Todos los auges han terminado, pero también todas las recesiones, y la mayoría de las economías del mundo han mostrado el “efecto Fénix”.
Aldo Flores Quiroga / El Universal
Imposible saberlo, claro está. El futuro económico es impredecible, una enorme incógnita. Desde el nacimiento de la economía como disciplina hace más de 200 años, nadie ha podido pronosticar consistentemente la duración de los ciclos económicos. Una batería de herramientas cuantitativas y cualitativas se ha aplicado para elucidar lo que pasará con el crecimiento de la producción nacional, el empleo, o la inflación en un país, continente, o el globo terráqueo; en un trimestre, un semestre, un año, cinco años, una década o un siglo, sin éxito qué presumir.
En su momento, se intentaron pronósticos tomando como punto de partida la situación de una economía cualquiera, en algún momento particular, con resultados francamente deprimentes. ¿Quién hubiera apostado a principios del siglo XX en contra del milagro económico argentino? ¿Quién lo hubiera hecho a favor de la economía surcoreana en 1950? ¿Quién hubiera pronosticado en 1930 el estrepitoso colapso de las economías centralmente planificadas 60 años después? ¿Quién hubiera imaginado que en menos de 30 años las reformas de mercado de China la llevarían a convertirse en la segunda potencia económica mundial? Prácticamente nadie.
Ejercicios equivalentes se han intentado para pronosticar el éxito de tal o cual industria. Podría citarse una amplia lista de ejemplos, pero la conclusión sería la misma.
La evidencia es, pues, contundente, y en éstas líneas no intentaré superarla. A manera de consuelo, me limitaré a señalar dos factores que, sería natural suponer, sugieren algo respecto a la economía del siglo XXI: (1) el desempeño económico mundial en los últimos 200 años, y (2) el impacto de las políticas públicas en el crecimiento económico.
Si nos concentramos en el devenir económico desde la Revolución Industrial, tenemos bases para seguir creyendo en el progreso, a pesar de la crisis actual. Todos los auges han terminado, pero también todas las recesiones, y la mayoría de las economías del mundo han mostrado el “efecto fénix”: se alzaron al vuelo después del desastre, eso sí, siempre que contaron con mercados financieros funcionales. Destacan los ejemplos de Estados Unidos, Alemania y Japón, pero los hay en otros lugares y momentos.
¿El resultado? Aunque perdura una grave deuda moral con un tercio de la población del planeta, más seres humanos que nunca tienen acceso a alimentación, servicios de salud, vivienda, bienes de consumo básicos. Si la historia es en verdad prólogo, en 2010 es difícil pensar que esta tendencia se revierta una vez que se supere la adversa coyuntura económica actual.
¿Dependerá el futuro económico de alguna receta económica en particular? Para decepción de los fundamentalistas del mercado y del Estado, no hay respuesta clara.
En el registro histórico hay economías que han crecido rápido con y sin protección comercial, con y sin altos impuestos, con y sin mercados libres, con y sin estados intervencionistas, con y sin sistemas económicos.
No es fácil decir que la prosperidad en el siglo XXI dependerá de tal o cual política específica. Cuando mucho, podemos afirmar que los países que apliquen políticas que perviertan principios económicos básicos de competencia, responsabilidad fiscal, estabilidad de precios, certidumbre legal y acceso al financiamiento serán bastante menos exitosos.
Esta conclusión mínima es prácticamente la única posible con la evidencia disponible. Como bien ha observado William Easterly, sabemos más sobre cómo destruir un proceso de crecimiento que sobre cómo activarlo.
La experiencia mexicana basta para apreciar la verdad de este enunciado. Si los motores tradicionales y nuevos de la economía mundial —Estados Unidos, Europa, Japón, China, India, Brasil— se abstienen de la tentación, típica en momentos de recesión, de violar principios básicos como los anteriores, la economía retornará al crecimiento y sacará a más millones de personas de la pobreza.
Economista
Aldo Flores Quiroga / El Universal
Imposible saberlo, claro está. El futuro económico es impredecible, una enorme incógnita. Desde el nacimiento de la economía como disciplina hace más de 200 años, nadie ha podido pronosticar consistentemente la duración de los ciclos económicos. Una batería de herramientas cuantitativas y cualitativas se ha aplicado para elucidar lo que pasará con el crecimiento de la producción nacional, el empleo, o la inflación en un país, continente, o el globo terráqueo; en un trimestre, un semestre, un año, cinco años, una década o un siglo, sin éxito qué presumir.
En su momento, se intentaron pronósticos tomando como punto de partida la situación de una economía cualquiera, en algún momento particular, con resultados francamente deprimentes. ¿Quién hubiera apostado a principios del siglo XX en contra del milagro económico argentino? ¿Quién lo hubiera hecho a favor de la economía surcoreana en 1950? ¿Quién hubiera pronosticado en 1930 el estrepitoso colapso de las economías centralmente planificadas 60 años después? ¿Quién hubiera imaginado que en menos de 30 años las reformas de mercado de China la llevarían a convertirse en la segunda potencia económica mundial? Prácticamente nadie.
Ejercicios equivalentes se han intentado para pronosticar el éxito de tal o cual industria. Podría citarse una amplia lista de ejemplos, pero la conclusión sería la misma.
La evidencia es, pues, contundente, y en éstas líneas no intentaré superarla. A manera de consuelo, me limitaré a señalar dos factores que, sería natural suponer, sugieren algo respecto a la economía del siglo XXI: (1) el desempeño económico mundial en los últimos 200 años, y (2) el impacto de las políticas públicas en el crecimiento económico.
Si nos concentramos en el devenir económico desde la Revolución Industrial, tenemos bases para seguir creyendo en el progreso, a pesar de la crisis actual. Todos los auges han terminado, pero también todas las recesiones, y la mayoría de las economías del mundo han mostrado el “efecto fénix”: se alzaron al vuelo después del desastre, eso sí, siempre que contaron con mercados financieros funcionales. Destacan los ejemplos de Estados Unidos, Alemania y Japón, pero los hay en otros lugares y momentos.
¿El resultado? Aunque perdura una grave deuda moral con un tercio de la población del planeta, más seres humanos que nunca tienen acceso a alimentación, servicios de salud, vivienda, bienes de consumo básicos. Si la historia es en verdad prólogo, en 2010 es difícil pensar que esta tendencia se revierta una vez que se supere la adversa coyuntura económica actual.
¿Dependerá el futuro económico de alguna receta económica en particular? Para decepción de los fundamentalistas del mercado y del Estado, no hay respuesta clara.
En el registro histórico hay economías que han crecido rápido con y sin protección comercial, con y sin altos impuestos, con y sin mercados libres, con y sin estados intervencionistas, con y sin sistemas económicos.
No es fácil decir que la prosperidad en el siglo XXI dependerá de tal o cual política específica. Cuando mucho, podemos afirmar que los países que apliquen políticas que perviertan principios económicos básicos de competencia, responsabilidad fiscal, estabilidad de precios, certidumbre legal y acceso al financiamiento serán bastante menos exitosos.
Esta conclusión mínima es prácticamente la única posible con la evidencia disponible. Como bien ha observado William Easterly, sabemos más sobre cómo destruir un proceso de crecimiento que sobre cómo activarlo.
La experiencia mexicana basta para apreciar la verdad de este enunciado. Si los motores tradicionales y nuevos de la economía mundial —Estados Unidos, Europa, Japón, China, India, Brasil— se abstienen de la tentación, típica en momentos de recesión, de violar principios básicos como los anteriores, la economía retornará al crecimiento y sacará a más millones de personas de la pobreza.
Economista
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