Jesús Alberto Cano Vélez / Excelsior
Con cada día que pasa, se hace más evidente la falta que le hace a México contar con una banca de desarrollo; semejante a la que opera hoy en Brasil y en otras naciones exitosas; como cuando años atrás constituía pieza clave del gran desarrollo mexicano.
Hace aproximadamente 25 años que las autoridades económicas del país, inspiradas en la ideología que imprimió a México el Consenso de Washington, empezaron a desmantelar esos importantes instrumentos de desarrollo, porque “ya no había lugar” para que el Estado mexicano interviniera en la economía.
Que recurran a la banca privada, debieron haber pensado.
Y esa evolución ha afectado a varios de los más importantes sectores de la actividad económica del país, con miras a promover la producción interna; pero la falta de financiamiento y de promoción ha sido un serio obstáculo.
Esta misma semana los mexicanos constatamos los lamentos de una figura importante que hablaba de la pérdida de la fuerza industrial de México.
Nos encontramos —dijo— en el paradigma de las economías emergentes, que padecen de una pérdida en su músculo industrial, porque han dejado de ser productoras para convertirse en importadoras y ensambladoras.
Así abundó Salomón Presburger, presidente de la Confederación de Cámaras Industriales (Concamin): “Entre 2000 y 2010, el producto interno de las actividades manufactureras redujo su participación en el PIB total al pasar de 19.1 por ciento a 17.4 del total, no obstante que las exportaciones de manufacturas crecieron en 70 por ciento. Ocurrió particularmente por el dinamismo del subsector ensamblador e importador.”
Pero aún así, la industria de la transformación perdió 670 mil 836 empleos en la década, al pasar de 4.4 millones de trabajadores a 3.7 millones, según la Secretaría del Trabajo.
También citamos el indicador del número de patrones manufactureros registrados en el IMSS, que acusó una pérdida de 15 mil 312 empresas. Y según Julio Millán, de la firma Consultores Internacionales, S. C., el resultado es consecuencia de la falta de una política industrial y del desmantelamiento de los instrumentos de antaño que fortalecían el sector.
Una de las explicaciones de dicha evolución es el incremento de las importaciones de bienes de consumo, que en la década que concluyó crecieron 95 por ciento, desplazando a productos nacionales, por resultar más barato importar con un dólar barato que comprar en México. De hecho, nuestros análisis concluyen que con nuestro “peso fuerte” estamos generando empleos en el exterior, en mayor medida que en nuestro mercado interno.
Y lo anterior ocurre también en otros sectores, en donde faltan financiamientos, especialmente de bancos de desarrollo.
De hecho, también nos hemos convertido en muy importantes importadores de alimentos, precisamente cuando los precios de dichos productos se han disparado en los mercados y en momentos en que tenemos altos niveles de desempleo en el campo mexicano y tierras agrícolas ociosas o subutilizadas.
Pero ya no hay un Banco Nacional de Crédito Rural. Dejó de existir hace poco más de una década. “Ni modo”, nos dicen, porque la banca comercial casi no le ha querido entrar a esa actividad productiva. “Es demasiado riesgosa”, dirán.
Y mientras nos lamentamos, recordamos cuántos años han pasado desde que Antonio Ortiz Mena, ex secretario de Hacienda, ex presidente del Banco Interamericano de Desarrollo y ex director general de Banamex, financió la producción de maíz en los principales graneros del centro del país, con extraordinarios resultados en productividad y en rendimiento económico para los campesinos.
Y regresando a Salomón Presburger, presidente de la Concamin, ni modo de recomendarle recurrir a Nacional Financiera, otrora banco de desarrollo para proyectos industriales grandes. Tenemos en México a muchos huérfanos, que no tienen fácil acceso a la banca comercial que opera en México; y esos huérfanos operan en casi todos los sectores productivos del país y andan en la búsqueda de apoyos de la banca de desarrollo que, en México, ya no es más.
*Presidente Nacional del Colegio Nacional de Economistas
Hace aproximadamente 25 años que las autoridades económicas del país, inspiradas en la ideología que imprimió a México el Consenso de Washington, empezaron a desmantelar esos importantes instrumentos de desarrollo, porque “ya no había lugar” para que el Estado mexicano interviniera en la economía.
Que recurran a la banca privada, debieron haber pensado.
Y esa evolución ha afectado a varios de los más importantes sectores de la actividad económica del país, con miras a promover la producción interna; pero la falta de financiamiento y de promoción ha sido un serio obstáculo.
Esta misma semana los mexicanos constatamos los lamentos de una figura importante que hablaba de la pérdida de la fuerza industrial de México.
Nos encontramos —dijo— en el paradigma de las economías emergentes, que padecen de una pérdida en su músculo industrial, porque han dejado de ser productoras para convertirse en importadoras y ensambladoras.
Así abundó Salomón Presburger, presidente de la Confederación de Cámaras Industriales (Concamin): “Entre 2000 y 2010, el producto interno de las actividades manufactureras redujo su participación en el PIB total al pasar de 19.1 por ciento a 17.4 del total, no obstante que las exportaciones de manufacturas crecieron en 70 por ciento. Ocurrió particularmente por el dinamismo del subsector ensamblador e importador.”
Pero aún así, la industria de la transformación perdió 670 mil 836 empleos en la década, al pasar de 4.4 millones de trabajadores a 3.7 millones, según la Secretaría del Trabajo.
También citamos el indicador del número de patrones manufactureros registrados en el IMSS, que acusó una pérdida de 15 mil 312 empresas. Y según Julio Millán, de la firma Consultores Internacionales, S. C., el resultado es consecuencia de la falta de una política industrial y del desmantelamiento de los instrumentos de antaño que fortalecían el sector.
Una de las explicaciones de dicha evolución es el incremento de las importaciones de bienes de consumo, que en la década que concluyó crecieron 95 por ciento, desplazando a productos nacionales, por resultar más barato importar con un dólar barato que comprar en México. De hecho, nuestros análisis concluyen que con nuestro “peso fuerte” estamos generando empleos en el exterior, en mayor medida que en nuestro mercado interno.
Y lo anterior ocurre también en otros sectores, en donde faltan financiamientos, especialmente de bancos de desarrollo.
De hecho, también nos hemos convertido en muy importantes importadores de alimentos, precisamente cuando los precios de dichos productos se han disparado en los mercados y en momentos en que tenemos altos niveles de desempleo en el campo mexicano y tierras agrícolas ociosas o subutilizadas.
Pero ya no hay un Banco Nacional de Crédito Rural. Dejó de existir hace poco más de una década. “Ni modo”, nos dicen, porque la banca comercial casi no le ha querido entrar a esa actividad productiva. “Es demasiado riesgosa”, dirán.
Y mientras nos lamentamos, recordamos cuántos años han pasado desde que Antonio Ortiz Mena, ex secretario de Hacienda, ex presidente del Banco Interamericano de Desarrollo y ex director general de Banamex, financió la producción de maíz en los principales graneros del centro del país, con extraordinarios resultados en productividad y en rendimiento económico para los campesinos.
Y regresando a Salomón Presburger, presidente de la Concamin, ni modo de recomendarle recurrir a Nacional Financiera, otrora banco de desarrollo para proyectos industriales grandes. Tenemos en México a muchos huérfanos, que no tienen fácil acceso a la banca comercial que opera en México; y esos huérfanos operan en casi todos los sectores productivos del país y andan en la búsqueda de apoyos de la banca de desarrollo que, en México, ya no es más.
*Presidente Nacional del Colegio Nacional de Economistas
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