Francisco López Bárcenas / La jornada
En México, como en gran parte del mundo, las presas y represas se han convertido en un problema para los habitantes del los territorios donde se construyen, y de manera indirecta para toda forma de vida. Concebidas como instrumentos para la generación de energía eléctrica, aumentar la superficie de riego cultivable o contener el desborde de los ríos y evitar las inundaciones, el tiempo de vida útil que llevan, la sedimentación por la falta de mantenimiento, pero sobre todo, el cambio de sus fines sociales para favorecer los intereses del gran capital trasnacional, han contribuido a que ahora resulten un peligro. El problema aumenta cuando se descubre que estas grandes obras hidráulicas se construyen sin respetar los derechos de los dueños de las tierras sobre las que se asientan, lo que en la práctica se convierte en un despojo.
El problema no es de ahora. Diseñadas a partir del modelo proporcionado por la Comisión del Valle de Tennessee, Estados Unidos, desde la década de los años 30 del siglo pasado, las grandes presas hidroeléctricas de México han provocado desplazamientos de asentamientos humanos, destrucción de pueblos indígenas, alteración de los ecosistemas y formas de vida; afectaciones que son ignoradas a la hora de las indemnizaciones, donde sólo importa el valor catastral de la tierra afectada. Como ejemplo de lo que no debería repetirse están las presas de La Angostura y Chicoasén, en el estado de Chiapas; la Miguel Alemán y Cerro de Oro, en Oaxaca; El Caracol, en Guerrero; la 02 en el estado de Hidalgo, y Luis Donaldo Colosio, en Sinaloa. Todas ellas desplazaron a miles de indígenas de sus lugares de origen y provocaron alteraciones al medio ambiente, daños de los cuales nadie se hizo responsable. El caso extremo es el de la Miguel Alemán y Cerro de Oro, donde después de más de medio siglo de construida, los chinantecos afectados siguen reclamando su indemnización.
Hay casos de presas proyectadas donde los pueblos que iban a ser afectados por su construcción reaccionaron a tiempo y lograron detenerlas. Uno de ellos es la presa San Juan Tetelcingo, en el estado de Guerrero. Proyectada para construirse en el año de 1990 sobre el río Balsas, generó el rechazo de los 22 pueblos que iban a ser afectados, quienes iniciaron un movimiento de resistencia que combinó movilizaciones populares, cierre de carreteras, denuncias internacionales y lucha legal centrada en el respeto a los derechos de los pueblos indígenas, que en esos años adquirían revuelo por la cercanía de los 500 años de la invasión europea a América. Después de dos años de resistencia, la obra fue cancelada. La importancia de esta lucha radica en que mostró que es posible detener las obras públicas cuando se esgrimen razones y derechos, y se logra aglutinar fuerzas para hacerlo, dejando atrás el discurso de quienes afirman que contra el Estado nada es posible.
A partir de esa lucha han aumentado las resistencias populares contra las represas. No porque quienes participan de ellas estén en contra del progreso y el desarrollo, como sugieren ciertas posiciones políticas y económicas interesadas, sino porque están en contra de ese tipo específico de desarrollo que se funda en cancelar las posibilidades de bienestar de las mayorías para favorecer los intereses particulares de unos cuantos. Dentro de estas luchas se encuentran los indígenas oaxaqueños que serán afectados si se construye la presa Paso de la Reina, los guerrerenses que se oponen a la construcción de La Parota y los jaliscienses de los poblados de Temacapulín, Acasico y Palmarejo, que se oponen a la construcción de la presa en el poblado de El Zapotillo. Existen otros casos, evidentemente, pero estos tres ejemplifican las luchas sociales contra las represas.
Precisamente en el pueblo de Temacapulín se realizará del 2 al 6 de octubre el tercer Encuentro Internacional de Afectados por las Presas. En el encuentro, donde se espera la participación de más de 300 delegados de todo el mundo, preocupados por este tipo de problemas, se compartirán experiencias, se desarrollarán estrategias colectivas de resistencia y se acordarán mecanismos para fortalecer el movimiento internacional para defender los derechos de los afectados. No es casualidad que esta reunión internacional se realice en Temacapulín; en esa comunidad se está desarrollando una lucha contra los intereses del gran capital, peleando por su sobrevivencia, para no permitir que hundan su historia bajo el embalse del proyecto de la presa El Zapotillo, que desde 2005 el gobierno de México y el del estado de Jalisco impulsan, sin tomar en cuenta la voluntad de los habitantes de este territorio. Las luchas de resistencia por una vida digna siguen. Y avanzan, a pesar de todos los esfuerzos por detenerlas.
En México, como en gran parte del mundo, las presas y represas se han convertido en un problema para los habitantes del los territorios donde se construyen, y de manera indirecta para toda forma de vida. Concebidas como instrumentos para la generación de energía eléctrica, aumentar la superficie de riego cultivable o contener el desborde de los ríos y evitar las inundaciones, el tiempo de vida útil que llevan, la sedimentación por la falta de mantenimiento, pero sobre todo, el cambio de sus fines sociales para favorecer los intereses del gran capital trasnacional, han contribuido a que ahora resulten un peligro. El problema aumenta cuando se descubre que estas grandes obras hidráulicas se construyen sin respetar los derechos de los dueños de las tierras sobre las que se asientan, lo que en la práctica se convierte en un despojo.
El problema no es de ahora. Diseñadas a partir del modelo proporcionado por la Comisión del Valle de Tennessee, Estados Unidos, desde la década de los años 30 del siglo pasado, las grandes presas hidroeléctricas de México han provocado desplazamientos de asentamientos humanos, destrucción de pueblos indígenas, alteración de los ecosistemas y formas de vida; afectaciones que son ignoradas a la hora de las indemnizaciones, donde sólo importa el valor catastral de la tierra afectada. Como ejemplo de lo que no debería repetirse están las presas de La Angostura y Chicoasén, en el estado de Chiapas; la Miguel Alemán y Cerro de Oro, en Oaxaca; El Caracol, en Guerrero; la 02 en el estado de Hidalgo, y Luis Donaldo Colosio, en Sinaloa. Todas ellas desplazaron a miles de indígenas de sus lugares de origen y provocaron alteraciones al medio ambiente, daños de los cuales nadie se hizo responsable. El caso extremo es el de la Miguel Alemán y Cerro de Oro, donde después de más de medio siglo de construida, los chinantecos afectados siguen reclamando su indemnización.
Hay casos de presas proyectadas donde los pueblos que iban a ser afectados por su construcción reaccionaron a tiempo y lograron detenerlas. Uno de ellos es la presa San Juan Tetelcingo, en el estado de Guerrero. Proyectada para construirse en el año de 1990 sobre el río Balsas, generó el rechazo de los 22 pueblos que iban a ser afectados, quienes iniciaron un movimiento de resistencia que combinó movilizaciones populares, cierre de carreteras, denuncias internacionales y lucha legal centrada en el respeto a los derechos de los pueblos indígenas, que en esos años adquirían revuelo por la cercanía de los 500 años de la invasión europea a América. Después de dos años de resistencia, la obra fue cancelada. La importancia de esta lucha radica en que mostró que es posible detener las obras públicas cuando se esgrimen razones y derechos, y se logra aglutinar fuerzas para hacerlo, dejando atrás el discurso de quienes afirman que contra el Estado nada es posible.
A partir de esa lucha han aumentado las resistencias populares contra las represas. No porque quienes participan de ellas estén en contra del progreso y el desarrollo, como sugieren ciertas posiciones políticas y económicas interesadas, sino porque están en contra de ese tipo específico de desarrollo que se funda en cancelar las posibilidades de bienestar de las mayorías para favorecer los intereses particulares de unos cuantos. Dentro de estas luchas se encuentran los indígenas oaxaqueños que serán afectados si se construye la presa Paso de la Reina, los guerrerenses que se oponen a la construcción de La Parota y los jaliscienses de los poblados de Temacapulín, Acasico y Palmarejo, que se oponen a la construcción de la presa en el poblado de El Zapotillo. Existen otros casos, evidentemente, pero estos tres ejemplifican las luchas sociales contra las represas.
Precisamente en el pueblo de Temacapulín se realizará del 2 al 6 de octubre el tercer Encuentro Internacional de Afectados por las Presas. En el encuentro, donde se espera la participación de más de 300 delegados de todo el mundo, preocupados por este tipo de problemas, se compartirán experiencias, se desarrollarán estrategias colectivas de resistencia y se acordarán mecanismos para fortalecer el movimiento internacional para defender los derechos de los afectados. No es casualidad que esta reunión internacional se realice en Temacapulín; en esa comunidad se está desarrollando una lucha contra los intereses del gran capital, peleando por su sobrevivencia, para no permitir que hundan su historia bajo el embalse del proyecto de la presa El Zapotillo, que desde 2005 el gobierno de México y el del estado de Jalisco impulsan, sin tomar en cuenta la voluntad de los habitantes de este territorio. Las luchas de resistencia por una vida digna siguen. Y avanzan, a pesar de todos los esfuerzos por detenerlas.
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