Irlanda, Portugal y Grecia se enfrentan a una réplica de la crisis fiscal pese a los planes de austeridad impuestos por sus Gobiernos - España, de momento, se queda al margen
CLAUDI PÉREZ / EL PAÍS
Parte de guerra de la crisis fiscal de nunca acabar: lo peor ha pasado, pero los problemas no se han esfumado -nunca lo hacen- y el incendio se reaviva con fuerza en algunos focos. Alemania ha decretado austeridad a toda Europa y los países más atacados (España, Grecia, Irlanda y Portugal) han respondido con ajustes severos para limitar los daños. Pero la crisis sigue ahí, no ha dejado de golpear a Atenas y ahora también sacude con dureza en Dublín y Lisboa, aunque ha dejado de lado Madrid. Al menos, de momento.
Y justo ahora, en un guiño casi macabro -con los trabajadores de media Europa convocando huelgas por esos recortes para construir cortafuegos en el mercado de deuda-, el FMI acaba de decir que puede que la austeridad no sea la solución a todos los males: incluso puede ser un problema. Los recortes son necesarios a corto plazo, cuando se recibe un ataque como el que ha sufrido Europa; otorgan credibilidad y una dosis de la tan manida confianza, una suerte de piedra filosofal para calmar la histeria de los mercados.
Pero los recortes provocan fuertes caídas en la actividad económica. Hasta ahora, los expertos creían a la larga que esa receta acababa insuflando optimismo en la economía. Gracias a la confianza, los consumidores acabarán gastando más, las empresas invertirán, crearán empleo y la economía empezará a funcionar. Tal vez no: el FMI, empleando una base de datos de ajustes fiscales en 15 países durante 30 años, asegura que los efectos a corto plazo son devastadores, especialmente cuando son varios países a la vez los que aplican la austeridad a rajatabla, como ocurre en Europa. En plata: ya se esperaba una recuperación suave, pero puede que esa salida del túnel se haga a cámara superlenta.
Ese es el problema a medio plazo. Para Europa, y en particular para España, lo urgente, sin embargo, son las noticias procedentes de Dublín y de Lisboa. Las primas de riesgo de esos dos países (la diferencia entre sus bonos a 10 años y los alemanes, un indicador que funciona como una medida del miedo a que los países se declaren en suspensión de pagos) ha escalado por encima de los niveles que tenía Grecia el pasado enero, cuando se desató la crisis.
Irlanda ha hecho los deberes. Impuso un plan de austeridad draconiano, incluso cuando la crisis parecía mirar hacia otro lado. Y aun así el agujero de sus bancos es espectacular, el déficit puede sobrepasar el 30% del PIB y los mercados han olido la sangre. El Ejecutivo irlandés estudia un segundo plan de recortes que puede desatar la ira de la ciudadanía, muy castigada ya por la primera dosis de austeridad y con un grado de indignación creciente: todo ese dinero sirve para tapar las vergüenzas de sus bancos.
El caso portugués es distinto. Hasta ahora no había probado un tijeretazo al estilo español, irlandés o griego: no ha tenido más remedio que hacerlo esta semana, con el riesgo país por las nubes. La incertidumbre sigue ahí por la debilidad política del Gobierno. Grecia, pese a todas las ayudas europeas y de los recortes, no ha conseguido mejorar su situación, aunque al menos tampoco empeora. Los chinos dicen que acudirán en su ayuda.
Solo España respira con cierto alivio: los recortes han permitido que la deuda no se contagie de esta réplica del terremoto en los mercados. España sigue en libertad vigilada y lleva semanas despegándose de los países atacados. En parte se trata de una cuestión de tamaño: la economía española es poco más o menos el doble que la irlandesa, la portuguesa y la griega juntas, y los problemas en España podrían desencadenar un huracán global. Además, los mercados perciben que España va haciendo los deberes. Eso sí, los intereses de los bonos tampoco bajan; la confianza no se recupera en un día, el riesgo de contagio está ahí, a pesar de que el presidente Zapatero haya dado por zanjada la crisis fiscal de forma un tanto irreflexiva, precipitadamente. Las balas silban cerca; de momento, pasan de largo.
CLAUDI PÉREZ / EL PAÍS
Parte de guerra de la crisis fiscal de nunca acabar: lo peor ha pasado, pero los problemas no se han esfumado -nunca lo hacen- y el incendio se reaviva con fuerza en algunos focos. Alemania ha decretado austeridad a toda Europa y los países más atacados (España, Grecia, Irlanda y Portugal) han respondido con ajustes severos para limitar los daños. Pero la crisis sigue ahí, no ha dejado de golpear a Atenas y ahora también sacude con dureza en Dublín y Lisboa, aunque ha dejado de lado Madrid. Al menos, de momento.
Y justo ahora, en un guiño casi macabro -con los trabajadores de media Europa convocando huelgas por esos recortes para construir cortafuegos en el mercado de deuda-, el FMI acaba de decir que puede que la austeridad no sea la solución a todos los males: incluso puede ser un problema. Los recortes son necesarios a corto plazo, cuando se recibe un ataque como el que ha sufrido Europa; otorgan credibilidad y una dosis de la tan manida confianza, una suerte de piedra filosofal para calmar la histeria de los mercados.
Pero los recortes provocan fuertes caídas en la actividad económica. Hasta ahora, los expertos creían a la larga que esa receta acababa insuflando optimismo en la economía. Gracias a la confianza, los consumidores acabarán gastando más, las empresas invertirán, crearán empleo y la economía empezará a funcionar. Tal vez no: el FMI, empleando una base de datos de ajustes fiscales en 15 países durante 30 años, asegura que los efectos a corto plazo son devastadores, especialmente cuando son varios países a la vez los que aplican la austeridad a rajatabla, como ocurre en Europa. En plata: ya se esperaba una recuperación suave, pero puede que esa salida del túnel se haga a cámara superlenta.
Ese es el problema a medio plazo. Para Europa, y en particular para España, lo urgente, sin embargo, son las noticias procedentes de Dublín y de Lisboa. Las primas de riesgo de esos dos países (la diferencia entre sus bonos a 10 años y los alemanes, un indicador que funciona como una medida del miedo a que los países se declaren en suspensión de pagos) ha escalado por encima de los niveles que tenía Grecia el pasado enero, cuando se desató la crisis.
Irlanda ha hecho los deberes. Impuso un plan de austeridad draconiano, incluso cuando la crisis parecía mirar hacia otro lado. Y aun así el agujero de sus bancos es espectacular, el déficit puede sobrepasar el 30% del PIB y los mercados han olido la sangre. El Ejecutivo irlandés estudia un segundo plan de recortes que puede desatar la ira de la ciudadanía, muy castigada ya por la primera dosis de austeridad y con un grado de indignación creciente: todo ese dinero sirve para tapar las vergüenzas de sus bancos.
El caso portugués es distinto. Hasta ahora no había probado un tijeretazo al estilo español, irlandés o griego: no ha tenido más remedio que hacerlo esta semana, con el riesgo país por las nubes. La incertidumbre sigue ahí por la debilidad política del Gobierno. Grecia, pese a todas las ayudas europeas y de los recortes, no ha conseguido mejorar su situación, aunque al menos tampoco empeora. Los chinos dicen que acudirán en su ayuda.
Solo España respira con cierto alivio: los recortes han permitido que la deuda no se contagie de esta réplica del terremoto en los mercados. España sigue en libertad vigilada y lleva semanas despegándose de los países atacados. En parte se trata de una cuestión de tamaño: la economía española es poco más o menos el doble que la irlandesa, la portuguesa y la griega juntas, y los problemas en España podrían desencadenar un huracán global. Además, los mercados perciben que España va haciendo los deberes. Eso sí, los intereses de los bonos tampoco bajan; la confianza no se recupera en un día, el riesgo de contagio está ahí, a pesar de que el presidente Zapatero haya dado por zanjada la crisis fiscal de forma un tanto irreflexiva, precipitadamente. Las balas silban cerca; de momento, pasan de largo.
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