Dr. Antonio Reyes G. / El Semanario sin Límites
Ante las fallidas negociaciones con el líder republicano de la Cámara de Representantes, Boehner, para incrementar el techo de 14.3 billones de dólares de la deuda pública, antes del 3 de agosto, el Presidente Barack Obama dijo el lunes pública y catastróficamente que "Por primera vez en la historia nuestro crédito sería degradado de la calificación Triple A, lo que dejaría a los inversores de todo el mundo preguntándose si EE UU es todavía una buena apuesta; los tipos de interés se dispararían y, con ellos, las hipotecas y los créditos. Nos enfrentaríamos a una profunda crisis, enteramente provocada por Washington".
Después de haber despertado las esperanzas del pueblo americano (hopes, en el lenguaje electoral de Obama), al encontrarse sumido en una profunda crisis financiera y económica -que ha generado millones de desempleados, desalojos de viviendas, y bancarrota de pequeños y medianos negocios- la dramática alocución de Obama evidencia y hace pensar en su claudicación política y pública, que inició desde el principio de su mandato.
Al iniciar su gobierno, Obama pareció poner en marcha una nueva regulación financiera que disciplinaría a los barones de Wall Street, banqueros, aseguradoras y calificadores para impedir la aplicación de instrumentos financieros orientados a la especulación, las excesivas ganancias y el abuso del “mercado” sobre el interés general y la sanidad económica de la nación americana.
Al mismo tiempo, hizo abrigar la esperanza de dar marcha atrás a las reducciones fiscales puestas en marcha por Bush para beneficiar a los estratos personales y corporativos de más altos ingresos, sanear las débiles finanzas públicas y ampliar los servicios sociales, especialmente de salud.
Tales esperanzas Obama pudo haberlas cumplido, pero han resultado fallidas y costosamente elevadas desde el punto de económico y político. Hoy Obama se debate en las consecuencias de no honrar sus compromisos electorales y el mundo, estupefacto, ve la posible bancarrota americana como un evento factible, con graves consecuencia para todos.
A pesar de haber salvado el gobierno la bancarrota de grandes empresas, como Ford y General Motors, las medidas instrumentadas por Obama escasamente pueden ser consideradas como parte de una nueva regulación orientada a prevenir nuevos problemas financieros y económicos.
El rescate bancario en razón de las hipotecas sub-prime, originalmente por el orden de 700, 000 millones de dólares; las facilidades para acceder a recursos de la FED; la falta de restricción de cierto tipo de operaciones entre diversas instituciones financieras y la no actuación legal sobre las calificadoras, han terminado por mantener los elevados sueldos y primas de los altos funcionarios de los bancos de inversión, que han visto crecer sus utilidades casi a niveles de pre-crisis.
Así, al gasto público extraordinario que han significado las medidas para activar la economía, se ha sumado el gasto de la guerra, con lo que se ha abultado la deuda pública federal hasta alcanzar, según se dice, el equivalente de 100% del PIB; nivel que el Instituto Peterson ya desde 2008 estimaba haber sido alcanzado.
A tal situación de gasto se agrega la pérdida de ingresos fiscales por 10 años de la ampliación de las reducciones de 2001 y 2003 establecidas por Bush, que se estima significarían un total de $ 3.5 billones; extensión que Obama aprobó por dos años más, en un retruécano político ingenuo para quedar bien con sus opositores. Sólo para el año fiscal actual el sacrificio fiscal total de todo tipo de excepciones alcanzará la cifra de más de 800 mil millones de dólares.
El sacrificio fiscal iniciado desde 2001, sorprendentemente, es cercano a la reducción de gasto por 4 billones, base de la controversia política actual entre republicanos y demócratas. Los primeros desean que tal reducción se realice en los próximos 10 años, sin aumento alguno de los impuestos, lo que afectaría especialmente a los servicios sociales y el apoyo a los pobres, autorizándose correlativamente un aumento parcial de la deuda en un billón de dólares. Los demócratas estiman que el ajuste del gasto se debe lograr de manera balanceada, entre reducción de gastos y aumento de impuestos, y autorizarse el aumento de la deuda sin negociaciones parcialidades, como ha sucedido en los pasados 50 años, y de acuerdo a los compromisos de gasto aprobados ya por el poder legislativo.
Ante este nudo gordano, los demócratas se han impuesto relativamente la fecha fatal del 2 de agosto para llegar a un acuerdo, que sea aceptado por ambas fracciones políticas. Sin embargo, existe la controversia legal de que el techo de la deuda pueda ser elevado por Estatuto por poder del Presidente, ignorando básicamente la ley federal como una opción constitucional, de acuerdo a la 14th Enmienda, que establece la validez de la deuda de los Estados Unidos que “no deberá ser cuestionada.”
Aún cuando la fecha fatal del 3 de agosto pueda ser ampliada y aún cuando se llegue a un acuerdo parcial o total entre las dos cámaras, la de representantes, dominada por los republicanos y la de senadores por los demócratas, la credibilidad deudora y la fortaleza económica pública de los Estados Unidos quedarán, en nuestro tiempo histórico, irremediablemente dañadas.
Con cierto paralelismo, eso mismo sucedió al Imperio Británico después de la primera guerra mundial, al abandonar el entonces denominado patrón oro.
Los hechos actuales evidencian, desde la esfera política, económica y de la guerra, lo que fatalmente Paul Kennedy, historiador americano, preveía desde hace más de veinte años como el ascenso y la caída del las grandes potencias; caída que se inició para los Estados Unidos desde mediados de los 60’s, cuando perdió su capacidad productiva mundial y extendió su ambición militar más allá de sus capacidades reales.
A tal designio histórico parece haber contribuido, en mucho, la posible claudicación de Obama para ser un hombre de su tiempo y para el mundo, o al menos para Estados Unidos.
Ante las fallidas negociaciones con el líder republicano de la Cámara de Representantes, Boehner, para incrementar el techo de 14.3 billones de dólares de la deuda pública, antes del 3 de agosto, el Presidente Barack Obama dijo el lunes pública y catastróficamente que "Por primera vez en la historia nuestro crédito sería degradado de la calificación Triple A, lo que dejaría a los inversores de todo el mundo preguntándose si EE UU es todavía una buena apuesta; los tipos de interés se dispararían y, con ellos, las hipotecas y los créditos. Nos enfrentaríamos a una profunda crisis, enteramente provocada por Washington".
Después de haber despertado las esperanzas del pueblo americano (hopes, en el lenguaje electoral de Obama), al encontrarse sumido en una profunda crisis financiera y económica -que ha generado millones de desempleados, desalojos de viviendas, y bancarrota de pequeños y medianos negocios- la dramática alocución de Obama evidencia y hace pensar en su claudicación política y pública, que inició desde el principio de su mandato.
Al iniciar su gobierno, Obama pareció poner en marcha una nueva regulación financiera que disciplinaría a los barones de Wall Street, banqueros, aseguradoras y calificadores para impedir la aplicación de instrumentos financieros orientados a la especulación, las excesivas ganancias y el abuso del “mercado” sobre el interés general y la sanidad económica de la nación americana.
Al mismo tiempo, hizo abrigar la esperanza de dar marcha atrás a las reducciones fiscales puestas en marcha por Bush para beneficiar a los estratos personales y corporativos de más altos ingresos, sanear las débiles finanzas públicas y ampliar los servicios sociales, especialmente de salud.
Tales esperanzas Obama pudo haberlas cumplido, pero han resultado fallidas y costosamente elevadas desde el punto de económico y político. Hoy Obama se debate en las consecuencias de no honrar sus compromisos electorales y el mundo, estupefacto, ve la posible bancarrota americana como un evento factible, con graves consecuencia para todos.
A pesar de haber salvado el gobierno la bancarrota de grandes empresas, como Ford y General Motors, las medidas instrumentadas por Obama escasamente pueden ser consideradas como parte de una nueva regulación orientada a prevenir nuevos problemas financieros y económicos.
El rescate bancario en razón de las hipotecas sub-prime, originalmente por el orden de 700, 000 millones de dólares; las facilidades para acceder a recursos de la FED; la falta de restricción de cierto tipo de operaciones entre diversas instituciones financieras y la no actuación legal sobre las calificadoras, han terminado por mantener los elevados sueldos y primas de los altos funcionarios de los bancos de inversión, que han visto crecer sus utilidades casi a niveles de pre-crisis.
Así, al gasto público extraordinario que han significado las medidas para activar la economía, se ha sumado el gasto de la guerra, con lo que se ha abultado la deuda pública federal hasta alcanzar, según se dice, el equivalente de 100% del PIB; nivel que el Instituto Peterson ya desde 2008 estimaba haber sido alcanzado.
A tal situación de gasto se agrega la pérdida de ingresos fiscales por 10 años de la ampliación de las reducciones de 2001 y 2003 establecidas por Bush, que se estima significarían un total de $ 3.5 billones; extensión que Obama aprobó por dos años más, en un retruécano político ingenuo para quedar bien con sus opositores. Sólo para el año fiscal actual el sacrificio fiscal total de todo tipo de excepciones alcanzará la cifra de más de 800 mil millones de dólares.
El sacrificio fiscal iniciado desde 2001, sorprendentemente, es cercano a la reducción de gasto por 4 billones, base de la controversia política actual entre republicanos y demócratas. Los primeros desean que tal reducción se realice en los próximos 10 años, sin aumento alguno de los impuestos, lo que afectaría especialmente a los servicios sociales y el apoyo a los pobres, autorizándose correlativamente un aumento parcial de la deuda en un billón de dólares. Los demócratas estiman que el ajuste del gasto se debe lograr de manera balanceada, entre reducción de gastos y aumento de impuestos, y autorizarse el aumento de la deuda sin negociaciones parcialidades, como ha sucedido en los pasados 50 años, y de acuerdo a los compromisos de gasto aprobados ya por el poder legislativo.
Ante este nudo gordano, los demócratas se han impuesto relativamente la fecha fatal del 2 de agosto para llegar a un acuerdo, que sea aceptado por ambas fracciones políticas. Sin embargo, existe la controversia legal de que el techo de la deuda pueda ser elevado por Estatuto por poder del Presidente, ignorando básicamente la ley federal como una opción constitucional, de acuerdo a la 14th Enmienda, que establece la validez de la deuda de los Estados Unidos que “no deberá ser cuestionada.”
Aún cuando la fecha fatal del 3 de agosto pueda ser ampliada y aún cuando se llegue a un acuerdo parcial o total entre las dos cámaras, la de representantes, dominada por los republicanos y la de senadores por los demócratas, la credibilidad deudora y la fortaleza económica pública de los Estados Unidos quedarán, en nuestro tiempo histórico, irremediablemente dañadas.
Con cierto paralelismo, eso mismo sucedió al Imperio Británico después de la primera guerra mundial, al abandonar el entonces denominado patrón oro.
Los hechos actuales evidencian, desde la esfera política, económica y de la guerra, lo que fatalmente Paul Kennedy, historiador americano, preveía desde hace más de veinte años como el ascenso y la caída del las grandes potencias; caída que se inició para los Estados Unidos desde mediados de los 60’s, cuando perdió su capacidad productiva mundial y extendió su ambición militar más allá de sus capacidades reales.
A tal designio histórico parece haber contribuido, en mucho, la posible claudicación de Obama para ser un hombre de su tiempo y para el mundo, o al menos para Estados Unidos.
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