleo. México necesita reformas fiscales, políticas contracíclicas efectivas y utilizar de mejor manera los grados de libertad del presupuesto y del endeudamiento públicos, tanto como eliminar obstáculos al crédito bancario interno a la producción.
Esto exigen de la implantación decidida de políticas industriales, mediante los cuales no sólo se atiendan las señales de mercado, sino se haga selección deliberada de algunas actividades a fomentar, sea en términos del desarrollo del comercio exterior o de completar estratégicamente el entramado del tejido productivo interno. Aquí la reconstrucción de la banca de desarrollo tendrá un papel importantísimo a desempeñar.
Sin duda, el país necesita una reforma laboral para responder a las exigencias de los mercados liberados. Pero eso no supone, inhibir la negociación colectiva, infringir derechos adquiridos o atentar contra la libertad sindical. Supone modernizar los derechos de los trabajadores para brindarles protección en las inciertas condiciones económicas actuales, comenzando por la implantación urgente de una política activa de empleo.
Muchos de los márgenes de resistencia están próximos a desaparecer. El sector informal está saturado, difícilmente podría absorber más trabajadores, sin encauzarlos hacia actividades delictivas. Asimismo, la competitividad no podría seguir fincándose en la contracción de los salarios reales o en cargas impositivas reducidas que comprimen al mercado interno. Toca el turno a los empresarios a innovar y reducir costos distintos a los de la depreciación salarial. Encarar las dificultades por la crisis global exige flexibilidad en las políticas públicas. En el corto y mediano plazo, el crecimiento del mundo será más moderado, la apertura comercial de los países resultará en algún grado disminuida, el financiamiento externo disminuirá y elevará sus costos, los contagios de inestabilidades podrán ser más frecuentes y serios. Ello se suma a las dislocaciones que aquejan al mundo como el calentamiento global o el envejecimiento demográfico. Por eso, más que nunca la construcción del futuro depende de nuestras propias fuerzas.
Analista político y económico
Desde el siglo pasado, se ensalzaron las virtudes de la desregulación, la privatización, los impuestos bajos e indirectos. Conforme a esa visión, el Estado era innecesario por cuanto el mercado podía hacerlo siempre con mejor eficiencia y con menos corruptelas. El precio fue detener el proceso de avance de la equidad social de los países. El librecambismo bien aplicado ayuda a la inversión y al crecimiento, pero son la visión y las regulaciones estatales, las que crean a los mercados y fijan los parámetros de su funcionamiento. La lógica mercantil persigue la optimización de los beneficios, por lo que es tarea de los Estados, señalar las fronteras entre equidad y eficiencia. El nexo inevitable de asociación entre mercado y política, entre crecimiento y justicia social, está dado por el grado en que las estrategias gubernamentales procuran el bienestar general, la multiplicación de las ocupaciones y ponen límite a los excesos concentradores del mercado.
Los resultados del Consenso de Washington están a la vista. Vivimos una inseguridad que pone en entredicho a los gobiernos. Hay disparidades nunca vistas entre la concentración individual de la riqueza y una pobreza que afecta a gran parte de la población. Aun así, se gasta mucho en campañas militares o en hacer la guerra a la criminalidad al interior de los países.
En México, la distribución del ingreso lejos de aliviarse ha reiniciado el proceso de concentración (Gini de 0.50), los pobres suman cerca del 50% de la población, los trabajadores informales el 49% del empleo total. Por eso, la economía mexicana ha entrado en una fase de cuasi-estancamiento que ya se prolonga un cuarto de siglo. Entre 1950 y 1980, el producto se expandió 6% anual y sólo a la mitad de esa cifra entre ese último año y 2008, además de haberse acrecentado considerablemente sus altibajos. Superar tal situación obliga a reflexionar.
Como primer cambio habría que priorizar los objetivos nacionales. Lograr un nivel razonable de la estabilidad de precios, no debiera estar reñido con metas de crecimiento, con el demérito de la competitividad externa, ni con la contracción del empleo interno. En sí mismo, el mercado es inadecuado para definir las metas colectivas y generar bienes públicos. El Estado tendrá que intervenir para llenar esas funciones. En consecuencia, habrá que reconfigurar las fronteras entre Estado y mercado.
Sacar ventaja de la integración de los mercados mundiales supone avanzar en las redes transnacionales de producción y comercio. Habrá que ganar posiciones en la elaboración de bienes de mayor valor agregado, de alta elasticidad e ingreso de la demanda universal, negociando mejores acuerdos y resultados. De otro lado, como lo ha demostrado la historia, los principales alicientes a la inversión foránea, a la incorporación de tecnologías y a la mejora de la inserción en la economía mundial, se asocian a mercados nacionales en expansión, a gobiernos activistas que impulsan decididamente el desarrollo. Por contra, los países que se limitan a ofrecer pasivamente concesiones, sean fiscales, salariales, desregulatorias que dependen del funcionamiento mecánico de los mercados, por regla general, arrojan los peores resultados en el mundo. Por eso, la apreciación casi sistemática del tipo de cambio al reducir los precios de las importaciones, ciertamente contribuye a apaciguar la inflación, pero, al propio tiempo, reduce innecesariamente la competitividad de los productores nacionales, los alicientes a la inversión, desorganiza los encadenamientos industriales y acentúa los desajustes de pagos.
Asimismo, habría que alentar la inversión, incluyendo a la formación pública de capital que, aparte de reconocer enormes rezagos, es indispensable para generar economías externas a las empresas, además de compensar la caída crítica del empleo. México necesita reformas fiscales, políticas contracíclicas efectivas y utilizar de mejor manera los grados de libertad del presupuesto y del endeudamiento públicos, tanto como eliminar obstáculos al crédito bancario interno a la producción.
Esto exigen de la implantación decidida de políticas industriales, mediante los cuales no sólo se atiendan las señales de mercado, sino se haga selección deliberada de algunas actividades a fomentar, sea en términos del desarrollo del comercio exterior o de completar estratégicamente el entramado del tejido productivo interno. Aquí la reconstrucción de la banca de desarrollo tendrá un papel importantísimo a desempeñar.
Sin duda, el país necesita una reforma laboral para responder a las exigencias de los mercados liberados. Pero eso no supone, inhibir la negociación colectiva, infringir derechos adquiridos o atentar contra la libertad sindical. Supone modernizar los derechos de los trabajadores para brindarles protección en las inciertas condiciones económicas actuales, comenzando por la implantación urgente de una política activa de empleo.
Muchos de los márgenes de resistencia están próximos a desaparecer. El sector informal está saturado, difícilmente podría absorber más trabajadores, sin encauzarlos hacia actividades delictivas. Asimismo, la competitividad no podría seguir fincándose en la contracción de los salarios reales o en cargas impositivas reducidas que comprimen al mercado interno. Toca el turno a los empresarios a innovar y reducir costos distintos a los de la depreciación salarial. Encarar las dificultades por la crisis global exige flexibilidad en las políticas públicas. En el corto y mediano plazo, el crecimiento del mundo será más moderado, la apertura comercial de los países resultará en algún grado disminuida, el financiamiento externo disminuirá y elevará sus costos, los contagios de inestabilidades podrán ser más frecuentes y serios. Ello se suma a las dislocaciones que aquejan al mundo como el calentamiento global o el envejecimiento demográfico. Por eso, más que nunca la construcción del futuro depende de nuestras propias fuerzas.
Analista político y económico
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