Orlando Delgado Selley / Proceso
El aspirante a la candidatura presidencial por el PAN, Ernesto Cordero, quien en sus ratos libres despacha como secretario de Hacienda, incluso cuando es cuidadoso, no deja de exhibir su insensibilidad por el costo social de las políticas de ajuste económico.
Ejemplo de ello es que en los últimos días ha declarado en todos los sitios en los que le permiten hacerlo, que los impactos de esta etapa de la crisis sobre México no pueden caracterizarse como un simple catarrito. Se ha cuidado de advertir –a diferencia de lo que hizo su antecesor Agustín Carstens– que los impactos en la economía mexicana serán severos, reconociendo con ello que el gobierno federal tiene que instrumentar varias acciones.
Sin embargo, éstas serán similares a las adoptadas entre 2008 y 2009, cuando la recesión se generalizaba y profundizaba. Sabemos que el resultado agregado de esas acciones fue una caída del producto interno bruto (PIB) en 2009 de 6.1%.
El impacto de mayor relevancia, sin embargo, no es ese, sino el que sufrieron millones de mexicanos, como se confirma en el último informe de la Comisión Nacional de Evaluación y en la reciente encuesta de 2010 de ingreso-gasto de los hogares.
En estos reportes se documenta que de 2008 a 2010 hubo un aumento de casi 4 millones de pobres en el país, en un entorno general en el que los ingresos de todos los hogares disminuyeron.
De modo que Cordero Arroyo se dice dispuesto a repetir lo que ostensiblemente no funcionó. No es una equivocación ni un exabrupto. Es la expresión de una manera de entender la crisis y las responsabilidades de un gobierno frente a ella.
Para los más ortodoxos en política económica, y Cordero es uno de ellos, la principal preocupación gubernamental es mantener la inflación y las finanzas públicas controladas. No importa el costo social que la atención de estas prioridades tenga.
El Banco de México (Banxico) puede explicar su actuación porque tiene un mandato legal que se lo ordena. Los otros funcionarios gubernamentales sólo la pueden explicar por sus filiaciones doctrinales.
La visión de estos ortodoxos fue barrida en las primeras etapas de la crisis. Del segundo semestre de 2008 a finales de 2009, durante 18 meses, los gobiernos de prácticamente todos los países, desarrollados o emergentes, instrumentaron programas fiscales agresivos para detener la recesión.
Incluso en la primera reunión del G 20, del que México forma parte, celebrada en Washington en noviembre de 2008, se estableció que los gobiernos de eses grupo inyectarían dos billones de dólares a sus economías a través del gasto público.
El acuerdo del G 20 fue un estímulo económico al estilo clásico: no para los bancos, sino repartido a través del gasto entre consumidores, empresas y gobiernos locales.
Sin embargo, el gobierno mexicano no actuó como lo indicaba el acuerdo del G-20. Para el gobierno panista lo primero no fue detener la recesión, sino mantener las finanzas públicas en equilibrio y evitar que la deuda pública creciera.
Las medidas de estímulo fiscal instrumentadas por los gobiernos de casi todos los países, junto con las acciones de carácter monetario instrumentadas por los bancos centrales, lograron detener la recesión.
En México se anunciaron distintos planes, pero lo cierto es que privó el temor gubernamental a que si se aumentaba el gasto se perdería el control. El Banxico, por su parte, mientras la Reserva Federal estadunidense reducía las tasas, mantenía las tasas altas pese a que no había ningún indicio de que hubiera presiones inflacionarias.
En la tercera reunión del G-20, celebrada en Pittsburgh a finales de 2009, los jefes de Estado firmaron una declaración que establecía lo siguiente: “Nos encontramos en medio de una transición crítica entre la crisis y la recuperación que dé vuelta a la página de una era de irresponsabilidad… Cuando nos reunimos en abril pasado, enfrentábamos el mayor desafío a la economía mundial de nuestra generación… En esos momentos, nuestros países acordaron hacer lo que fuera necesario para asegurar la recuperación, arreglar nuestros sistemas financieros y mantener los flujos globales de capital. Y funcionó”.
Para México, en cambio, no funcionó, ya que los funcionarios del gobierno panista no hicieron lo que acordaron con sus pares del G-20.
Sin embargo, en poco tiempo, aun sin haber superado el momento crítico entre crisis y recuperación, los “halcones del déficit” –como ha escrito decenas de veces el Nobel de Economía 2008, Paul Krugman– fueron imponiendo nuevamente su visión del funcionamiento económico.
La crisis de deuda soberana griega, abierta a principios de 2010, permitió que en la Unión Europea se aceptara que era el momento de poner las finanzas en orden. Cuando la crisis se amplió a Irlanda, Portugal y España, los gobiernos de Alemania y Francia señalaban sotto voce que el problema estaba localizado en la periferia europea y se explicaba por la irresponsabilidad fiscal de esos gobiernos.
La extensión de la crisis de deuda soberana en los países de la zona euro y su ampliación a Italia han mostrado contundentemente que la explicación de los problemas era equivocada. Pese a ello, luego de la victoria del ala radical del Partido Republicano en las elecciones intermedias de este año en Estados Unidos, los ortodoxos impusieron su visión de que el punto central del diseño de política económica no era consolidar la recuperación y fortalecer la capacidad de generación de nuevos puestos de trabajo, sino reducir el déficit fiscal y limitar las actividades gubernamentales en la economía.
Esta visión está dominando nuevamente al mundo. La consecuencia ha sido apreciada por los grandes inversionistas y banqueros, los llamados mercados financieros, que reconocen que la dinámica económica mundial se hará más lenta y que se complicarán las condiciones para que los gobiernos cumplan con sus obligaciones crediticias.
Y la turbulencia financiera de los pasados días se explica justamente porque la recuperación encontrará freno y el desempleo mundial se mantendrá en niveles inaceptables.
Frente a este panorama, Cordero nos dice que el gobierno está listo para repetir las acciones que instrumentó en 2009 y que fueron un absoluto fracaso. Presume además que México, a diferencia de los países que lograron amortiguar los impactos de la crisis entre los grupos sociales más desfavorecidos, mantendrá su responsabilidad fiscal.
Mientras otras naciones pagan la consecuencia de su irresponsabilidad, según el aspirante panista, México está blindado contra la turbulencia financiera. El aún funcionario federal olvida, o pretende hacerlo, que esa supuesta responsabilidad ha tenido consecuencia desastrosas para millones de mexicanos. Esa no es responsabilidad, es incompetencia e irresponsabilidad social.
El aspirante a la candidatura presidencial por el PAN, Ernesto Cordero, quien en sus ratos libres despacha como secretario de Hacienda, incluso cuando es cuidadoso, no deja de exhibir su insensibilidad por el costo social de las políticas de ajuste económico.
Ejemplo de ello es que en los últimos días ha declarado en todos los sitios en los que le permiten hacerlo, que los impactos de esta etapa de la crisis sobre México no pueden caracterizarse como un simple catarrito. Se ha cuidado de advertir –a diferencia de lo que hizo su antecesor Agustín Carstens– que los impactos en la economía mexicana serán severos, reconociendo con ello que el gobierno federal tiene que instrumentar varias acciones.
Sin embargo, éstas serán similares a las adoptadas entre 2008 y 2009, cuando la recesión se generalizaba y profundizaba. Sabemos que el resultado agregado de esas acciones fue una caída del producto interno bruto (PIB) en 2009 de 6.1%.
El impacto de mayor relevancia, sin embargo, no es ese, sino el que sufrieron millones de mexicanos, como se confirma en el último informe de la Comisión Nacional de Evaluación y en la reciente encuesta de 2010 de ingreso-gasto de los hogares.
En estos reportes se documenta que de 2008 a 2010 hubo un aumento de casi 4 millones de pobres en el país, en un entorno general en el que los ingresos de todos los hogares disminuyeron.
De modo que Cordero Arroyo se dice dispuesto a repetir lo que ostensiblemente no funcionó. No es una equivocación ni un exabrupto. Es la expresión de una manera de entender la crisis y las responsabilidades de un gobierno frente a ella.
Para los más ortodoxos en política económica, y Cordero es uno de ellos, la principal preocupación gubernamental es mantener la inflación y las finanzas públicas controladas. No importa el costo social que la atención de estas prioridades tenga.
El Banco de México (Banxico) puede explicar su actuación porque tiene un mandato legal que se lo ordena. Los otros funcionarios gubernamentales sólo la pueden explicar por sus filiaciones doctrinales.
La visión de estos ortodoxos fue barrida en las primeras etapas de la crisis. Del segundo semestre de 2008 a finales de 2009, durante 18 meses, los gobiernos de prácticamente todos los países, desarrollados o emergentes, instrumentaron programas fiscales agresivos para detener la recesión.
Incluso en la primera reunión del G 20, del que México forma parte, celebrada en Washington en noviembre de 2008, se estableció que los gobiernos de eses grupo inyectarían dos billones de dólares a sus economías a través del gasto público.
El acuerdo del G 20 fue un estímulo económico al estilo clásico: no para los bancos, sino repartido a través del gasto entre consumidores, empresas y gobiernos locales.
Sin embargo, el gobierno mexicano no actuó como lo indicaba el acuerdo del G-20. Para el gobierno panista lo primero no fue detener la recesión, sino mantener las finanzas públicas en equilibrio y evitar que la deuda pública creciera.
Las medidas de estímulo fiscal instrumentadas por los gobiernos de casi todos los países, junto con las acciones de carácter monetario instrumentadas por los bancos centrales, lograron detener la recesión.
En México se anunciaron distintos planes, pero lo cierto es que privó el temor gubernamental a que si se aumentaba el gasto se perdería el control. El Banxico, por su parte, mientras la Reserva Federal estadunidense reducía las tasas, mantenía las tasas altas pese a que no había ningún indicio de que hubiera presiones inflacionarias.
En la tercera reunión del G-20, celebrada en Pittsburgh a finales de 2009, los jefes de Estado firmaron una declaración que establecía lo siguiente: “Nos encontramos en medio de una transición crítica entre la crisis y la recuperación que dé vuelta a la página de una era de irresponsabilidad… Cuando nos reunimos en abril pasado, enfrentábamos el mayor desafío a la economía mundial de nuestra generación… En esos momentos, nuestros países acordaron hacer lo que fuera necesario para asegurar la recuperación, arreglar nuestros sistemas financieros y mantener los flujos globales de capital. Y funcionó”.
Para México, en cambio, no funcionó, ya que los funcionarios del gobierno panista no hicieron lo que acordaron con sus pares del G-20.
Sin embargo, en poco tiempo, aun sin haber superado el momento crítico entre crisis y recuperación, los “halcones del déficit” –como ha escrito decenas de veces el Nobel de Economía 2008, Paul Krugman– fueron imponiendo nuevamente su visión del funcionamiento económico.
La crisis de deuda soberana griega, abierta a principios de 2010, permitió que en la Unión Europea se aceptara que era el momento de poner las finanzas en orden. Cuando la crisis se amplió a Irlanda, Portugal y España, los gobiernos de Alemania y Francia señalaban sotto voce que el problema estaba localizado en la periferia europea y se explicaba por la irresponsabilidad fiscal de esos gobiernos.
La extensión de la crisis de deuda soberana en los países de la zona euro y su ampliación a Italia han mostrado contundentemente que la explicación de los problemas era equivocada. Pese a ello, luego de la victoria del ala radical del Partido Republicano en las elecciones intermedias de este año en Estados Unidos, los ortodoxos impusieron su visión de que el punto central del diseño de política económica no era consolidar la recuperación y fortalecer la capacidad de generación de nuevos puestos de trabajo, sino reducir el déficit fiscal y limitar las actividades gubernamentales en la economía.
Esta visión está dominando nuevamente al mundo. La consecuencia ha sido apreciada por los grandes inversionistas y banqueros, los llamados mercados financieros, que reconocen que la dinámica económica mundial se hará más lenta y que se complicarán las condiciones para que los gobiernos cumplan con sus obligaciones crediticias.
Y la turbulencia financiera de los pasados días se explica justamente porque la recuperación encontrará freno y el desempleo mundial se mantendrá en niveles inaceptables.
Frente a este panorama, Cordero nos dice que el gobierno está listo para repetir las acciones que instrumentó en 2009 y que fueron un absoluto fracaso. Presume además que México, a diferencia de los países que lograron amortiguar los impactos de la crisis entre los grupos sociales más desfavorecidos, mantendrá su responsabilidad fiscal.
Mientras otras naciones pagan la consecuencia de su irresponsabilidad, según el aspirante panista, México está blindado contra la turbulencia financiera. El aún funcionario federal olvida, o pretende hacerlo, que esa supuesta responsabilidad ha tenido consecuencia desastrosas para millones de mexicanos. Esa no es responsabilidad, es incompetencia e irresponsabilidad social.
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