Jorge Camil / La Jornada
El Diario de Ciudad Juárez publicó recientemente un editorial que dio la vuelta al mundo. “¿Qué quieren de nosotros?”, le preguntan al narco los directivos del periódico. “Somos comunicadores –añadieron–, no adivinos”. También preguntaron, obsecuentes: “¿quieren que publiquemos o dejemos de publicar?”, lo que fue interpretado por la mayoría de los analistas como un hecho ominoso: ¡la prensa finalmente en manos del narco! “Se acabó la libertad de expresión”, concluyeron otros colegas preocupados por el tema de la Constitución: un asunto nada deleznable, porque hemos visto cómo esa libertad, eje fundamental de nuestra incipiente democracia, se ha erosionado paulatinamente.
No obstante, la pregunta de los comunicadores de Juárez, interpretada con el mismo nivel de alarma fuera de México, entraña más que la muerte de la libertad de expresión, que no es poca cosa. Es una bomba que dejó al descubierto las débiles estructuras del Estado mexicano; ¡la muerte, esa sí, del Estado de derecho! No se trata aquí de ver si los comunicadores pactaron o no con el crimen organizado, como acusó el gobierno; la cuestión es más profunda: analizar, con la mirada inclemente de periodistas que han sufrido en carne propia la violencia, la verdadera situación del país. Ya pasó el momento de preguntarnos sentimentalmente qué país queremos; ya es tarde para darnos ese lujo. Ahora se trata de mirarnos al espejo para ver realmente quiénes somos; más allá de los espejitos de colores que ofrecen los partidos políticos, y por encima de las encarnizadas luchas electorales, que se han convertido en el único objetivo de la política nacional.
A propósito de la Constitución, el artículo 39 es de una claridad meridiana: afirma sin ambages que “el pueblo tiene, en todo tiempo, el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno”. Y en ese contexto, y en este momento histórico, los periodistas de Juárez fueron contundentes: desconocieron a las autoridades constituidas y reconocieron al narco: “ustedes son, en estos momentos, las autoridades de facto en esta ciudad” (lo alarmante es que las autoridades “constituidas” no hayan tenido la decencia de renunciar).
Con este sencillo reconocimiento, los periodistas le cedieron el poder a los “señores de las diferentes organizaciones que se disputan la plaza”, como ellos mismos describieron respetuosamente a los cárteles; un poder que sustituyó a los mandos instituidos legalmente, “porque éstos no han podido hacer nada para impedir que (nuestros) compañeros sigan cayendo”.
El editorial lanza una grave acusación contra Felipe Calderón. Afirma que “para conseguir la legitimación que no obtuvo en las urnas se metió sin una estrategia adecuada a una guerra contra el crimen organizado... sin conocer las dimensiones del enemigo ni las consecuencias”. Esa sola frase es suficiente para enviar al cajón del olvido nuestra viciada práctica de instaurar presidentes que eluden las leyes electorales, seguros de poder “legitimarse en el ejercicio” y confiados en la regla no escrita de que el tiempo cura las heridas y el Estado Mayor se encarga de lo demás.
Hoy, la severa crítica a la guerra contra el crimen organizado, que se recrudece en todas partes, se eleva como coro de tragedia griega desde las tumbas de los más de 28 mil mexicanos caídos, y desde la fosa común de los 72 masacrados en San Fernando. No es poca cosa que periodistas valientes, con la autoridad moral que les dan los compañeros caídos, desconozcan a las autoridades constituidas y señalen el agujero negro por el que se está escapando el futuro de México.
Abandonados por el gobierno federal, los periodistas se defendieron con las únicas armas a su alcance: su pluma, su valor y su dignidad. Sin rendirse ni claudicar al oficio le pidieron una tregua a “quienes han impuesto la fuerza de su ley en la ciudad”. Eso confirma lo reconocido por Calderón en Madrid en 2008 (y después en Guatemala): que en algunas regiones del país los señores del crimen organizado imponen leyes, cobran impuestos y retan al Estado en poder de fuego.
La guerra contra el crimen organizado se ha convertido en el leit motiv de la administración. Será, además, su legado histórico. Hoy nadie sabe quién gana o quién pierde, y a seis años de distancia, porque eso es lo que durará el conflicto (ya no hay marcha atrás), el problema para el nuevo gobierno será cómo regresar a los militares a los cuarteles, sin dar la impresión de ser una administración negligente, que está faltando a sus obligaciones, y sin someter a los militares a responsabilidades legales.
Dirigiéndose a Calderón con el título de “su excelencia”, Human Rights Watch le envió el viernes pasado una severa carta que muestra sus “mensajes contradictorios” en el tema de los derechos humanos. Le piden “desautorizar a los funcionarios que atacan a periodistas y defensores de derechos humanos”, y le recuerdan que ambos “juegan un papel crucial” en la construcción de una sociedad democrática. Le recuerdan que durante su gobierno 34 periodistas han sido asesinados y ocho han desaparecido, “y se presume que no estarían con vida”
El Diario de Ciudad Juárez publicó recientemente un editorial que dio la vuelta al mundo. “¿Qué quieren de nosotros?”, le preguntan al narco los directivos del periódico. “Somos comunicadores –añadieron–, no adivinos”. También preguntaron, obsecuentes: “¿quieren que publiquemos o dejemos de publicar?”, lo que fue interpretado por la mayoría de los analistas como un hecho ominoso: ¡la prensa finalmente en manos del narco! “Se acabó la libertad de expresión”, concluyeron otros colegas preocupados por el tema de la Constitución: un asunto nada deleznable, porque hemos visto cómo esa libertad, eje fundamental de nuestra incipiente democracia, se ha erosionado paulatinamente.
No obstante, la pregunta de los comunicadores de Juárez, interpretada con el mismo nivel de alarma fuera de México, entraña más que la muerte de la libertad de expresión, que no es poca cosa. Es una bomba que dejó al descubierto las débiles estructuras del Estado mexicano; ¡la muerte, esa sí, del Estado de derecho! No se trata aquí de ver si los comunicadores pactaron o no con el crimen organizado, como acusó el gobierno; la cuestión es más profunda: analizar, con la mirada inclemente de periodistas que han sufrido en carne propia la violencia, la verdadera situación del país. Ya pasó el momento de preguntarnos sentimentalmente qué país queremos; ya es tarde para darnos ese lujo. Ahora se trata de mirarnos al espejo para ver realmente quiénes somos; más allá de los espejitos de colores que ofrecen los partidos políticos, y por encima de las encarnizadas luchas electorales, que se han convertido en el único objetivo de la política nacional.
A propósito de la Constitución, el artículo 39 es de una claridad meridiana: afirma sin ambages que “el pueblo tiene, en todo tiempo, el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno”. Y en ese contexto, y en este momento histórico, los periodistas de Juárez fueron contundentes: desconocieron a las autoridades constituidas y reconocieron al narco: “ustedes son, en estos momentos, las autoridades de facto en esta ciudad” (lo alarmante es que las autoridades “constituidas” no hayan tenido la decencia de renunciar).
Con este sencillo reconocimiento, los periodistas le cedieron el poder a los “señores de las diferentes organizaciones que se disputan la plaza”, como ellos mismos describieron respetuosamente a los cárteles; un poder que sustituyó a los mandos instituidos legalmente, “porque éstos no han podido hacer nada para impedir que (nuestros) compañeros sigan cayendo”.
El editorial lanza una grave acusación contra Felipe Calderón. Afirma que “para conseguir la legitimación que no obtuvo en las urnas se metió sin una estrategia adecuada a una guerra contra el crimen organizado... sin conocer las dimensiones del enemigo ni las consecuencias”. Esa sola frase es suficiente para enviar al cajón del olvido nuestra viciada práctica de instaurar presidentes que eluden las leyes electorales, seguros de poder “legitimarse en el ejercicio” y confiados en la regla no escrita de que el tiempo cura las heridas y el Estado Mayor se encarga de lo demás.
Hoy, la severa crítica a la guerra contra el crimen organizado, que se recrudece en todas partes, se eleva como coro de tragedia griega desde las tumbas de los más de 28 mil mexicanos caídos, y desde la fosa común de los 72 masacrados en San Fernando. No es poca cosa que periodistas valientes, con la autoridad moral que les dan los compañeros caídos, desconozcan a las autoridades constituidas y señalen el agujero negro por el que se está escapando el futuro de México.
Abandonados por el gobierno federal, los periodistas se defendieron con las únicas armas a su alcance: su pluma, su valor y su dignidad. Sin rendirse ni claudicar al oficio le pidieron una tregua a “quienes han impuesto la fuerza de su ley en la ciudad”. Eso confirma lo reconocido por Calderón en Madrid en 2008 (y después en Guatemala): que en algunas regiones del país los señores del crimen organizado imponen leyes, cobran impuestos y retan al Estado en poder de fuego.
La guerra contra el crimen organizado se ha convertido en el leit motiv de la administración. Será, además, su legado histórico. Hoy nadie sabe quién gana o quién pierde, y a seis años de distancia, porque eso es lo que durará el conflicto (ya no hay marcha atrás), el problema para el nuevo gobierno será cómo regresar a los militares a los cuarteles, sin dar la impresión de ser una administración negligente, que está faltando a sus obligaciones, y sin someter a los militares a responsabilidades legales.
Dirigiéndose a Calderón con el título de “su excelencia”, Human Rights Watch le envió el viernes pasado una severa carta que muestra sus “mensajes contradictorios” en el tema de los derechos humanos. Le piden “desautorizar a los funcionarios que atacan a periodistas y defensores de derechos humanos”, y le recuerdan que ambos “juegan un papel crucial” en la construcción de una sociedad democrática. Le recuerdan que durante su gobierno 34 periodistas han sido asesinados y ocho han desaparecido, “y se presume que no estarían con vida”
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