Alfonzo Zarate / El Universal
Para concluir estas aproximaciones al tema sucesorio me referiré a los últimos seis factores que determinan el resultado de la contienda.
Sin el peso que tienen el aparato electoral y el perfil del candidato, el diseño estratégico y la integración del equipo de campaña juegan un papel relevante. Algunos ejemplos del pasado reciente pueden contribuir a valorar su importancia. El primero lo ofreció Adolfo Aguilar Zinser al recordar su participación en la segunda campaña presidencial del ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas (1994), quien no entendió el papel de los medios electrónicos en la lucha política de fin de siglo: insistía en “pueblear”, como hacía su padre 60 años atrás, y así perdió la capacidad de comunicarse de forma simultánea con cientos de miles, incluso millones, de electores.
Otro caso significativo lo sufrió —y cultivó— Carlos Castillo Peraza en 1997, cuando decidió ser aspirante a la jefatura de Gobierno del DF. Su partido encabezaba las preferencias (42%) y todo parecía listo para que la alternancia capitalina se diera por la derecha. Sin embargo, el líder transformado en postulante cometió errores clave; entre ellos, integrar un equipo en el que prevalecieron sus paisanos, quienes ignoraban la compleja realidad capitalina. La improvisación y el desatino abrieron flancos vulnerables a un candidato que parecía fuera de contexto. La acumulación de pequeñas derrotas, que los medios convirtieron en catástrofes, dieron por resultado un severo descalabro: el último ideólogo del PAN, teórico de la “victoria cultural” panista, quedó reducido a un humillante tercer lugar (sólo 602 mil 466 votos, 15.2% del total).
Guerra de percepciones y juego de inteligencias prácticas, una elección puede definirse por la capacidad de respuesta inmediata y la sensibilidad para replantear la estrategia sobre la marcha. El resultado de la contienda presidencial de 2006 podría explicarse, en gran medida, por una combinación de inflexibilidad, prepotencia y falta de reflejos del equipo de López Obrador. La ofensiva propagandística del PAN y sus aliados, que lo describía como “un peligro para México”, caló hondo en miles de electores. No hubo réplica oportuna y eficaz.
Los “amarres” con los poderes fácticos juegan un papel crucial. Se trata de eludir vetos, no de conseguir votos. Aunque, también, de emitir señales de mayor o menor cercanía con cúpulas empresariales, jerarquías religiosas, mandos castrenses, liderazgos de “opinión” (medios, intelectuales) y actores externos (Estados Unidos, inversionistas, “comunidad internacional”). Es verdad que la élite del poder económico suele prender más de una “veladora” por contienda y repartir sus apoyos con generosa pluralidad (ganar es el nombre del juego); pero también puede utilizar los recursos a su alcance para demoler famas públicas o minar aspiraciones indeseables.
En última instancia, la legitimidad del cabildeo de los grupos de presión es parte del debate democrático. Cada aspirante asumirá riesgos y pagará consecuencias.
Un tema distinto es el de la presencia de un poder fáctico sin escrúpulos ni imagen que cuidar: el crimen organizado, cuyo rostro aparece con alarmante frecuencia en contiendas municipales (Michoacán no es la excepción) y, por lo menos en un caso, marcó a sangre y fuego la disputa de una gubernatura (el asesinato del candidato priísta en Tamaulipas). La mezcla de narcopoder (dinero, corrupción, amenaza) y pragmatismo político llevado al extremo (financiamiento a cambio de posiciones e impunidad) constituiría una fórmula explosiva, demoledora, para nuestra democracia. La identificación del riesgo es el primer paso para inhibirlo y neutralizarlo.
Finalmente, tres factores que van de la mano: el legado del gobierno saliente, la propuesta de los aspirantes y las expectativas ciudadanas. En los comicios del 2012 los electores decidirán el voto a partir de un balance elemental: entre los saldos de la gestión económica (impactos de la crisis en las familias) y la percepción colectiva del clima de seguridad (eficacia en el combate a la delincuencia).
Herencia o fardo, continuidad o deslinde. Sobre esa base, en esa perspectiva, se desplegarán la oferta electoral y el discurso de los candidatos. Con mayor o menor sensibilidad, perspicacia, agudeza, para captar el pulso de la sociedad y definir líneas imaginarias (horizonte, proyecto, compromiso, promesa) que entusiasmen al electorado.
Nada de esto garantiza una batalla de ideas, programas consistentes y alternativas viables. Porque, a final de cuentas, el propósito de los contendientes no es apelar a la razón o al sentido común, sino colonizar el espacio de los deseos, las aspiraciones, los humores de la ciudadanía: cómo percibe su situación actual y, sobre todo, quién colma sus expectativas. Antes que un ajuste de cuentas con la realidad, una apuesta a futuro con los escasos elementos disponibles. ¿Figura, carisma, integridad, sensatez? En la incógnita está inscrito el desenlace.
Presidente del Grupo Consultor Interdisciplinario
Para concluir estas aproximaciones al tema sucesorio me referiré a los últimos seis factores que determinan el resultado de la contienda.
Sin el peso que tienen el aparato electoral y el perfil del candidato, el diseño estratégico y la integración del equipo de campaña juegan un papel relevante. Algunos ejemplos del pasado reciente pueden contribuir a valorar su importancia. El primero lo ofreció Adolfo Aguilar Zinser al recordar su participación en la segunda campaña presidencial del ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas (1994), quien no entendió el papel de los medios electrónicos en la lucha política de fin de siglo: insistía en “pueblear”, como hacía su padre 60 años atrás, y así perdió la capacidad de comunicarse de forma simultánea con cientos de miles, incluso millones, de electores.
Otro caso significativo lo sufrió —y cultivó— Carlos Castillo Peraza en 1997, cuando decidió ser aspirante a la jefatura de Gobierno del DF. Su partido encabezaba las preferencias (42%) y todo parecía listo para que la alternancia capitalina se diera por la derecha. Sin embargo, el líder transformado en postulante cometió errores clave; entre ellos, integrar un equipo en el que prevalecieron sus paisanos, quienes ignoraban la compleja realidad capitalina. La improvisación y el desatino abrieron flancos vulnerables a un candidato que parecía fuera de contexto. La acumulación de pequeñas derrotas, que los medios convirtieron en catástrofes, dieron por resultado un severo descalabro: el último ideólogo del PAN, teórico de la “victoria cultural” panista, quedó reducido a un humillante tercer lugar (sólo 602 mil 466 votos, 15.2% del total).
Guerra de percepciones y juego de inteligencias prácticas, una elección puede definirse por la capacidad de respuesta inmediata y la sensibilidad para replantear la estrategia sobre la marcha. El resultado de la contienda presidencial de 2006 podría explicarse, en gran medida, por una combinación de inflexibilidad, prepotencia y falta de reflejos del equipo de López Obrador. La ofensiva propagandística del PAN y sus aliados, que lo describía como “un peligro para México”, caló hondo en miles de electores. No hubo réplica oportuna y eficaz.
Los “amarres” con los poderes fácticos juegan un papel crucial. Se trata de eludir vetos, no de conseguir votos. Aunque, también, de emitir señales de mayor o menor cercanía con cúpulas empresariales, jerarquías religiosas, mandos castrenses, liderazgos de “opinión” (medios, intelectuales) y actores externos (Estados Unidos, inversionistas, “comunidad internacional”). Es verdad que la élite del poder económico suele prender más de una “veladora” por contienda y repartir sus apoyos con generosa pluralidad (ganar es el nombre del juego); pero también puede utilizar los recursos a su alcance para demoler famas públicas o minar aspiraciones indeseables.
En última instancia, la legitimidad del cabildeo de los grupos de presión es parte del debate democrático. Cada aspirante asumirá riesgos y pagará consecuencias.
Un tema distinto es el de la presencia de un poder fáctico sin escrúpulos ni imagen que cuidar: el crimen organizado, cuyo rostro aparece con alarmante frecuencia en contiendas municipales (Michoacán no es la excepción) y, por lo menos en un caso, marcó a sangre y fuego la disputa de una gubernatura (el asesinato del candidato priísta en Tamaulipas). La mezcla de narcopoder (dinero, corrupción, amenaza) y pragmatismo político llevado al extremo (financiamiento a cambio de posiciones e impunidad) constituiría una fórmula explosiva, demoledora, para nuestra democracia. La identificación del riesgo es el primer paso para inhibirlo y neutralizarlo.
Finalmente, tres factores que van de la mano: el legado del gobierno saliente, la propuesta de los aspirantes y las expectativas ciudadanas. En los comicios del 2012 los electores decidirán el voto a partir de un balance elemental: entre los saldos de la gestión económica (impactos de la crisis en las familias) y la percepción colectiva del clima de seguridad (eficacia en el combate a la delincuencia).
Herencia o fardo, continuidad o deslinde. Sobre esa base, en esa perspectiva, se desplegarán la oferta electoral y el discurso de los candidatos. Con mayor o menor sensibilidad, perspicacia, agudeza, para captar el pulso de la sociedad y definir líneas imaginarias (horizonte, proyecto, compromiso, promesa) que entusiasmen al electorado.
Nada de esto garantiza una batalla de ideas, programas consistentes y alternativas viables. Porque, a final de cuentas, el propósito de los contendientes no es apelar a la razón o al sentido común, sino colonizar el espacio de los deseos, las aspiraciones, los humores de la ciudadanía: cómo percibe su situación actual y, sobre todo, quién colma sus expectativas. Antes que un ajuste de cuentas con la realidad, una apuesta a futuro con los escasos elementos disponibles. ¿Figura, carisma, integridad, sensatez? En la incógnita está inscrito el desenlace.
Presidente del Grupo Consultor Interdisciplinario
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