Axel Didriksson / Proceso
A pesar de sus magros resultados, el modelo de mercado en las universidades públicas del país avanza desde hace varios años, así como en otros países. En Chile, las manifestaciones estudiantiles, constantes durante la última década, y que han alcanzado un mayor grado de organización recientemente, luchan en contra de la mercantilización de la educación superior, con todo y las medidas remediales que el nuevo gobierno ha propuesto para detenerlas.
En ese país, desde los años finales de la dictadura de Pinochet se pusieron en marcha modificaciones constitucionales y reglamentarias para que el peso del costo de la educación superior recayera en las familias y en los estudiantes, se jerarquizó a las universidades y desapareció en los hechos la diferencia entre públicas y privadas. Sin embargo, el otrora modelo emprendedor chileno lo único que ha traído consigo es el ahondamiento de las diferencias sociales y el malestar de los jóvenes cuando tienen que pagar por un derecho humano fundamental.
La idea de que los estudiantes son clientes, de que las instituciones educativas deben estar sujetas a mediciones formales para evaluar su eficiencia y su valor en dinero, de que su gestión se asemeje a la de una empresa sustituyendo a los órganos colegiados y las decisiones de las comunidades académicas, de que los profesores y los investigadores estén sujetos a nociones de productividad y escalas salariales, y de que las funciones de docencia e investigación estén motivadas por su utilidad en el mercado y no en las de libertad académica y autonomía, está cada vez más presente en las universidades chilenas, pero también en las mexicanas.
En Estados Unidos hace ya largo tiempo que esto también ocurre, y en algunas universidades se presenta fuertemente el fenómeno de un capitalismo académico, y en otras simplemente la necesidad de rebajar, en todo lo que se pueda, los costos de su mantenimiento. Así, por ejemplo, en estos días en las universidades de Colorado, de Texas, de Wisconsin o de Oregon se está buscando compensar los costos que deben pagarse por recoger la basura en los campus, recortar las llamadas telefónicas, reducir drásticamente la cantidad de las fotocopias, vender vehículos o cobrar más por el uso de las instalaciones deportivas, con programas que se impulsan como de “reducción creativa de costos”.
En México el caso es patético, porque se ha permitido que el modelo de mercado se imponga poco a poco, con la implantación de modelos curriculares basados en competencias y estándares, con el impulso de materias denominadas de “aprendizaje financiero y el ahorro”, con la secuencia de recortes al gasto público destinado a la educación superior y a la investigación científica, con sistemas de becas que comprometen pagos crecientes a las familias y a los estudiantes por medio de la banca, y se aseguran reformas que rebajan los impuestos anuales a quienes paguen colegiaturas en escuelas privadas.
Desde hace ya tiempo que el mandato del artículo tercero Constitucional se ha convertido en letra muerta, porque se paga por toda la educación que se recibe, porque ésta ha dejado de ser laica, y en muchos sentidos científica y libertaria. Además, cada vez más es de peor calidad, obsoleta y falsa. No ha existido el mayor interés por posicionarnos en las nuevas áreas del conocimiento interdisciplinario, ni lo que se genera y transfiere desde la adquisición de nuevos aprendizajes tiene la menor importancia para la sociedad y el desarrollo económico.
Durante el año pasado, por ejemplo, las universidades sólo produjeron 137 patentes (0.9%), frente a más de 14 mil registradas. Buscar relacionar lo que se investiga en las universidades con las empresas es, como dice el vicepresidente de la Academia Mexicana de Ciencia, doctor José Franco, es “sembrar en el desierto”. Las empresas con capacidad de innovar y demandar nuevos conocimientos son escasas, y en su gran mayoría usan y buscan adaptar conocimientos de otros países.
Junto con la escasa consideración que la sociedad y el Estado tienen respecto de la importancia de invertir en conocimientos desde sus universidades, sus egresados salen a un mercado laboral al que tampoco le interesan sus títulos o sus capacidades. El desempleo entre los universitarios es el más alto (70%) entre los que buscan empleo. La mayor oferta de trabajo es para quienes quisieran hacerse policías, o para quienes con 20 años de estudio desean realizar actividades por las que cuando mucho se ofrecen 10 mil pesos al mes.
En México, ni las universidades ni los estudiantes protestan, como sí ocurre en otros países. Las manifestaciones en contra de los cobros excesivos o por la falta de espacios de estudio, la baja calidad o la escasez de recursos, son apenas visibles y por muy poco tiempo. El modelo que deja de lado una buena educación ciudadana, la idea de una sólida formación integral y cultural, el trabajo en fronteras de la ciencia y la tecnología, la fortaleza humanística y el laicismo, tienen más enemigos de los que uno creía.
A pesar de sus magros resultados, el modelo de mercado en las universidades públicas del país avanza desde hace varios años, así como en otros países. En Chile, las manifestaciones estudiantiles, constantes durante la última década, y que han alcanzado un mayor grado de organización recientemente, luchan en contra de la mercantilización de la educación superior, con todo y las medidas remediales que el nuevo gobierno ha propuesto para detenerlas.
En ese país, desde los años finales de la dictadura de Pinochet se pusieron en marcha modificaciones constitucionales y reglamentarias para que el peso del costo de la educación superior recayera en las familias y en los estudiantes, se jerarquizó a las universidades y desapareció en los hechos la diferencia entre públicas y privadas. Sin embargo, el otrora modelo emprendedor chileno lo único que ha traído consigo es el ahondamiento de las diferencias sociales y el malestar de los jóvenes cuando tienen que pagar por un derecho humano fundamental.
La idea de que los estudiantes son clientes, de que las instituciones educativas deben estar sujetas a mediciones formales para evaluar su eficiencia y su valor en dinero, de que su gestión se asemeje a la de una empresa sustituyendo a los órganos colegiados y las decisiones de las comunidades académicas, de que los profesores y los investigadores estén sujetos a nociones de productividad y escalas salariales, y de que las funciones de docencia e investigación estén motivadas por su utilidad en el mercado y no en las de libertad académica y autonomía, está cada vez más presente en las universidades chilenas, pero también en las mexicanas.
En Estados Unidos hace ya largo tiempo que esto también ocurre, y en algunas universidades se presenta fuertemente el fenómeno de un capitalismo académico, y en otras simplemente la necesidad de rebajar, en todo lo que se pueda, los costos de su mantenimiento. Así, por ejemplo, en estos días en las universidades de Colorado, de Texas, de Wisconsin o de Oregon se está buscando compensar los costos que deben pagarse por recoger la basura en los campus, recortar las llamadas telefónicas, reducir drásticamente la cantidad de las fotocopias, vender vehículos o cobrar más por el uso de las instalaciones deportivas, con programas que se impulsan como de “reducción creativa de costos”.
En México el caso es patético, porque se ha permitido que el modelo de mercado se imponga poco a poco, con la implantación de modelos curriculares basados en competencias y estándares, con el impulso de materias denominadas de “aprendizaje financiero y el ahorro”, con la secuencia de recortes al gasto público destinado a la educación superior y a la investigación científica, con sistemas de becas que comprometen pagos crecientes a las familias y a los estudiantes por medio de la banca, y se aseguran reformas que rebajan los impuestos anuales a quienes paguen colegiaturas en escuelas privadas.
Desde hace ya tiempo que el mandato del artículo tercero Constitucional se ha convertido en letra muerta, porque se paga por toda la educación que se recibe, porque ésta ha dejado de ser laica, y en muchos sentidos científica y libertaria. Además, cada vez más es de peor calidad, obsoleta y falsa. No ha existido el mayor interés por posicionarnos en las nuevas áreas del conocimiento interdisciplinario, ni lo que se genera y transfiere desde la adquisición de nuevos aprendizajes tiene la menor importancia para la sociedad y el desarrollo económico.
Durante el año pasado, por ejemplo, las universidades sólo produjeron 137 patentes (0.9%), frente a más de 14 mil registradas. Buscar relacionar lo que se investiga en las universidades con las empresas es, como dice el vicepresidente de la Academia Mexicana de Ciencia, doctor José Franco, es “sembrar en el desierto”. Las empresas con capacidad de innovar y demandar nuevos conocimientos son escasas, y en su gran mayoría usan y buscan adaptar conocimientos de otros países.
Junto con la escasa consideración que la sociedad y el Estado tienen respecto de la importancia de invertir en conocimientos desde sus universidades, sus egresados salen a un mercado laboral al que tampoco le interesan sus títulos o sus capacidades. El desempleo entre los universitarios es el más alto (70%) entre los que buscan empleo. La mayor oferta de trabajo es para quienes quisieran hacerse policías, o para quienes con 20 años de estudio desean realizar actividades por las que cuando mucho se ofrecen 10 mil pesos al mes.
En México, ni las universidades ni los estudiantes protestan, como sí ocurre en otros países. Las manifestaciones en contra de los cobros excesivos o por la falta de espacios de estudio, la baja calidad o la escasez de recursos, son apenas visibles y por muy poco tiempo. El modelo que deja de lado una buena educación ciudadana, la idea de una sólida formación integral y cultural, el trabajo en fronteras de la ciencia y la tecnología, la fortaleza humanística y el laicismo, tienen más enemigos de los que uno creía.
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