Demócratas y republicanos intentan aprovechar el último trámite, la aprobación en el Congreso, para convertir esta crisis en una victoria política
ANTONIO CAÑO / EL PAÍS
Finalmente se ha conseguido eludir la catástrofe. Asomado ya al precipicio, Estados Unidos ha sido capaz en el último instante de evitar la suspensión de pagos y, con ello, el mundo se ha librado de un terremoto que podía haber causado destrozos incalculables en la economía. Para darle un toque aún más emotivo a la histórica noche en la que la Cámara de Representantes aprobó el acuerdo que permite este desenlace feliz, compareció ayer, por primera vez tras el atentado que casi le cortó la vida, la congresista Gabby Giffords, que sumó su voto afirmativo al total de 269 con los que pasó esta controvertida ley.
Atrás queda una de las más graves crisis políticas que se recuerdan en este país. Una crisis que ha herido seriamente a los dos principales partidos, ha dañado el liderazgo del presidente Barack Obama y ha perjudicado al prestigio de EEUU de una manera difícil de reparar. Con la aprobación de este acuerdo -que pasa ahora al Senado, donde no existen dudas sobre su ratificación-, no se pone fin, sin embargo, a la batalla política desatada sobre el déficit público y la deuda. Las características del pacto logrado garantizan que esa batalla, que en realidad es la confrontación de dos modelos de estado, se prolongará en los próximos meses.
La votación de anoche permite, en todo caso, tomar un poco de aire y reconsiderar algunas prioridades con vistas a las próximas elecciones. Todos los dirigentes principales de este país, desde Obama a los líderes parlamentarios, han salido debilitados. El resultado de la votación en la Cámara ilustra perfectamente el tamaño del enfrentamiento político existente: 95 demócratas del ala izquierda votaron en contra de lo que su líder, Nancy Pelosi, y su presidente les pidieron, tantos como votaron a favor; 66 republicanos del Tea Party se opusieron al acuerdo, que no hubiera podido sobrevivir sin la ayuda de los votos demócratas. Fueron los moderados de uno y otro lado los que lograron la proeza de unir fuerzas a favor de lo que creían que eran los intereses supremos de la nación.
Esta fue una votación de gran sacrificio. Tuvo cierto de tragedia griega. Hubo aplausos para recibir a la querida compañera tiroteada en enero pasado en Tucson, pero, más allá de eso, todos parecían tener más razones para lamentar que para festejar. El Partido Demócrata, porque es el que más ha cedido en la negociación; el Partido Republicano, porque ha dado a sus compatriotas una inquietante imagen de intransigencia y desunión. Ambos han tratado de compensar esos daños durante la tramitación parlamentaria.
La Casa Blanca ha tratado de animar a los demócratas asegurando que el presidente Barack Obama no ha renunciado a una reforma del sistema fiscal para compensar los grandes recortes pactados del gasto público. "Creemos que el tema de los impuestos queda muy vivo en la segunda fase de este acuerdo", declaró el portavoz presidencia, Jay Carney.
Los líderes republicanos, por su parte, intentan tranquilizar a los suyos, especialmente al Tea Party, convenciéndoles de que lo firmado el domingo por la noche es una perfecta traslación de las ideas conservadoras. "No hay nada en ese acuerdo que se oponga a nuestros principios", manifestó el presidente de la Cámara de Representantes, John Boehner. "Esta es una victoria de la causa de un Estado reducido".
Unos y otros se fuerzan por ver en la votación de anoche algún argumento para defender una presunta posición ganadora. El presidente de la Cámara de Representantes, John Boehner, puesto en duda en los últimos días por su incapacidad para controlar al Tea Party, puede agarrarse al hecho de que ha habido más votos favorables republicanos (174) que demócratas (95), lo que le permite conservar cierta autoridad como jefe de su grupo. Que una ley defendida por él hubiera avanzado gracias a una mayoría de demócratas hubiera hecho su posición prácticamente insostenible.
Obama, a su vez, precisaba que no hubiera más votos demócratas en contra que a favor de un pacto en el que él mismo ha puesto su futuro en juego. Se ha quedado en un empate, que evita un enorme bochorno, pero que deja bien claro las dificultades que el presidente va a encontrar a partir de ahora en la izquierda de su propio partido.
Esa tensión, que ha prolongado el dramatismo del desenlace de esta crisis hasta el mismo final, seguramente va a reproducirse en otros momentos de la negociación, que debe de continuar en las próximas semanas, puesto que la última fase de este acuerdo no se cumple hasta finales de noviembre.
El compromiso contempla recortes de gastos públicos en una década por un total de 2,4 billones de dólares en dos etapas y una extensión de la deuda por la misma cantidad y en los mismos plazos. De forma inmediata se reducen algo más de 900.000 millones de dólares, sin incluir gasto social, y se eleva la deuda otro tanto para que el Gobierno pueda pagar sus facturas este año.
Al mismo tiempo, se crea una comisión parlamentaria bipartidista que tendrá plenos poderes para recortar otros 1,5 billones de dólares de gastos. La decisión que esa comisión tome tiene que ser aprobada o rechazada por el Congreso sin enmiendas. En el caso de que sea rechazada o de que la comisión no consiga una posición común, se aplicarían automáticamente recortes de gastos de 1,2 billones de dólares y una extensión de deuda por la misma cantidad, suficiente para cubrir los pagos del año próximo.
Este recorte automático fue uno de los aspectos más polémicos en las últimas horas de las conversaciones del domingo. Venciendo fuerte resistencia de Boehner, los demócratas consiguieron que, si se llega a esa situación, la mitad de los recortes sean de gastos de Defensa y la otra mitad de gasto social, sin incluir los Seguridad Social pero sí el plan de ayuda sanitaria a los pensionistas, conocido como Medicare.
El acuerdo no dice una palabra sobre impuestos, pero tampoco impide explícitamente que la comisión bipartidista los aborde, lo que ha sido suficiente para que los demócratas entiendan que aún pueden dar la batalla para eliminar algunas de las ventajas fiscales de los ingresos más altos.
ANTONIO CAÑO / EL PAÍS
Finalmente se ha conseguido eludir la catástrofe. Asomado ya al precipicio, Estados Unidos ha sido capaz en el último instante de evitar la suspensión de pagos y, con ello, el mundo se ha librado de un terremoto que podía haber causado destrozos incalculables en la economía. Para darle un toque aún más emotivo a la histórica noche en la que la Cámara de Representantes aprobó el acuerdo que permite este desenlace feliz, compareció ayer, por primera vez tras el atentado que casi le cortó la vida, la congresista Gabby Giffords, que sumó su voto afirmativo al total de 269 con los que pasó esta controvertida ley.
Atrás queda una de las más graves crisis políticas que se recuerdan en este país. Una crisis que ha herido seriamente a los dos principales partidos, ha dañado el liderazgo del presidente Barack Obama y ha perjudicado al prestigio de EEUU de una manera difícil de reparar. Con la aprobación de este acuerdo -que pasa ahora al Senado, donde no existen dudas sobre su ratificación-, no se pone fin, sin embargo, a la batalla política desatada sobre el déficit público y la deuda. Las características del pacto logrado garantizan que esa batalla, que en realidad es la confrontación de dos modelos de estado, se prolongará en los próximos meses.
La votación de anoche permite, en todo caso, tomar un poco de aire y reconsiderar algunas prioridades con vistas a las próximas elecciones. Todos los dirigentes principales de este país, desde Obama a los líderes parlamentarios, han salido debilitados. El resultado de la votación en la Cámara ilustra perfectamente el tamaño del enfrentamiento político existente: 95 demócratas del ala izquierda votaron en contra de lo que su líder, Nancy Pelosi, y su presidente les pidieron, tantos como votaron a favor; 66 republicanos del Tea Party se opusieron al acuerdo, que no hubiera podido sobrevivir sin la ayuda de los votos demócratas. Fueron los moderados de uno y otro lado los que lograron la proeza de unir fuerzas a favor de lo que creían que eran los intereses supremos de la nación.
Esta fue una votación de gran sacrificio. Tuvo cierto de tragedia griega. Hubo aplausos para recibir a la querida compañera tiroteada en enero pasado en Tucson, pero, más allá de eso, todos parecían tener más razones para lamentar que para festejar. El Partido Demócrata, porque es el que más ha cedido en la negociación; el Partido Republicano, porque ha dado a sus compatriotas una inquietante imagen de intransigencia y desunión. Ambos han tratado de compensar esos daños durante la tramitación parlamentaria.
La Casa Blanca ha tratado de animar a los demócratas asegurando que el presidente Barack Obama no ha renunciado a una reforma del sistema fiscal para compensar los grandes recortes pactados del gasto público. "Creemos que el tema de los impuestos queda muy vivo en la segunda fase de este acuerdo", declaró el portavoz presidencia, Jay Carney.
Los líderes republicanos, por su parte, intentan tranquilizar a los suyos, especialmente al Tea Party, convenciéndoles de que lo firmado el domingo por la noche es una perfecta traslación de las ideas conservadoras. "No hay nada en ese acuerdo que se oponga a nuestros principios", manifestó el presidente de la Cámara de Representantes, John Boehner. "Esta es una victoria de la causa de un Estado reducido".
Unos y otros se fuerzan por ver en la votación de anoche algún argumento para defender una presunta posición ganadora. El presidente de la Cámara de Representantes, John Boehner, puesto en duda en los últimos días por su incapacidad para controlar al Tea Party, puede agarrarse al hecho de que ha habido más votos favorables republicanos (174) que demócratas (95), lo que le permite conservar cierta autoridad como jefe de su grupo. Que una ley defendida por él hubiera avanzado gracias a una mayoría de demócratas hubiera hecho su posición prácticamente insostenible.
Obama, a su vez, precisaba que no hubiera más votos demócratas en contra que a favor de un pacto en el que él mismo ha puesto su futuro en juego. Se ha quedado en un empate, que evita un enorme bochorno, pero que deja bien claro las dificultades que el presidente va a encontrar a partir de ahora en la izquierda de su propio partido.
Esa tensión, que ha prolongado el dramatismo del desenlace de esta crisis hasta el mismo final, seguramente va a reproducirse en otros momentos de la negociación, que debe de continuar en las próximas semanas, puesto que la última fase de este acuerdo no se cumple hasta finales de noviembre.
El compromiso contempla recortes de gastos públicos en una década por un total de 2,4 billones de dólares en dos etapas y una extensión de la deuda por la misma cantidad y en los mismos plazos. De forma inmediata se reducen algo más de 900.000 millones de dólares, sin incluir gasto social, y se eleva la deuda otro tanto para que el Gobierno pueda pagar sus facturas este año.
Al mismo tiempo, se crea una comisión parlamentaria bipartidista que tendrá plenos poderes para recortar otros 1,5 billones de dólares de gastos. La decisión que esa comisión tome tiene que ser aprobada o rechazada por el Congreso sin enmiendas. En el caso de que sea rechazada o de que la comisión no consiga una posición común, se aplicarían automáticamente recortes de gastos de 1,2 billones de dólares y una extensión de deuda por la misma cantidad, suficiente para cubrir los pagos del año próximo.
Este recorte automático fue uno de los aspectos más polémicos en las últimas horas de las conversaciones del domingo. Venciendo fuerte resistencia de Boehner, los demócratas consiguieron que, si se llega a esa situación, la mitad de los recortes sean de gastos de Defensa y la otra mitad de gasto social, sin incluir los Seguridad Social pero sí el plan de ayuda sanitaria a los pensionistas, conocido como Medicare.
El acuerdo no dice una palabra sobre impuestos, pero tampoco impide explícitamente que la comisión bipartidista los aborde, lo que ha sido suficiente para que los demócratas entiendan que aún pueden dar la batalla para eliminar algunas de las ventajas fiscales de los ingresos más altos.
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