María Jesús Fernández / elEconomista.es
El esfuerzo de recorte del gasto y de aumento de los ingresos que incorporan los Presupuestos Generales del Estado para 2011 es encomiable. Es cierto que su punto débil se encuentra en las optimistas previsiones de crecimiento del PIB y del empleo sobre las que se sustentan: con un crecimiento que con toda probabilidad será inferior al previsto, los ingresos serán menores de lo calculado por el Gobierno, los gastos serán mayores, y el déficit, por tanto, superará el objetivo.
Pero tampoco exageremos este efecto: el desajuste puede ser tan sólo de algunas décimas o, como mucho, un punto porcentual; en realidad, no es ése el problema, sino cómo seguir ajustando el déficit más allá de 2011. Sólo con medidas de recorte del gasto no se puede alcanzar la meta de un 3% del PIB de déficit en 2013.
Más de las dos terceras partes del gasto del Estado están comprometidas, es decir, el Gobierno no tiene capacidad de decisión sobre ello. Se trata de partidas como las remuneraciones a las clases pasivas del Estado, pago de intereses por la deuda, transferencias al SPEE para pagar los subsidios de desempleo, aportaciones a la UE y, sobre todo, transferencias a las CCAA y ayuntamientos en virtud de los mecanismos de financiación territorial. Sólo esta última partida representa más de un tercio del gasto del Estado. Por tanto, teniendo además en cuenta el escaso crecimiento del PIB de los próximos años, probablemente ni aun suprimiendo todo el gasto no comprometido, lo que supondría la desaparición de varios ministerios, sería suficiente para cumplir dicho objetivo. Y sabemos que este extremo no es posible. Por tanto, casi se puede decir que el Gobierno ha agotado, no todo, pero sí la mayor parte del margen que tiene para ajustar el déficit vía reducción del gasto, dada la estructura actual del mismo.
¿Qué otras cosas se pueden hacer? Ya lo hemos dicho muchas veces. En primer lugar, una reforma profunda de las AAPP para elevar su eficiencia. En segundo lugar, racionalizar las prestaciones del Estado de Bienestar, sin reducir su alcance. En tercer lugar, no va a quedar más remedio, por mucho que nos pese, que revertir las bajadas de impuestos que se realizaron en la bonanza. No quiere decir que esta idea nos guste; simplemente estamos constatando un hecho objetivo.
En cualquier caso, y con respecto a los incrementos de impuestos que recogen estos PGE -por cierto, interesante la modificación de las Sicav, que yo no descalificaría con tanta rapidez como han hecho algunos-, lo que nuestro sistema fiscal necesita no son pequeños retoques, sino una modificación sustancial de su estructura. Además, hay que intentar buscar alguna fórmula para que la contribución fiscal de determinados grupos -los no asalariados- se acerque más a la que corresponde a su verdadera renta. También hay que recuperar el impuesto sobre el Patrimonio, pero con un diseño más sofisticado, para aumentar la contribución de las grandes fortunas, imposibles de gravar a través del IRPF. Y más lucha contra el fraude fiscal, pero sin hacernos muchas ilusiones. Más lucha contra el fraude significa dedicar más recursos a dicha tarea, lo que limita su rentabilidad.
María Jesús Fernández, de la Fundación de las Cajas de Ahorros.
El esfuerzo de recorte del gasto y de aumento de los ingresos que incorporan los Presupuestos Generales del Estado para 2011 es encomiable. Es cierto que su punto débil se encuentra en las optimistas previsiones de crecimiento del PIB y del empleo sobre las que se sustentan: con un crecimiento que con toda probabilidad será inferior al previsto, los ingresos serán menores de lo calculado por el Gobierno, los gastos serán mayores, y el déficit, por tanto, superará el objetivo.
Pero tampoco exageremos este efecto: el desajuste puede ser tan sólo de algunas décimas o, como mucho, un punto porcentual; en realidad, no es ése el problema, sino cómo seguir ajustando el déficit más allá de 2011. Sólo con medidas de recorte del gasto no se puede alcanzar la meta de un 3% del PIB de déficit en 2013.
Más de las dos terceras partes del gasto del Estado están comprometidas, es decir, el Gobierno no tiene capacidad de decisión sobre ello. Se trata de partidas como las remuneraciones a las clases pasivas del Estado, pago de intereses por la deuda, transferencias al SPEE para pagar los subsidios de desempleo, aportaciones a la UE y, sobre todo, transferencias a las CCAA y ayuntamientos en virtud de los mecanismos de financiación territorial. Sólo esta última partida representa más de un tercio del gasto del Estado. Por tanto, teniendo además en cuenta el escaso crecimiento del PIB de los próximos años, probablemente ni aun suprimiendo todo el gasto no comprometido, lo que supondría la desaparición de varios ministerios, sería suficiente para cumplir dicho objetivo. Y sabemos que este extremo no es posible. Por tanto, casi se puede decir que el Gobierno ha agotado, no todo, pero sí la mayor parte del margen que tiene para ajustar el déficit vía reducción del gasto, dada la estructura actual del mismo.
¿Qué otras cosas se pueden hacer? Ya lo hemos dicho muchas veces. En primer lugar, una reforma profunda de las AAPP para elevar su eficiencia. En segundo lugar, racionalizar las prestaciones del Estado de Bienestar, sin reducir su alcance. En tercer lugar, no va a quedar más remedio, por mucho que nos pese, que revertir las bajadas de impuestos que se realizaron en la bonanza. No quiere decir que esta idea nos guste; simplemente estamos constatando un hecho objetivo.
En cualquier caso, y con respecto a los incrementos de impuestos que recogen estos PGE -por cierto, interesante la modificación de las Sicav, que yo no descalificaría con tanta rapidez como han hecho algunos-, lo que nuestro sistema fiscal necesita no son pequeños retoques, sino una modificación sustancial de su estructura. Además, hay que intentar buscar alguna fórmula para que la contribución fiscal de determinados grupos -los no asalariados- se acerque más a la que corresponde a su verdadera renta. También hay que recuperar el impuesto sobre el Patrimonio, pero con un diseño más sofisticado, para aumentar la contribución de las grandes fortunas, imposibles de gravar a través del IRPF. Y más lucha contra el fraude fiscal, pero sin hacernos muchas ilusiones. Más lucha contra el fraude significa dedicar más recursos a dicha tarea, lo que limita su rentabilidad.
María Jesús Fernández, de la Fundación de las Cajas de Ahorros.
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