domingo, 18 de abril de 2010

QUE PAGUEN LOS BANCOS POR EL RIESGO

Por profesores de la Universidad de Nueva York. Han colaborado en el libro Regulating Wall Street, que se publicará próximamente.
Entre el otoño de 2008 y el invierno de 2009, la economía y los mercados se vinieron abajo. Cuando se habla de riesgo sistémico, ésas son las consecuencias. Los riesgos que condujeron a la crisis -es decir, grandes entidades con demasiado apalancamiento, demasiado poco capital y demasiadas garantías estatales implícitas y explícitas- no eran imposibles de prever (algunos advertimos de la pandemia). Ahora, la pregunta es: ¿cómo evitamos que vuelva a suceder?
Para crear un sistema financiero seguro, debemos centrarnos en dos objetivos. Lo primero es acabar con la filosofía del demasiado grande para quebrar, que no hace más que engordar a nuestras bestias financieras. Lo segundo es dejar de centrarnos en los problemas de bancos individuales y fijarnos en el riesgo más amplio que plantean las entidades financieras más grandes y complejas.
Podemos lograr ambos objetivos cobrando a esas instituciones una cuota anual o impuesto. Las propuestas actuales de reforma del Congreso estadounidense defienden algo parecido, pero no llegan lo suficientemente lejos. El importe de la cuota variaría según el banco o empresa financiera, con dos elementos principales: una prima de seguro basada en si las deudas de la entidad comportan una garantía estatal real o implícita (semejante al sistema de la agencia estatal para garantizar la estabilidad financiera FDIC ya en curso) y una cuota que refleje la contribución de la entidad a una potencial crisis sistémica y de gran escala.
Todas las empresas grandes e interconectadas querrán reducir la cuota que deben pagar, por lo que tendrán un incentivo para decantarse por actividades menos arriesgadas y contraer menos deudas, lo que conllevará un sistema financiero más seguro y sólido. Al contrario que las leyes que propone el Congreso de EEUU, el dinero recaudado no debería ir a un fondo de resolución para contribuir al cese gradual de las entidades en quiebra, sino a resarcir a quienes sufren los daños colaterales de las crisis financieras sistémicas: las entidades solventes y negocios de la economía real que se ven perjudicados cuando estalla el pánico en los mercados de créditos.
Para entender la necesidad de esta iniciativa, recordemos qué condujo realmente a la crisis. El riesgo sistémico surge cuando las entidades financieras no disponen de capital suficiente para cubrir sus apuestas y deudas. Como resultado, cuando esas apuestas se desploman, las entidades quiebran o se congelan los mercados del crédito -y sin crédito, el comercio se hunde y las economías caen en recesión-. Eso es, precisamente, lo que ocurrió con algunas de nuestras mayores entidades: Fannie Mae y Freddie Mac, Lehman Brothers, AIG, Merrill Lynch, Washington Mutual, Wachovia y Citigroup, entre otras.
En el meollo del problema se encontraban los incentivos que tenían esas entidades para asumir unos riesgos tremendos. No estamos hablando de banqueros lerdos ni derrochadores, sino que, sencillamente, tenían acceso a la financiación barata de los mercados de capital gracias a un respaldo estatal implícito (por la mentalidad del demasiado grande para quebrar) o apoyo explícito, como en el caso de las entidades depositarias u organizaciones como Fannie y Freddie. Por esa razón, explotaron las lagunas normativas para asumir billones de dólares en apuestas de un único sentido en instrumentos financieros del sector inmobiliario residencial y comercial, y otros créditos al consumo. Eran unas inversiones seguras en su mayor parte, salvo que se materializara una recesión económica grave. Los banqueros sabían que todos los beneficios de esas actividades corresponderían a sus accionistas, mientras que todos los costes -en caso de colapso- los soportaría la sociedad.
Pensemos en la manida analogía de Ben Bernanke sobre por qué los rescates, por muy desagradables que sean, son a veces necesarios. El presidente de la Fed describe a un hipotético vecino que fuma en la cama y, por un descuido, provoca un incendio que le quema la casa. Podríamos enseñarle una lección, dice Bernanke, negándonos a llamar a los bomberos y dejar que la casa se haga cenizas, pero correríamos el riesgo de que el incendio se propagara a las demás viviendas. Por eso, lo primero es apagar el fuego y, sólo después, nos ocuparemos de las reformas y el justo castigo.
Modifiquemos el relato ligeramente. Si la casa del vecino arde en llamas, apagar el fuego podría costar la vida a los bomberos. Podríamos llamarlos, pero en lugar de salvar la casa de ese vecino, los bomberos se quedarían protegiendo nuestra casa y la de los demás. Si el fuego se propaga, estarían listos para extinguirlo. Este enfoque podría salvar vidas y posee la ventaja añadida de escarmentar al vecino culpable para que se abstenga de fumar en la cama o cambie su alarma contra incendios.
Ése es el objetivo de la cuota de riesgo sistémico para las grandes entidades financieras.
¿Cómo funcionaría en la práctica? En cuanto a la primera parte de la cuota, el Gobierno tendría que decidir qué pasivo bancario -depósitos extranjeros, préstamos interbancarios, deuda privada, deuda a largo plazo, etc.- tiene garantías implícitas o explícitas. Después, como en el seguro FDIC de depósitos domésticos, el Gobierno cobraría a los bancos una prima por esas garantías. Y, cuando una entidad financiera entrara en bancarrota, se sometería a un proceso de resolución creíble y preestablecido -una especie de declaración de últimas voluntades- según el cual no se rescata a la empresa, pero el pasivo que no está garantizado por el Gobierno se convierte en acciones de capital. Así, los acreedores, y no los contribuyentes, son quienes soportan los costes del fracaso.
La segunda parte de la cuota es más crítica. Los bancos y sus grupos de presión dirán que es imposible medir la contribución particular de una compañía en los costes sistémicos de una crisis financiera, pero no les crean. No es tan complicado. Hay evidencia y estudios de sobra sobre la magnitud de los costes de muchas crisis a lo largo de los años. Son costes enormes porque no sólo incluyen el precio de los rescates estatales, sino las pérdidas globales que sufre la economía en una crisis bancaria. Basándonos en pruebas históricas de crisis por todo el mundo, es razonable prever una crisis financiera cada 50 años, con un coste cercano al 5 por ciento del Producto Interior Bruto. Hoy, eso implicaría un impuesto anual de 14.000 millones de dólares al sector financiero estadounidense -no exactamente calderilla-. Para determinar la contribución de una empresa en concreto al riesgo financiero sistémico, hay que poder calcular el tamaño de su pasivo, apalancamiento, cómo sus pérdidas reflejan las del sector financiero global en una crisis y hasta qué punto está interconectada con el resto del sistema financiero. Salvo por ese último factor, todo puede calcularse a partir de datos disponibles. Eso es, exactamente, lo que hicimos con nuestros colegas de la escuela de negocios Stern en un informe que analizaba el riesgo de grandes empresas financieras en junio de 2007, antes de la erupción de la crisis. Las seis compañías con el mayor riesgo sistémico le sonarán familiares: Bear Stearns, Freddie Mac, Fannie Mae, Lehman Brothers, Merrill Lynch y Countrywide Financial.
Reducir o, por lo menos, controlar el riesgo sistémico debería ser prioritario para los legisladores. De los miles de bancos que hay en EEUU, casi todos los activos están en manos de 50 grandes holdings bancarios que, en conjunto, representan alrededor de 14 billones de dólares. Curiosamente, dos tercios de todo eso lo controlan sólo seis entidades financieras, en este orden: Bank of America, JPMorgan Chase, Citigroup, Wells Fargo, Goldman Sachs y Morgan Stanley. Si a eso le añadimos las entidades patrocinadas por el Gobierno, como Fannie y Freddie, y las grandes compañías de seguros, estaremos abarcando prácticamente todo el sistema financiero de EEUU.
Irónicamente, esta crisis sólo ha empeorado, y no reducido, el riesgo sistémico, al conducir a la creación de más entidades con el tamaño suficiente como para plantear una amenaza al sistema global: Bank of America se fusiona con Countrywide y Merrill Lynch, JPMorgan con Bear Stearns y Washington Mutual, y Wells Fargo con Wachovia. MetLife, la mayor compañía de seguros de vida de EEUU, comprará la parte internacional de AIG, aumentando sus activos en casi el 15 por ciento.
No será fácil volver a meter al genio en la botella, pero creemos que nuestra proposición de una cuota animaría a las empresas a hacerse más pequeñas, modificar su asunción de riesgos y reducir su apalancamiento. Hay esperanza. Algunos gobiernos ya se están moviendo en esa dirección. En la recta final hacia las elecciones del mes que viene, los dos grandes partidos de Reino Unido están de acuerdo en la necesidad de un impuesto bancario. Alemania y Francia también lo apoyan.
Por desgracia, estas propuestas, junto con las del Congreso americano, siguen centrándose en las compañías y no en los costes que su asunción de riesgos impone al resto de la sociedad. A menos que los bancos se enfrenten al panorama de pagar por adelantado los daños, seguirán contaminando el sistema financiero con riesgos innecesarios y aumentando las probabilidades de otra crisis.
Fuente: elEconomista.es



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