Francisco Valdés U. / El universal
El impulso participativo de la sociedad en las décadas de los ochenta y noventa fue determinante para dar el salto cualitativo para democratizar el sistema electoral mexicano. Durante esos años la atención estuvo puesta en emparejar la cancha del acceso al poder. Elecciones libres y justas, autoridad electoral y jurisdiccional imparciales, financiamiento equitativo a los partidos con reglas claras.
Las históricas campañas de 1988 y 2000, separadas entre sí más de una década, fueron el motor, la primera, y la prueba, la segunda, de que ese cambio era posible si era demandado por los partidos políticos de la entonces oposición acompañados por grandes sectores de la sociedad civil y la opinión pública (además de la opinión y la presión internacionales). El apoyo de los sectores sociales que se involucraron fue una condición sine qua non.
Fue característico de esas dos décadas ver, especialmente en lo momentos cruciales, el hermanamiento de grupos de diferente condición: clases medias y empresarios, sindicatos independientes, grupos estudiantiles, organizaciones no gubernamentales y profesionales. Y desde luego partidos con ideologías y programas diferentes. ¿Se acuerdan de la protesta ante la Secretaría de Gobernación por el fraude electoral de 1988? Para los que no lo recuerdan, ahí estaban Manuel Clouthier, Rosario Ibarra, Cuauhtémoc Cárdenas y muchos más. Este hecho era indicativo de que estaba en el interés de la inmensa mayoría la democratización del sistema político más allá de intereses de clase, grupo o individuo. Fue una muestra intachable de movilización colectiva en pos de una finalidad compartida.
¿Qué pasó después?, se preguntará el lector. ¿Por qué llegamos a una situación en que una de las claves principales para entender el presente es una falla, una verdadera fisura geológica entre los partidos y la sociedad?
La mayoría opina mal de los políticos, cree que no hacen su tarea, que se dedican a sus asuntos particulares y que los partidos se han vuelto un reservorio de intereses mezquinos de canallas que los han convertido en madrigueras.
El triunfo colectivo del año 2000 demostró que “sí se podía”. Pero, visto en retrospectiva, tenemos que reconocer que los líderes principales de la política de entonces no supieron reconocer frente a la sociedad en dónde, exactamente, nos encontrábamos. Parecía que con la llegada a una situación en que la distribución del poder entre diferentes partidos políticos y a todos los niveles de las instituciones de gobierno de la república inauguraban una etapa de democracia completa, en la que el sistema político y la sociedad serían gobernables. Es decir, en la que podría avanzarse en el desarrollo y mejoría del país de manera más significativa que bajo el sistema autoritario.
Lo que vimos desplegarse a nuestra vista fue un sistema de gobierno construido, en muchas de sus instituciones fundamentales, para impedir la gobernabilidad democrática o, dicho de otra manera, para inducir una gobernabilidad no democrática, reñida por principio con el pluralismo.
La combinación de este “efecto de demostración” del corazón autoritario de la institucionalidad del Estado con la expectativa de haber llegado a un punto de culminación en el proceso de democratización ha funcionado como corrosivo de los valores democráticos. ¿Cómo es que si democratizamos el acceso al poder, éste no sirve a la sociedad como debiera hacerlo justamente bajo el régimen en que la sociedad puede estar mejor representada, la democracia?
La no respuesta de la clase política a esta pregunta, que se formula cualquier ciudadano con sentido común, ha provocado el retiro de la sociedad de la política institucional.
Conseguido aquel objetivo democrático, cada sector social volvió a sus asuntos esperando una relación diferente con los poderes públicos. Pero el efecto de esta nueva relación, si bien la hay, no fue el esperado debido precisamente a la persistencia de un sistema de organización del ejercicio del poder que no está hecho para conseguir la representatividad social.
La desilusión, el desencanto, la frustración privan en el ánimo colectivo, a diferencia de aquellos días en que el entusiasmo ante la adversidad era característico.
No hay recetas para la curación. Lo cierto es que tanto la sociedad como la clase política, al menos sus sectores progresistas (por cierto, distribuidos en todos los partidos y sectores de la sociedad al igual que los grupos retrógradas), deberían avanzar en un consenso sobre lo que hace falta. Y esa milla extra es ni más ni menos que la reforma de las instituciones que impiden la representatividad de la sociedad en el Estado. La no reelección legislativa y municipal, los bajos incentivos para que los partidos se vinculen con la sociedad más allá de conseguir el voto, el monopolio de la voz pública en los medios de comunicación cuya agenda es ajena al interés público. Y otra vez hay que preguntar: ¿quién le pone el cascabel al gato?
Director de la FLACSO-México
El impulso participativo de la sociedad en las décadas de los ochenta y noventa fue determinante para dar el salto cualitativo para democratizar el sistema electoral mexicano. Durante esos años la atención estuvo puesta en emparejar la cancha del acceso al poder. Elecciones libres y justas, autoridad electoral y jurisdiccional imparciales, financiamiento equitativo a los partidos con reglas claras.
Las históricas campañas de 1988 y 2000, separadas entre sí más de una década, fueron el motor, la primera, y la prueba, la segunda, de que ese cambio era posible si era demandado por los partidos políticos de la entonces oposición acompañados por grandes sectores de la sociedad civil y la opinión pública (además de la opinión y la presión internacionales). El apoyo de los sectores sociales que se involucraron fue una condición sine qua non.
Fue característico de esas dos décadas ver, especialmente en lo momentos cruciales, el hermanamiento de grupos de diferente condición: clases medias y empresarios, sindicatos independientes, grupos estudiantiles, organizaciones no gubernamentales y profesionales. Y desde luego partidos con ideologías y programas diferentes. ¿Se acuerdan de la protesta ante la Secretaría de Gobernación por el fraude electoral de 1988? Para los que no lo recuerdan, ahí estaban Manuel Clouthier, Rosario Ibarra, Cuauhtémoc Cárdenas y muchos más. Este hecho era indicativo de que estaba en el interés de la inmensa mayoría la democratización del sistema político más allá de intereses de clase, grupo o individuo. Fue una muestra intachable de movilización colectiva en pos de una finalidad compartida.
¿Qué pasó después?, se preguntará el lector. ¿Por qué llegamos a una situación en que una de las claves principales para entender el presente es una falla, una verdadera fisura geológica entre los partidos y la sociedad?
La mayoría opina mal de los políticos, cree que no hacen su tarea, que se dedican a sus asuntos particulares y que los partidos se han vuelto un reservorio de intereses mezquinos de canallas que los han convertido en madrigueras.
El triunfo colectivo del año 2000 demostró que “sí se podía”. Pero, visto en retrospectiva, tenemos que reconocer que los líderes principales de la política de entonces no supieron reconocer frente a la sociedad en dónde, exactamente, nos encontrábamos. Parecía que con la llegada a una situación en que la distribución del poder entre diferentes partidos políticos y a todos los niveles de las instituciones de gobierno de la república inauguraban una etapa de democracia completa, en la que el sistema político y la sociedad serían gobernables. Es decir, en la que podría avanzarse en el desarrollo y mejoría del país de manera más significativa que bajo el sistema autoritario.
Lo que vimos desplegarse a nuestra vista fue un sistema de gobierno construido, en muchas de sus instituciones fundamentales, para impedir la gobernabilidad democrática o, dicho de otra manera, para inducir una gobernabilidad no democrática, reñida por principio con el pluralismo.
La combinación de este “efecto de demostración” del corazón autoritario de la institucionalidad del Estado con la expectativa de haber llegado a un punto de culminación en el proceso de democratización ha funcionado como corrosivo de los valores democráticos. ¿Cómo es que si democratizamos el acceso al poder, éste no sirve a la sociedad como debiera hacerlo justamente bajo el régimen en que la sociedad puede estar mejor representada, la democracia?
La no respuesta de la clase política a esta pregunta, que se formula cualquier ciudadano con sentido común, ha provocado el retiro de la sociedad de la política institucional.
Conseguido aquel objetivo democrático, cada sector social volvió a sus asuntos esperando una relación diferente con los poderes públicos. Pero el efecto de esta nueva relación, si bien la hay, no fue el esperado debido precisamente a la persistencia de un sistema de organización del ejercicio del poder que no está hecho para conseguir la representatividad social.
La desilusión, el desencanto, la frustración privan en el ánimo colectivo, a diferencia de aquellos días en que el entusiasmo ante la adversidad era característico.
No hay recetas para la curación. Lo cierto es que tanto la sociedad como la clase política, al menos sus sectores progresistas (por cierto, distribuidos en todos los partidos y sectores de la sociedad al igual que los grupos retrógradas), deberían avanzar en un consenso sobre lo que hace falta. Y esa milla extra es ni más ni menos que la reforma de las instituciones que impiden la representatividad de la sociedad en el Estado. La no reelección legislativa y municipal, los bajos incentivos para que los partidos se vinculen con la sociedad más allá de conseguir el voto, el monopolio de la voz pública en los medios de comunicación cuya agenda es ajena al interés público. Y otra vez hay que preguntar: ¿quién le pone el cascabel al gato?
Director de la FLACSO-México
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