Adolfo Sánchez Rebolledo / La Jornada
La desaparición de Diego Fernández de Cevallos marca un punto de inflexión en la historia reciente de la delincuencia en México. Y no sólo por tratarse de un personaje importante, pues en el pasado no tan remoto también pasaron por ese trance figuras públicas como Fernando Gutiérrez Barrios, por mencionar sólo una de las más notorias. Es doblemente grave por el momento particular que se vive en la llamada guerra contra el crimen organizado. Pero esta vez sabemos, eso sí, que no se trata de la acción de un grupo guerrillero, pues el deslinde del EPR, oportuno y puntual, diluye esa posibilidad, acariciada entre líneas como una de las hipótesis explicativas. Sin embargo, la incertidumbre persiste y con ella la especulación, pues se ignora si los plagiarios pertenecen a una banda común de secuestradores, dispuesta a dar un gran golpe sin temor a la previsible reacción de la autoridad o si, dados los tiempos que corren, nos hallamos ante una manifestación de poder criminal en la cual se combinan la ambición por el botín junto con la decisión de enviar un mensaje al gobierno de la República, al Presidente, a las instituciones y a los jefes que encabezan la guerra contra los cárteles. No lo sabemos aún, pero es ingenuo suponer que se intente secuestrar a Fernández de Cevallos sin tomar en cuenta las implicaciones del caso, justo cuando el gobierno reitera la voluntad de aplicar toda la fuerza del Estado para ganar la guerra a la delincuencia organizada. Con todo, dado el hermetismo oficial, las medidas adoptadas para bajarle el tono a las informaciones sugieren, en efecto, que existe la posibilidad de una negociación que salve la vida de Diego Fernández de Cevallos (escribo el miércoles), con lo cual, pese a la gravedad de los hechos, la situación caería, perdón por el eufemismo, dentro de los límites de cierta “normalidad” criminal, aunque por sí mismo el secuestro ya tiene implicaciones políticas y afectará de un modo u otro la estrategia presidencial, la conducta de los partidos en el Congreso y las ya muy erosionadas actividades de los cuerpos de seguridad y procuración de justicia.
Por lo pronto, la desaparición del abogado y ex senador puso en entredicho la visión optimista del presidente Calderón, justo cuando más se esforzaba por presentar una imagen idílica de México tras la prolongada crisis que acompaña a su gobierno. De nuevo, ante los medios europeos, el mandatario reviró contra todos aquellos que, dentro o fuera del país, muy insistentemente en Estados Unidos, plantean un viraje racional, multivalente, en la estrategia de guerra contra el narcotráfico, en particular en relación con la participación de las fuerzas armadas, con los plazos y con el estatus jurídico que debe prevalecer para asegurar el respeto a los derechos humanos. No deja de ser preocupante el fracaso para aprobar las leyes referentes al secuestro, a la seguridad nacional o el retraso para reformar el fuero militar, pues nada hay peor que la improvisación cuando se trata de sacar las fuerzas armadas a las calles. El gobierno no se puede dar el lujo de que crezca la especulación en torno al supuesto malestar de los altos mandos, pero la ciudadanía no entiende cómo se declara fuera de México que la violencia decrecerá en seis meses y a la vez se elude la obligación de informar con verdad a la ciudadanía en casos emblemáticos como son los de Monterrey y Tamaulipas. En rigor, nadie ha pedido que el Estado renuncie al uso de la fuerza legítima, pero sí se le exige a la autoridad una exposición sistemática y amplia de sus planes, menos simplificación ideológica y más eficacia operativa. Llevando el argumento al absurdo, Calderón respondió que sus críticos esperan una conversión de los malos “como si por arte de magia los criminales se conviertan en santos varones, (y) se les aparezca como a san Pablo, Jesucristo, y se conviertan, (pero) no va a ser así”. Esta obstinación traslada a la opinión pública –y a los medios– la confusión entre las causas de la violencia (la actividad delictiva) y los efectos (la violencia asociada a la persecución y el castigo de los criminales), y atribuye a la mala fe de los discrepantes el aumento disparatado de la sensación de inseguridad, incluso cuando las cifras confirmarían el descenso de las actividades criminales. Para las autoridades, el miedo, fomentado desde los medios (así, en general), habría creado un monstruo, un dragón tan peligroso como el cáncer delictivo que le da sustento, pues debilita o devora la confianza y con ello sirve al enemigo. No se ven, asegura, los avances consignados por las estadísticas.
El tema, sin embargo, no son sólo las cifras, incluso si las oficiales fueran confiables. La oleada de violencia que sacude a México desde hace ya más de 20 años se distingue de la criminalidad de otras épocas por el auge de un tipo de delito que presupone, por así decirlo, una calidad distinta, un grado superior de sofisticación y, a la vez, la emergencia de formas de crueldad que nos remiten al pasado más oscuro de la humanidad. La “mercantilización” de la vida humana, impulsada por la llamada industria del secuestro, no es un fenómeno sólo citadino o rural, pues su expansión en paralelo al narcotráfico y otros delitos depende de la capacidad de la bandas para vampirizar a cualquiera que tenga los medios para pagarles el rescate. El delincuente traslada a la víctima la responsabilidad por su integridad física, pues en esta alucinante inversión moral de los papeles la diferencia entre la mutilación o la muerte es la capacidad que ésta tenga de pagar por ella. La proliferación del llamado secuestro exprés, la incidencia de las extorsiones y plagios virtuales a través del teléfono, la convergencia de los asaltos y robos con violencia van creando una sensación de inseguridad colectiva que alcanza niveles de sicosis, como ocurrió hace poco en Cuernavaca, donde, como en el resto del país, a la corrupción se une la complicidad de quienes deberían, justamente, proteger la seguridad de la ciudadanía. Cuerpos colgados y ametrallados en los puentes, cabezas mutiladas, ataques con granadas y otras armas de alto poder, videos con narraciones de atropellos sin fin, todo sirve para crear el ambiente ominoso, perturbador, en que tratamos de sobrevivir. O sea, la barbarie. El resto de la historia corre por cuenta de la impunidad. Hay miedo, por supuesto.
Por eso, a querer o no, el plagio de Diego Fernández de Cevallos refuerza la “percepción” de que en la batalla contra la delincuencia el crimen lleva la ventaja: golpea donde quiere y a quien quiere. Y lo hace bajo el paraguas de la impunidad que le ofrece la corrupción. Si eso ocurre con un personaje encumbrado, ¿qué no pasará con los demás ciudadanos, inermes ante las bandas que asuelan barrios, dominan regiones, gobiernan municipios e imponen su ley sin más argumentos que la violencia y una suerte de populismo salvaje y delincuencial? ¿Y la política? Pronto veremos los efectos…
La desaparición de Diego Fernández de Cevallos marca un punto de inflexión en la historia reciente de la delincuencia en México. Y no sólo por tratarse de un personaje importante, pues en el pasado no tan remoto también pasaron por ese trance figuras públicas como Fernando Gutiérrez Barrios, por mencionar sólo una de las más notorias. Es doblemente grave por el momento particular que se vive en la llamada guerra contra el crimen organizado. Pero esta vez sabemos, eso sí, que no se trata de la acción de un grupo guerrillero, pues el deslinde del EPR, oportuno y puntual, diluye esa posibilidad, acariciada entre líneas como una de las hipótesis explicativas. Sin embargo, la incertidumbre persiste y con ella la especulación, pues se ignora si los plagiarios pertenecen a una banda común de secuestradores, dispuesta a dar un gran golpe sin temor a la previsible reacción de la autoridad o si, dados los tiempos que corren, nos hallamos ante una manifestación de poder criminal en la cual se combinan la ambición por el botín junto con la decisión de enviar un mensaje al gobierno de la República, al Presidente, a las instituciones y a los jefes que encabezan la guerra contra los cárteles. No lo sabemos aún, pero es ingenuo suponer que se intente secuestrar a Fernández de Cevallos sin tomar en cuenta las implicaciones del caso, justo cuando el gobierno reitera la voluntad de aplicar toda la fuerza del Estado para ganar la guerra a la delincuencia organizada. Con todo, dado el hermetismo oficial, las medidas adoptadas para bajarle el tono a las informaciones sugieren, en efecto, que existe la posibilidad de una negociación que salve la vida de Diego Fernández de Cevallos (escribo el miércoles), con lo cual, pese a la gravedad de los hechos, la situación caería, perdón por el eufemismo, dentro de los límites de cierta “normalidad” criminal, aunque por sí mismo el secuestro ya tiene implicaciones políticas y afectará de un modo u otro la estrategia presidencial, la conducta de los partidos en el Congreso y las ya muy erosionadas actividades de los cuerpos de seguridad y procuración de justicia.
Por lo pronto, la desaparición del abogado y ex senador puso en entredicho la visión optimista del presidente Calderón, justo cuando más se esforzaba por presentar una imagen idílica de México tras la prolongada crisis que acompaña a su gobierno. De nuevo, ante los medios europeos, el mandatario reviró contra todos aquellos que, dentro o fuera del país, muy insistentemente en Estados Unidos, plantean un viraje racional, multivalente, en la estrategia de guerra contra el narcotráfico, en particular en relación con la participación de las fuerzas armadas, con los plazos y con el estatus jurídico que debe prevalecer para asegurar el respeto a los derechos humanos. No deja de ser preocupante el fracaso para aprobar las leyes referentes al secuestro, a la seguridad nacional o el retraso para reformar el fuero militar, pues nada hay peor que la improvisación cuando se trata de sacar las fuerzas armadas a las calles. El gobierno no se puede dar el lujo de que crezca la especulación en torno al supuesto malestar de los altos mandos, pero la ciudadanía no entiende cómo se declara fuera de México que la violencia decrecerá en seis meses y a la vez se elude la obligación de informar con verdad a la ciudadanía en casos emblemáticos como son los de Monterrey y Tamaulipas. En rigor, nadie ha pedido que el Estado renuncie al uso de la fuerza legítima, pero sí se le exige a la autoridad una exposición sistemática y amplia de sus planes, menos simplificación ideológica y más eficacia operativa. Llevando el argumento al absurdo, Calderón respondió que sus críticos esperan una conversión de los malos “como si por arte de magia los criminales se conviertan en santos varones, (y) se les aparezca como a san Pablo, Jesucristo, y se conviertan, (pero) no va a ser así”. Esta obstinación traslada a la opinión pública –y a los medios– la confusión entre las causas de la violencia (la actividad delictiva) y los efectos (la violencia asociada a la persecución y el castigo de los criminales), y atribuye a la mala fe de los discrepantes el aumento disparatado de la sensación de inseguridad, incluso cuando las cifras confirmarían el descenso de las actividades criminales. Para las autoridades, el miedo, fomentado desde los medios (así, en general), habría creado un monstruo, un dragón tan peligroso como el cáncer delictivo que le da sustento, pues debilita o devora la confianza y con ello sirve al enemigo. No se ven, asegura, los avances consignados por las estadísticas.
El tema, sin embargo, no son sólo las cifras, incluso si las oficiales fueran confiables. La oleada de violencia que sacude a México desde hace ya más de 20 años se distingue de la criminalidad de otras épocas por el auge de un tipo de delito que presupone, por así decirlo, una calidad distinta, un grado superior de sofisticación y, a la vez, la emergencia de formas de crueldad que nos remiten al pasado más oscuro de la humanidad. La “mercantilización” de la vida humana, impulsada por la llamada industria del secuestro, no es un fenómeno sólo citadino o rural, pues su expansión en paralelo al narcotráfico y otros delitos depende de la capacidad de la bandas para vampirizar a cualquiera que tenga los medios para pagarles el rescate. El delincuente traslada a la víctima la responsabilidad por su integridad física, pues en esta alucinante inversión moral de los papeles la diferencia entre la mutilación o la muerte es la capacidad que ésta tenga de pagar por ella. La proliferación del llamado secuestro exprés, la incidencia de las extorsiones y plagios virtuales a través del teléfono, la convergencia de los asaltos y robos con violencia van creando una sensación de inseguridad colectiva que alcanza niveles de sicosis, como ocurrió hace poco en Cuernavaca, donde, como en el resto del país, a la corrupción se une la complicidad de quienes deberían, justamente, proteger la seguridad de la ciudadanía. Cuerpos colgados y ametrallados en los puentes, cabezas mutiladas, ataques con granadas y otras armas de alto poder, videos con narraciones de atropellos sin fin, todo sirve para crear el ambiente ominoso, perturbador, en que tratamos de sobrevivir. O sea, la barbarie. El resto de la historia corre por cuenta de la impunidad. Hay miedo, por supuesto.
Por eso, a querer o no, el plagio de Diego Fernández de Cevallos refuerza la “percepción” de que en la batalla contra la delincuencia el crimen lleva la ventaja: golpea donde quiere y a quien quiere. Y lo hace bajo el paraguas de la impunidad que le ofrece la corrupción. Si eso ocurre con un personaje encumbrado, ¿qué no pasará con los demás ciudadanos, inermes ante las bandas que asuelan barrios, dominan regiones, gobiernan municipios e imponen su ley sin más argumentos que la violencia y una suerte de populismo salvaje y delincuencial? ¿Y la política? Pronto veremos los efectos…
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