Gustavo Gordillo/II / La Jornada
Recurro a los conceptos gramscianos de crisis orgánica –cuando en un periodo de transición se prolonga demasiado se presenta el fenómeno de “equilibrio estático” o equilibrio catastrófico, caracterizado porque las fuerzas en lucha se equilibran “de una manera tal que la continuación de la lucha no puede menos que conducir a la destrucción recíproca”– y de revolución pasiva –es el proceso a través del cual la esfera más consolidada del poder político y económico recupera una parte de las demandas de los gobernados quitándoles su iniciativa política. La crisis orgánica o equilibrio catastrófico es resultado del fracaso de la clase dirigente en alguna causa de envergadura para la cual demandó el apoyo de la sociedad y lo obtuvo.
Si ha habido a lo largo de la historia de México algún tema que haya captado la imaginación y en ocasiones la energía de sus habitantes, sean pueblo, masas o ciudadanos; sean elites económicas, políticas o culturales, ha sido el tema de la modernización. El sueño mexicano a diferencia del sueño americano no es sólo una hazaña individual, sino individual y comunitaria. De ahí que el anhelo de modernización que se ha aposentado en muchos momentos claves en las entrañas de la sociedad busca progreso individual y desarrollo de su comunidad sea ésta la familia, el pueblo, el barrio, la banda. Desde el lado de las elites, en cambio, las propuestas de modernización han implicado en su implementación un alto grado de exclusión, salvo el caso de la exitosa modernización cardenista.
En México hemos vivido en los últimos 20 años dos modernizaciones fallidas. La primera, una modernización esencialmente económica –con múltiples consecuencias políticas– que apelaba originalmente a todos pero que terminó excluyendo a la mayoría, incluyendo a aquellos agentes que debieron implementar esa modernización con métodos pre-modernos.
La segunda más desconcertante aún porque fue la modernización política que prometía la primera alternancia pacífica en el país. Dicho de otra manera era la promesa de una modernización que convocaba a todos a una transformación democrática dado que el acto fundador fueron precisamente unas elecciones libres y limpias. Se vislumbró pues, la posibilidad de una modernización impulsada desde abajo en convergencia con las elites. En vez de ello el supuesto modernizador era un pre-moderno que terminó capturado por todos los métodos e intereses pre-modernos y que en realidad inició la restauración conservadora con las maniobras que condujeron a las cuestionadas elecciones de 2006.
Así, en el lapso de 20 años la sociedad mexicana ha sido agraviada doblemente, y además las elites han terminado fuertemente enfrentadas y escindidas. El momento actual de equilibrio catastrófico es producto de esa doble derrota de las clases dirigentes.
La ausencia de una capacidad conductora de las elites debido a las modernizaciones fallidas ha tenido una consecuencia perniciosa en el proceso mismo de la llamada transición democrática. La fragmentación social, el fortalecimiento de poderes fácticos, la feudalización del federalismo, la desintegración del aparato estatal, el desprendimiento territorial de espacios en manos del crimen organizado. Lo que el historiador inglés Timothy Garton Ash denominó para los países de la Europa comunista en los ochenta, la otomanización de las sociedades es decir, la emancipación a través de la decadencia. Garton Ash explica esto a través de “una analogía no rigurosa con el declive del Imperio otomano, como un lento proceso de decadencia en el curso de la cual se observa una emancipación no planeada, discontinua y pedazo a pedazo tanto de los estados constitutivos del centro imperial y de las sociedades frente a sus estados (The uses of adversity, Vintage Books, 1990). Éste será el tema de mi tercer artículo sobre la restauración.
Por cierto: 2 de octubre no se olvida.
Recurro a los conceptos gramscianos de crisis orgánica –cuando en un periodo de transición se prolonga demasiado se presenta el fenómeno de “equilibrio estático” o equilibrio catastrófico, caracterizado porque las fuerzas en lucha se equilibran “de una manera tal que la continuación de la lucha no puede menos que conducir a la destrucción recíproca”– y de revolución pasiva –es el proceso a través del cual la esfera más consolidada del poder político y económico recupera una parte de las demandas de los gobernados quitándoles su iniciativa política. La crisis orgánica o equilibrio catastrófico es resultado del fracaso de la clase dirigente en alguna causa de envergadura para la cual demandó el apoyo de la sociedad y lo obtuvo.
Si ha habido a lo largo de la historia de México algún tema que haya captado la imaginación y en ocasiones la energía de sus habitantes, sean pueblo, masas o ciudadanos; sean elites económicas, políticas o culturales, ha sido el tema de la modernización. El sueño mexicano a diferencia del sueño americano no es sólo una hazaña individual, sino individual y comunitaria. De ahí que el anhelo de modernización que se ha aposentado en muchos momentos claves en las entrañas de la sociedad busca progreso individual y desarrollo de su comunidad sea ésta la familia, el pueblo, el barrio, la banda. Desde el lado de las elites, en cambio, las propuestas de modernización han implicado en su implementación un alto grado de exclusión, salvo el caso de la exitosa modernización cardenista.
En México hemos vivido en los últimos 20 años dos modernizaciones fallidas. La primera, una modernización esencialmente económica –con múltiples consecuencias políticas– que apelaba originalmente a todos pero que terminó excluyendo a la mayoría, incluyendo a aquellos agentes que debieron implementar esa modernización con métodos pre-modernos.
La segunda más desconcertante aún porque fue la modernización política que prometía la primera alternancia pacífica en el país. Dicho de otra manera era la promesa de una modernización que convocaba a todos a una transformación democrática dado que el acto fundador fueron precisamente unas elecciones libres y limpias. Se vislumbró pues, la posibilidad de una modernización impulsada desde abajo en convergencia con las elites. En vez de ello el supuesto modernizador era un pre-moderno que terminó capturado por todos los métodos e intereses pre-modernos y que en realidad inició la restauración conservadora con las maniobras que condujeron a las cuestionadas elecciones de 2006.
Así, en el lapso de 20 años la sociedad mexicana ha sido agraviada doblemente, y además las elites han terminado fuertemente enfrentadas y escindidas. El momento actual de equilibrio catastrófico es producto de esa doble derrota de las clases dirigentes.
La ausencia de una capacidad conductora de las elites debido a las modernizaciones fallidas ha tenido una consecuencia perniciosa en el proceso mismo de la llamada transición democrática. La fragmentación social, el fortalecimiento de poderes fácticos, la feudalización del federalismo, la desintegración del aparato estatal, el desprendimiento territorial de espacios en manos del crimen organizado. Lo que el historiador inglés Timothy Garton Ash denominó para los países de la Europa comunista en los ochenta, la otomanización de las sociedades es decir, la emancipación a través de la decadencia. Garton Ash explica esto a través de “una analogía no rigurosa con el declive del Imperio otomano, como un lento proceso de decadencia en el curso de la cual se observa una emancipación no planeada, discontinua y pedazo a pedazo tanto de los estados constitutivos del centro imperial y de las sociedades frente a sus estados (The uses of adversity, Vintage Books, 1990). Éste será el tema de mi tercer artículo sobre la restauración.
Por cierto: 2 de octubre no se olvida.
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